ARTE

D’Angelo: el desplazamiento de la mirada

Con la aparente (y auténtica) timidez, con inseguridad en el proyecto emprendido que varias veces consulta con amigos sobre su viabilidad y pertinencia, Mario D’Angelo siempre exhibe, a través de una impecable y asombrosa elaboración formal que constituyen cada una de sus instalaciones, el lado oscuro, el revés de la trama: una pedrada en el charco de los lugares comunes, una claridad en la opacidad mental colectiva.

Los hechos y efigies patrióticas, las imágenes codificadas y aceptadas sin cuestionamiento desde los libros escolares son, de repente, decodificados, arrancados de su condición estereotipada para situarlos, por desplazamiento de la mirada y del pensamiento, en el incómodo terreno de la duda, de las interrogantes, de las innovadoras interpretaciones. Lo hace partiendo de una investigación minuciosa en archivos diversos, adoptando una metodología similar al tema elegido hasta llegar a resultados diametralmente opuestos. El sacudón intelectual que provoca está atravesado por la ironía sutil, por el sarcasmo sin estridencias, por la valiente autorreferencialidad, en una complejidad visual seductora. Sabe, como enseñó Marcel Duchamp, que es el espectador quien hace la obra.

Mario D’Angelo es un creador atípico en Uruguay o, mejor, en Montevideo: ajeno a grupos o grupúsculos, a esos equívocos quince minutos de fama, no se anota en concursos o becas, no se convierte en funcionario del arte, no desfila en la pasarela de los vernissages. Independiente, arisco, desconfiado, es un outsider. Sobrelleva problemas resultantes de ingratas dolencias que, si por momentos parecen acorralarlo física y psicológicamente, reacciona con la voluntad férrea del artista que debe cumplir un destino: crear.

La primera exposición unipersonal que realizó fue significativa. Casi un manifiesto estético-ético desafiante desde el título: Salir del ropero, una expresión que alude (como lo hicieron en público, entre otros muchos dirigentes políticos, los alcaldes de París y de Berlín), a la sexualidad asumida en la vida. Claro, todavía en 1994 no se manejaban ni se conocían los códigos lingüísticos provenientes de comportamientos de amplios sectores de la sociedad, viejos como el mundo. En la globalización mediática las declaraciones de personalidades importantes e influyentes adquieren inmediata repercusión aunque favorecen más la curiosidad malsana que una aceptación y reconocimiento comprensivo de la gente. La película francesa El placar supo encarar con tacto y humor los prejuicios existentes dentro de lo políticamente correcto.

La muestra Salir del ropero, en 1993, tuvo lugar en la poco acogedora sala de Cinemateca Pocitos. La siempre distraída crítica local, que parece tener blindada la piel a la más mínima sensibilidad y en especial a lo diferente, la ignoró. Después se sucedieron, a un ritmo anual, otras instalaciones, ese nuevo lenguaje plástico que se afianzó en la década del noventa y que ahora es común a los artistas comprometidos con la actualidad. En las instalaciones confluyen elementos básicos de construcción como obra abierta, montada y articulada en general para un recinto específico que tiene un carácter transitorio, solicitando la participación del receptor y no reproducibles. Algo completamente diferente a los lenguajes tradicionales.

La segunda instalación de Mario D’Angelo se llamó Partida de nacimiento, 1994, en Galería Cinemateca, un triple cruce de las temáticas sobre el propio cuerpo, la homosexualidad y el estigma del pecado y el miedo como fundamento del dogma cristiano. En 1996 presentó Los lugares del poder en la Sala del Consejo de la Facultad de Odontología y a partir de ahí comienza a denominar sus instalaciones-intervenciones con el nombre genérico de Ausencias y presencias. Siguen las de la Sala Carlos F. Sáez, en 1998 (retoma una idea de 1995, realizada también en Odontología), visitada por Catherine David, curadora de la Documenta X. En la Alianza Francesa, 1999, su obra adquiere un talante diferente, un espesor conceptual nada común entre sus colegas, internándose por el cuestionamiento del pasado histórico nacional y la manipulación de Artigas y los símbolos patrios por la dictadura militar, que se amplía en 2001 con dos trabajos formidables: uno en los jardines de la Facultad de Odontología y otro en la sala menor del Centro Municipal de Exposiciones (el tema: el cuadro Los 33 Orientales de Blanes que ahora retoma con variaciones en el envío al 50º Salón Nacional de Artes Visuales).

En el Museo Blanes inauguró la más compleja (de aparente sencillez en su formulación visual) y poderosa instalación-intervención. Es El ojo del poder (Ausencias y presencias VI). Parte de un hecho real –el atentado al general Máximo Santos en el Teatro Cibils en 1886–, y de la ficción pictórica del enorme y escenográfico cuadro de Blanes, La Revista de 1885, que se expone en permanencia en el museo, con la figura central del dictador en su mayor esplendor.

Una minuciosa investigación por numerosos archivos condujo a D’Angelo a rescatar las fotografías del Teatro Cibils, la planta y el lugar exacto del atentado, la imagen de Santos curándose la herida que le perforó la cara en el palacio que lleva su nombre, hoy sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, y encontrar la ópera La Gioconda de Ponchielli (y una versión en ballet) que se representaba la noche del magnicidio. Con ese material pensó hasta el más mínimo detalle la concepción una obra que él mismo llevó a la práctica en el montaje y la iluminación, con aciertos de fogueado profesional.

El ojo del poder invade las dos grandes salas del museo y las transversales. La música de la ópera y los monitores con los videos crean la atmósfera sonora evocativa. La Revista de 1885 tiene una iluminación localizada en la figura de Santos (sábados y domingos, entre las 17.00 y las 19.00 horas se aprecia mejor) que se opone a la ampliada fotografía del dictador mientras recibe los primeros auxilios y se complementa con los ojos insertos en triángulos masónicos (Blanes y Santos pertenecían a la masonería) que son también los elementos arquitectónicos (frontón) del Teatro Cibils y el Palacio Santos. En la otra sala, varios proyectores dejan en la pared una sucesión de ventanas cerradas del Palacio Santos.

La estrategia de la obra se desarrolla en el tiempo y la sencillez de las formas no se traducen necesariamente por una igual sencillez en la experiencia. El visitante tiene que organizar las imágenes fragmentadas, dialécticas, portadoras de latencia y energía. Son imágenes que tienen el poder de mirar al observador, confundirlo con su espesor semántico hasta descubrir la clave metafórica que las contiene. Al hacer referencia a un episodio acotado de la historia nacional (el atentado a un dictador, a su fastuosa disposición operática y palaciega, al desborde del poder) se carga de un contenido universal en la implícita alusión a la mayoría de otros similares gobernantes del mundo. Esa transparencia de la obra, esa inquietud del acto de ver y ser visto, esa doble coacción de las miradas, constituye uno de los aspectos más originales y envolvente de El ojo del poder. *

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