Que no me digan: A diario desaparecen víctimas de una violencia feminicida, hecha cultura…

Así amaneció el pasado 19 de setiembre la Gobernación de Cañar, Ecuador, con consignas y monigotes contra la policía y el femicidio de María Belén Bernal. Foto: Twitter / David Quintuña Rodríguez
Así amaneció el pasado 19 de setiembre la Gobernación de Cañar, Ecuador, con consignas y monigotes contra la policía y el femicidio de María Belén Bernal. Foto: Twitter / David Quintuña Rodríguez

El asesinato de María Belén Bernal, en Ecuador, me retrajo directamente a aquellos días cargados de dolor e impotencia luego de la desaparición de Cristina Siekavizza, en Guatemala. Dos casos muy parecidos: dos mujeres cuyos pedidos de auxilio fueron ignorados por quienes consideraron que la situación se encuadraba como un “conflicto de pareja” y en cuya desaparición hubo complicidad de las autoridades. Casos emblemáticos ambos, cuyos ecos derribaron las compuertas y despertaron la indignación de la opinión pública, tal y como sucede en Irán por el asesinato de Mahsa Amini, torturada hasta morir en manos de la policía.

Aun con olas de protestas y campañas destinadas a elevar la presión sobre las autoridades, queda patente cómo el sistema se protege a sí mismo, utilizando el tiempo y los medios a su favor para eludir la responsabilidad.

Eso permite corroborar, una vez mas, que la indignación no basta si no se acompaña de acciones radicales con el propósito de cambiar esas estructuras patriarcales sólidamente insertas en una cultura de discriminación y desprecio por la mujer.

Los efectos del machismo y la misoginia, institucionalizados y elevados a la categoría de ley, persisten en nuestros países tanto como en aquellos sometidos a gobiernos con estrictas normas religiosas cuya fuerza restrictiva golpea, con especial énfasis, al segmento femenino de la sociedad. Pero nosotros, desde el falso escenario de la cultura occidental y la débil estructura de nuestras democracias, nos afanamos por condenarlos, aunque somos capaces de abandonar a niños, niñas y mujeres en manos de las redes de trata, abuso sexual y violencia machista, sin cuestionar nuestra postura moral.

Que no me digan que exagero. Que no me digan: “es culpa de las mujeres”, porque a todos nos consta la barrera de obstáculos erigida en nuestros países tercermundistas para hacer imposible las denuncias. Me consta, por haberlo visto de cerca, el trato humillante de las autoridades -policías, fiscales y jueces- ante los casos de violación, de acoso y de feminicidio, con el cual re victimizan a quienes deberían proteger, y fallan al escatimarles la garantía de una justicia pronta. No me digan que los órganos encargados de administrar esa justicia cumplen con su deber de investigar, perseguir y castigar a los culpables, porque esas instancias -como la mayoría de instituciones de nuestros países- han estado siempre al servicio de los victimarios. Para comprobarlo, basta con echar una mirada a los índices de impunidad ante este tipo de denuncias, los cuales alcanzan cifras de espanto.

No me digan tampoco que un caso es más importante que otro, solo porque la víctima pertenece a una cierta categoría social. Porque no importa el nivel educativo, económico o social, una niña o una mujer violentada tiene los mismos derechos a recibir atención prioritaria cuando se encuentra en una situación de violencia, dentro o fuera de su hogar. En ciudades, pueblos y aldeas de nuestras naciones, son miles las niñas, adolescentes y mujeres desaparecidas, a quienes jamás buscan las autoridades. Las organizaciones criminales dedicadas a la trata tienen sus bases instaladas en despachos oficiales, gozan de protección, operan a sus anchas y eso es parte fundamental de la realidad incontestable que nos rodea, la cual hemos naturalizado al punto de ni siquiera reflexionar sobre ella.

Todo acto de protesta vale. El silencio, en cambio, lleva el sello del fracaso.

elquintopatio@gmail.com

@carvasar

www.carolinavasquezaraya.com

 

 

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