La faz injusta de Brasil

Jair Bolsonaro. Foto: Palacio de Planalto / Flickr
Jair Bolsonaro. Foto: Palacio de Planalto / Flickr

Desde la dictadura militar (1964-1985) nunca hubo tantos retrocesos en el terreno de los derechos humanos en Brasil como ahora, con Bolsonaro. Nos gobiernan autoridades que insisten en la impunidad de las fuerzas represivas, lo que representa una luz verde para la eliminación sumaria de sospechosos o incluso de ciudadanos no sospechosos, como los nueve jóvenes asesinados por la Policía Militar de Sao Paulo en la favela de Paraisópolis durante la madrugada del 1ro de diciembre. Solo en Río, en este año 2019, seis niños murieron por “balas perdidas”.

Empresas mineras, madereras y agropecuarias invaden tierras protegidas. Se asesina a indígenas, entre ellos al líder Paulo Paulino Guajajara, en Maranhão, el 1ro de noviembre, por defender la reserva de su pueblo de las actividades de madereras ilegales. Los casos de feminicidio se multiplican; en el país, cada 4 minutos una mujer es violada.

El presidente de la Fundación Palmares, Sérgio Camargo, cuyo nombramiento está siendo impugnado por la Justicia, escupe en la memoria de Zumbi, el héroe quilombola, al declarar que en Brasil no existe racismo, y que “la esclavitud fue beneficiosa para sus descendientes”… En Paraná, el periodista Aluízio Palmar es procesado por denunciar que en el cuartel del Primer Batallón de Frontera, en Foz de Iguazú, se tortura. El país tiene más de 12 millones de desempleados, y el gobierno ha reducido dos veces el salario mínimo que entrará en vigor en 2020.

A la orilla de haciendas y carreteras brasileñas se encuentran acampadas 80 000 familias. El expresidente Lula es condenado sin pruebas. Los medios que critican al gobierno son saboteados mediante la cancelación de anuncios oficiales, y las empresas privadas que anuncian sus productos en ellos sufren amenazas. Se incentiva a los alumnos a delatar a los profesores que no corean la cartilla del Planalto. El gobierno, que nunca ha condenado a los paramilitares que, irrespetando las leyes le disputan territorios al narcotráfico, estimula el mercado de armas y municiones.

Además de violar los derechos humanos, se violan también los derechos de la naturaleza. Se incendia criminalmente la selva amazónica para abrirle paso al ganado y la soya, mientras Bolsonaro declara que las quemas son “un problema cultural”. La Justicia procede con lentitud y lenidad en el castigo a los responsables por las tragedias causadas por las roturas de las presas de Mariana (MG), en 2015, y Bramadinho (MG), en 2019, que segaron 382 vidas. El petróleo derramado en el litoral brasileño no se limpia con la urgencia y el rigor que la situación exige.

Según Marcelo Neri, de la Fundación Getulio Vargas, en 10 años Brasil hizo salir de la pobreza a 30 millones de personas. Pero entre 2015 y 2017, 6,3 millones volvieron a caer en la miseria. En los últimos tres años, la pobreza aumentó un 33%. Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), 58,4 millones de personas viven hoy por debajo de la línea de la pobreza, con ingresos mensuales inferiores a 406 reales. La lista de los excluidos no hace sino aumentar: entre 2016 y 2017  creció de 25,7% a 26,5%, lo que significa la exclusión de casi dos millones de personas. Según esos datos, 55 millones de brasileños, un 40% de los cuales viven en el Nordeste, sufren privaciones. El ingreso promedio de los ricos creció un 3%, y el de los pobres disminuyó un 20%. Han regresado enfermedades ya erradicadas, y la mortalidad infantil  avanza entre las familias más pobres.

Somos una nación rica, muy rica. Pero sumamente injusta. El PIB brasileño es de 6,3 billones de reales, lo que basta para garantizarle 30 mil reales per cápita al año a cada uno de sus 210 millones de habitantes. O 10 000 reales al mes a cada familia de cuatro personas.

Los derechos humanos no son “cosa de delincuentes”, como alardean quienes jamás piensan en los derechos de los pobres. Son uno de los marcos jurídicos y morales más elevados de nuestro avance civilizatorio. Aunque sean violados sistemáticamente por quien se proclama demócrata y cristiano, son inapelables. Le resta ahora a la ONU convocar a los países a elaborar y firmar la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, nuestra “casa común”, en palabras del papa Francisco.

 

Frei Betto
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