DOSSIER LARED21: 40 AÑOS DEL GOLPE

Mario Delgado Aparaín: “En dictadura fue conmovedor ver cómo la gente resistía en silencio”

El escritor y docente Mario Delgado Aparaín recuerda que en dictadura era imposible que escribir no se convirtiera en un acto de resistencia. “Muchos participábamos, sin querer, de un mismo lenguaje lleno de códigos y de escritura entrelíneas”.

Foto tomada el 23 de septiembre de 1973 frente a la casa de gobierno

En entrevista con LARED 21, el escritor laureado con tantos galardones, entre ellos el Premio Cervantes del Concurso Juan Rulfo, de Radio Francia Internacional, por su relato “Terribles Ojos Verdes”, evoca que en dictadura fue conmovedor ver cómo la gente resistía en silencio. “Esa forma de resistencia, que es tan difícil en los pequeños pueblos del interior donde la gente que se oponía, se revelaba, corría serios riesgos de ser estigmatizada para siempre”.

La madrugada del 27 de junio de 1973 estaba cargada de niebla. Como todos los días, Mario Delgado se apostó, a eso de las 5 de la mañana, junto a otros docentes y maestros, en la cabecera del puente de hierro sobre el Río San Francisco en la Ruta 8, a la salida de la ciudad de Minas, esperando a que pasara algún camión que los llevaran hasta el liceo de Solís de Mataojo.

Aquella madrugada nos despertó una hilera de tanques de guerra que venían de Maldonado, atravesaban el puente en forma estruendosa, y se dirigían a engrosar el armamento del Cuartel de la Región número 4”, evoca el escritor.

Un camión de mariscos que venía de Recife los aventó a él y a un puñado de docentes y los trasladó hasta el pueblo de Solís de Mataojo. Cuando llegaron al liceo, los alumnos y profesores estaban agolpados en la puerta, muy confundidos y atemorizados.

“Si bien el golpe de Estado era esperado, el estado psicológico era desagradable porque ya nos veíamos todos crucificados por la sencilla razón que en el interior es mucho más difícil que en la capital ser de izquierda. Era un estigma demasiado duro de llevar, eso se traslucía en la gente que apoyaba el golpe, porque cuando uno iba por la calle se cambiaban de vereda para no saludarte, o cuando ibas a la farmacia a comprar un remedio en forma casual no lo tenían”, recuerda.

Por ese motivo, era “muy triste la atmósfera que se vivía”, y “escribir era difícil”. Pero, al mismo tiempo, “escribir era imposible que no se convirtiera en un acto de resistencia. Muchos participábamos, sin querer, de un mismo lenguaje, lleno de códigos y de escrituras entrelíneas”.

“Aquella era una redacción, en cierto modo, esquizoide porque por un lado se buscaba un lenguaje que no fuera descubierto, pero por otro lado, en secreto, se escribía en el lenguaje que queríamos hacerlo y lo que se escribía en un idioma libre sólo se mostraba a los amigos. Era el único territorio libre, el de la creación en el cual te podías encontrar contigo mismo”, dice Delgado Aparaín.

La esencia de la revolución interior

El autor asegura también que se asombraba cuando descubría otros mecanismos de resistencia en seres humanos comunes y corrientes que no estaban involucrados en la lucha.

Así se me apareció esa figura que me encantó durante mucho tiempo y que fue Johnny Sosa, un moreno que cantaba en inglés sin saber el idioma y sus escenarios eran los prostíbulos, y que en su lenguaje pretendía imitar al Elvis Presley. Si bien su canto era ininteligible, fascinaba a las mujeres de la vida, como las llamaban”, recuerda el autor a uno de sus más entrañables personajes.

“Vi en esa historia a los militares que en su afán de moralizar, cerraron los prostíbulos y a Johnny Sosa le cerraron el mundo de su espectáculo. Como él era un hombre que no sonreía, era melancólico, pero no porque fuese psicológicamente así, sino porque no tenía dientes, los militares le ofrecen un pacto, le piden que cante boleros en español y, a cambio, le dicen que va a representar al pueblo en los festivales de Costa a Costa, por lo cual le van a colocar los dientes. Él al principio acepta, pero en forma progresiva comienza a sentir una rebelión interior a partir del momento en que no se siente él mismo”, comenta.

Es pues, esa rebelión, esa lealtad consigo mismo, “la esencia de la revolución interior”.

“Yo siempre pensaba que la suma de las revoluciones interiores pueden hacer la gran revolución. Esos eran mecanismos de defensa en la búsqueda febril de la libertad. En eso estábamos. Aquello era una metáfora de lo que le pasaba a muchos uruguayos”, afirma Delgado Aparaín.

Asegura que fue “conmovedor ver la forma en que la gente resistía en silencio, esa forma de resistencia que es tan difícil en los pequeños pueblos. De esa gente no se hablaba mucho, porque eran los resistentes del silencio. En ese marco parían y criaban a sus hijos, y la resistencia se transmitía en la intimidad y de generación en generación”.

Aquel día fue “terriblemente triste, sentíamos que nos latinoamericanizábamos del todo. América entera estaba tapizada de verde y nosotros ahí dejábamos de ser, en forma definitiva, la Suiza de América, o el país afrancesado. Padecíamos la misma problemática del resto de América y formábamos parte del ejército de las sombras, que era resistir esa siniestra Guerra Fría que dividía al mundo de una manera ominosa y sangrienta”.

“Cerrado por melancolía”

Recuerda que muchos de los oficiales del Ejército de la ciudad donde vivía, volvían de prepararse en las bases del Canal de Panamá, en la famosa y triste Escuela de las Américas, “donde aprendían a torturar y traían historias siniestras para poner en práctica en los países en donde trabajaban”.

Mario Delgado Aparaín

Mario Delgado Aparaín también estuvo recluido en el Cuartel de Rocha. Luego de recuperar la libertad se trasladó a Buenos Aires donde vivió “otro golpe de Estado terrible, y el estado de ánimo era similar al que años anteriores se vivió en Uruguay”.

“Recuerdo que cuando iba a trabajar, siempre me detenía en una pequeña librería de un gran escritor, Isidoro Blaisten. El día del golpe de Estado en Argentina, Isidoro cerró las puertas de la librería y colocó un cartel: “Cerrado por melancolía”. Eso resumía lo que era la Argentina entera en aquel momento. Éramos más latinoamericanos que nunca”, evoca.

Por otro lado, añade que si había algo siniestro que tenía la dictadura uruguaya era su “síntoma de eternidad, como que aquello no terminaría nunca o llevaría muchísimos años en ponerle un punto final, y toda América estaba igual”.

En el año 1980, con el plebiscito contra la reforma constitucional propuesto por la dictadura, “apareció la prueba más grande y hermosa de que se les avecinaba el final”.

“Todos empezamos a recuperar o curar esa terrible crisis de autoestima que estábamos viviendo, y el ‘Río de Libertad’ no se borrará nunca más de la memoria colectiva, al igual que la voz de Alberto Candeau, que era la voz de la gente, la voz del pueblo”.

Asimismo, por aquellos años en que comenzaba a avizorarse la democracia,  el humor jugaba un papel fundamental para “atemperar estas tragedias”.

“En el Semanario Opción apareció una viñeta donde un general decía que había que tener mucho cuidado con el tránsito hacia otro estadio institucional, porque de un régimen de facto a uno democrático no se podía pasar de golpe, entonces otro personaje del pueblo le respondía que, sin embargo, del sistema democrático al régimen de facto sí se pasaba de golpe. Esas cosas tenían vehículos maravillosos, como la revista El Dedo o Guambia, o Humor en Argentina, donde estaba Roberto Fontanarrosa, y donde trabajamos tanto para recuperar la sonrisa y la dignidad perdidas”.

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