Gaza o el desencuentro del hombre con la humanidad

“Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”, decretó el legado papal Arnaud Amaury en aquel lejano 1209 cuando comenzó la masacre de los albigenses. Similar pensamiento parece impregnar las órdenes del cuarto ejército más poderoso del mundo, el del Estado de Israel, cuando conduce a la muerte sin misericordia a centenares de niños, mujeres y ancianos, en la atormentada franja de Gaza.

“Ha llegado el momento de los monstruos” decía en Quaderni del carcere, el notable Antonio Gramsci refiriéndose a los nuevos tiempos de la humanidad. Pensamiento que bien cuadra con el horror desatado en Gaza por un gobierno que traiciona las mejores tradiciones hebreas, de paz, solidaridad, justicia y compasión que durante siglos ha dado suficientes pruebas el perseguido pueblo judío.

Pueblo que alumbró al genio de Tréveris que le dió vida y corpus ideológico a los desposeídos, Carlos Marx; al líder de la revolución permanente, León Trotsky; a la partera del socialismo libertario, Rosa Luxemburgo; al fundador de la filosofía ética, Baruch Spinoza; al padre de la sicología profunda, Sigmund Freud; al creador de la teoría cuántica, Albert Einstein; al divulgador de la astronomía moderna, Karl Sagan; al inventor de la vacuna antipolio que salvó a millones, Jonas Salk;  al héroe de la religión monoteísta más importante de la historia, Jesús de Nazareth; sin contar a centenares de representantes del arte y la cultura como Amadeo Modigliani, Charles Chaplin, Félix Mendelson, entre tantos y tantos que hicieron avanzar la historia contemporánea, siendo solo una comunidad de 15 millones de judíos en un planeta que hoy supera los 7 mil millones de seres humanos.

Me duele escribir este artículo. Tengo muchos amigos judíos. La mayoría son de izquierda pero otros no lo son y en todos encontré, inteligencia, solidaridad, humanismo, amor a la vida. Hoy no encuentran palabras para justificar lo injustificable. Algunos de ellos son más implacables que yo para condenar este genocidio.

Desde la década del sesenta cuando accedí al tema, defendí el derecho a la existencia del Estado de Israel. Siendo admirador de Gamal Abdel Nasser por la dignidad de su enfrentamiento contra la monarquía egipcia y contra las dos Naciones más poderosas de Europa, Inglaterra y Francia, a las que derrotó con valentía e integridad, al igual que lo hizo Juan Manuel de Rosas en la Vuelta de Obligado, en otras épocas de soberanías sin doblez, me opuse sin titubear a la coalición árabe que él lideró para arrojar a los judíos al mar. Fue un error histórico que Nasser pagó muy caro. A partir de esa insensatez, mi admiración por el héroe de Alejandría, fundador del Partido Unión Arabe Socialista y  nacionalizador del Canal de Suez, comenzó a languidecer.

Mi defensa de la existencia del Estado de Israel no abrevó en el mito de un señor al que nadie vio, que según Abraham le dijo que Palestina era la tierra prometida para los judíos, legitimando así la masacre de los cananeos, ni en el autoritarismo de la pérfida Albión, repartiendo por la fuerza un territorio sin consultar a pobladores que vivían en esas tierras durante siglos. Mi defensa del nuevo Estado se basó siempre en el derecho moral que cientos de miles de judíos perseguidos y en diáspora de pueblo errante, ostentaban para vivir pacíficamente en una tierra inhóspita, poco poblada, en la que vivieron generaciones enteras de sus antepasados tras ser expulsados por egipcios, babilonios, romanos, otomanos y tantos otros exponentes del derecho de los fuertes.

La inteligencia y el tesón hébreo y la convivencia pacífica entre los dos pueblos semitas transformarían el páramo en vergel. Nadie imaginó la guerra que desataron apenas pisar “tierra santa” para desalojar a sus primitivos habitantes, transformando el páramo pacífico en un vergel infernal.

La administración Netanyahu y sus seguidores tienen infectada el alma con el virus incurable del nacionalismo, el expansionismo, que culmina en el hubris griego, que será su perdición.

El mismo virus que se desencadenó contra ellos y que hoy es reproducido en el Estado hebreo mimetizándose en una enorme nube tóxica que se introduce en todos los pliegues de la “tierra prometida” conduciéndola a la distopía, negándole el maná del utopos, el lugar que no existe.

Ya se los advirtió el padre judío de la teoría de la relatividad, Albert Einstein: “el nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad”.

¿En qué se convirtió el ADN judío de la paz, el ADN de la libertad buscada durante siglos?

La libertad no puede ser fecunda para los pueblos que tienen la frente manchada de sangre, decía Martí con razón cuando ofrendaba al mismo tiempo su vida por la libertad del pueblo cubano.

¿Tiene derecho el Canciller israelí, el moldavo Avigdor Lieberman, fundador de la organización de ultraderecha Katch, el mismo que declaró públicamente que “hay que ahogar a los palestinos en el Mar Muerto que es el punto más bajo del planeta”, a conducir a su pueblo por esta ordalía de sangre y muerte, que provoca inevitablemente un antisemitismo irracional  en las principales ciudades del mundo civilizado?

Hasta en nuestro país comienzan a verse pintadas en los muros clamando injustamente “fuera judíos del Uruguay”, como si éstos fueran culpables de los excesos de un gobierno sin piedad que cree que los crímenes se entierran, sin darse cuenta que los sobreviven y finalmente terminan arrojando a sus autores al retrete de la historia.

El Likud y sus aliados, afirman poseer la solución final para terminar con los misiles de Hamás, que de mil lanzados llegan solo un 15% y con pólvora seca y de casualidad han terminado con la vida de un israelí aislado. Quieren salvar la situación y terminan actuando más como pirómanos que como bomberos. Con sus métodos de extermino han convertido a Israel en un sudario en el que creen envolver el cadáver de Hamás todos los días. Y lo único que han logrado es mantenerlo vivo ante el pueblo palestino, con el oxígeno del odio que ellos mismos le proporcionan. Sin el Likud, Hamás quizás no existiría. Y sin Hamás, al Likud se le terminaría su discurso belicista y tendría que dejar paso a las fuerzas más racionales de su Nación.

Netanyahu y Lieberman, hoy enfrentados porque no coinciden en el grado de exterminio que deben alcanzar, hacen oídos sordos al clamor mundial por detener la hecatombe. Se asemejan a Cayo Mario, aquel político romano que le decía al Senado que “con el ruido de la guerra no oigo el de las leyes”.

El Estado de Israel se está alejando a pasos agigantados del homo sapiens que supo construir y está ingresando en la tierra del homo demens, de la que no se sale indemne ante la historia.

Por primera vez en el siglo XXI, la guerra como una cruzada irracional puede cambiar la humanidad. Hoy sabemos que una guerra injusta es una catástrofe que paraliza el encuentro del hombre con la humanidad.

Y lo más grave de esta estulticia internacional es que germina con fuerza ante la debilidad moral de Naciones enteras, instituciones, magistrados y mucha gente que tolera la ignominia.

Penetran muy hondo en mi conciencia las palabras de Gandhi, que con la sola fuerza de la no violencia puso de rodillas al imperio británico: “lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.

Ha llegado la hora de desperezarse. A Obama se le fue de las manos el conflicto, Inglaterra por primera vez da un paso al costado, Europa mira horrorizada la matanza pero no hace nada para detenerla, mientras la ONU condena vanamente un día sí y otro también a Israel, que se ha convertido en el Estado que más sanciones ha recibido del organismo mundial desde que éste fuera fundado en 1945. En estas semanas el orden del día del planeta Tierra, está ocupado por la jihad israelita.

Y solo hay una salida: dos pueblos, dos Naciones, dos Estados. Porque es una verdad a medias decir que el pueblo palestino no acepta la existencia del Estado de Israel. Tampoco la bandera de la estrella de David acepta, en los hechos, no en las palabras, la existencia del Estado palestino.

No la aceptó ya en 1948 cuando las bandas nacionalistas se dedicaban a matar a los descendientes de los cananeos que habitaban desde hacía siglos esas tierras, que el Protectorado británico les cedió con condiciones que incumplieron y que los llevó incluso a enfrentar a mano armada a sus donantes. Y si no que lo diga el Conde sueco Folke Bernadotte y su ayudante el coronel de la fuerza aérea francesa, André Serot, mediadores de las Naciones Unidas, asesinados a tiros en Jerusalem por un comando sionista de la organización terrorista Irgun, y pistoleros de la banda Stern, famosa por sus crímenes punitivos contra los pastores árabes, autora de la masacre de la aldea Deir Yassin, donde fueron fusilados sumariamente en una cantera de piedra, 50 niños y mujeres y 150 aldeanos palestinos. Bernardotte, un aliado de los judíos en la segunda guerra mundial, antinazi militante, pagó con su vida, la redacción de su informe a la ONU denunciando la destrucción sistemática en 1948 de las aldeas árabes y la transformación por la fuerza de sus 750 mil habitantes en parias y refugiados. También violaron las fronteras pactadas con sus propios protectores. Basta con ver el mapa de 1948 y el actual para percibir la desigualdad territorial entre los semitas árabes y los semitas hebreos. Y por si esto fuera poco la colonización forzada israelita sigue implacable tragándose lo poco que les va quedando a los descendientes de Canaan, incluso obligados a vivir con su territorio partido en dos.

Tampoco el pueblo palestino en su mayoría ve con buenos ojos la existencia del Estado de Israel, más allá de las declaraciones de la Autoridad Palestina y de su Presidente Abás. No hay duda que la organización Hamás transformó su legítima hazaña de la inconformidad en una inútil guerra terrorista donde mueren 30 por 1, treinta civiles palestinos inocentes trocados por la sangre de un soldado hebreo o a lo sumo algún judío que no alcanzó los refugios que los protegen.

El terrorismo indiscriminado pierde a quien lo utiliza. Gira sobre sí mismo como una noria sin alcanzar nunca su fin. Lenin lo advirtió al pie del patíbulo de su hermano, que había elegido el terrorismo como arma errónea para terminar con el absolutismo.

Hamás ha dado un paso sensato en ese sentido al acordar con la Autoridad Palestina. Si ese paso es sincero y se profundiza, el reconocimiento real del Estado de Israel puede salir del itopos y acercarse a la realidad. Pero ese acuerdo interpalestino, enfadó al Likud. ¿No será acaso que Netanyahu y Lieberman sospechan que si Abás toma el mando único y reconoce en serio al Estado de Israel y cesa la lluvia de misiles sobre ese pueblo y su hacienda, la moderación judía, la social democracia hebrea, la izquierda israelita unidas pueden desalojarlos de un poder cultivado por el odio de dos pueblos semitas, ambos monoteístas, y para colmo de la paradoja, alumbrados por el mismo origen abrahámico?

Llama la atención el enojo del gobierno israelí, que fortalece a Hamás y debilita a quién más puede contribuir a la paz, la Autoridad Palestina. Israel con su fulminante blitzkrieg, maquillando su deseo oculto de lebensraun, el maldito espacio vital que tantos males ha ocasionado a la humanidad, lo que obtiene es precisamente debilitar a la moderada Autoridad Palestina, fortalecer a la implacable Hamás.

¿No es eso acaso lo que aleja aún más la aceptación y la convivencia pacífica entre dos Estados nacidos de un mismo tronco espiritual y territorial? ¿Cuál es el objetivo real del Likud en esta confrontación? ¿Y cuál es el objetivo real de Hamás, al acordar con los moderados de Abás? Los hechos porfiados y elocuentes nos lo revelarán más que las declaraciones de ambas estirpes.

Mientras tanto, desde estas tierras no podemos quedarnos de brazos cruzados, como meros espectadores de una matanza al estilo medieval.

Tenemos un Presidente, que es considerado y admirado en todo el mundo, un guerrillero honesto y titular de un sentido común nada despreciable, capaz de ser escuchado con respeto por ambas partes. Y en especial por la Autoridad Palestina, por Hamás y buena parte de los dirigentes israelitas más responsables y humanitarios.

Creo que la mayoría de los premios nobeles de la paz, aún vivos, se sumarían a una Comisión de Notables, presidida por el Presidente de una pequeña Nación, amiga de judíos y árabes, el primer país latinoamericano en mantener relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, y uno de los primeros en designar representación diplomática en Palestina, con varios Ministros de origen hebreo, y con un mandatario que también empuñó las armas por sus ideas y las redimió por el diálogo y la tolerancia, tras pasar 12 años en las mazmorras de una dictadura siniestra.

Una Comisión de Notables, que levante la bandera de Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz donde toda su familia fue asesinada. Elie Wiesel recibió el Premio Nobel de la Paz y transformó su grito de “Gadol hashalom” (Grande es la Paz) en la expresión más importante de la lengua hebrea.

Nada se pierde en intentarlo. Gadol hashalom, hermanos hebreos y palestinos. Gadol hashalom.

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