TEXTO DE SERGIO BLANCO, BAJO LA DIRECCION DE MARIO FERREIRA

Kiev: una obra enigmática y críptica

El aguijón de una abeja ociosa que en «Kiev» hiere a Alden, resume todas las flechas que atravesaron el cuerpo del santo; Eiren (por Gloria Demassi; en el programa, quizás por error, se la llama «Eiden») es un anagrama de Irene, la mujer que cura a Sebastián de sus heridas. Nosotros no encontramos nada de San Sebastián, salvo, si se quiere, la referencia cruzada entre el martirio de los primeros cristianos y la tortura a cargo de los defensores de la Cristiandad de hoy. Menos encontramos los innuendos eróticos que la figura del mártir ha producido desde entonces, salvo, precisamente, en el cuadro de Mantegna. Más aceptable es la relación de «Kiev» con «El jardín de los cerezos» de Chejov: estos ecos, estos hilos rojos que van de un texto a otro no son indignos del escritor ruso, que colocó un fragmento de «Ruslan y Ludmila» de Pushkin en «Las tres hermanas» y que aludió con doble o triple sentido al matrimonio de Balzac en Ucrania, también en «Las tres hermanas», un trío a partir «Eugénie Grandet» con una reminiscencia (Chebutikin) de «Le colonel Chabert», también de Balzac. «Kiev» puede verse como una segunda parte, atravesando difíciles fronteras temporales, de «El jardín de los cerezos»: el jardín, destruido para que Lopajin construya casas de veraneo, renacerá en un jardín de cerezos de plástico, en lo que ahora es un estacionamiento; la protagonista (Liúbov Andreievna; ahora Eiren) vuelve a la casa familiar para enfrentarse a una nueva destrucción, a cargo de unas topadoras menos impacientes que las hachas que talaron los cerezos; está el recuerdo de un niño muerto, ahogado en una laguna que hoy es una piscina y está el preceptor (Tavio, en el programa «Talio», por Lucio Hernández).

 

Como «El jardín de los cerezos»

Pero una vez vista la obra, no creemos que el propósito del autor sea construir una obra de teatro a partir del San Sebastián de Mantegna, tarea que no entendemos en qué puede consistir. En relación a «El jardín de los cerezos», «Kiev» no es ni su refutación, ni una parodia, ni la continuación: es, prácticamente, lo mismo. No creemos que «El jardín de los cerezos» descubra «…la violencia que está adentro de la obra de Chejov», como dice María Esther Burgueño en el prólogo de la obra, «violencia» que no hemos visto hasta hoy. Ni siquiera sabemos a qué se alude con «la violencia»: así, hecha concepto, y por tanto casi aceptable, una flor separada de su tallo (como por una «ley de caducidad» del lenguaje), o sea de los asesinos como Medina, de los torturadores como Gavazzo, de sus cómplices como Bordaberry y tantos otros impunes, de los secuestradores como el ejército «nacional» de la dictadura, de los maridos fascistas, de los rapiñadores de ahorros como los Röhm y los Peirano. Una palabra gaseosa, cercana a la ya larga serie de los olímpicos o a las entidades metafísicas, como su hermana gemela, la «fuerza»

Tampoco el propósito de la obra es la crítica o denuncia de la tortura, cuyas implicaciones psicológicas han sido más agudamente descritas por Eduardo Pavlosvky en «El señor Galíndez», «Telarañas» y «Paso de dos». La tortura es, en «Kiev» aquello que todos saben y a la vez ocultan, el muerto en el ropero. No le ha interesado a Blanco ni su origen, ni sus propósitos de orden social, ni sus repercusiones psicológicas. En «Kiev» la tortura forma parte de la trama, pero no es el propósito de Blanco decir que existe; no es, ciertamente, algo que haya de revelarse o ponerse en evidencia. Pero oigamos al autor, que lo dice más claramente que lo que podríamos decir nosotros:

«Su objetivo» (el de «Kiev») «será el de revelar aquello que permanece oculto: hacer visibles aquellas imágenes relegadas a la oscuridad… Ese es el objetivo mayor de Kiev y también se puede decir que es el objetivo de mi teatro en general. Mi arte poética…consiste en la necesidad de reivindicar de revelar lo oculto, lo innombrable y lo prohibido por medio de la obra de arte». Pero ¿qué es lo que hay que revelar y está oculto? Y ¿por qué revelarlo por medio del arte, o sea en forma simbólica, y no revelarlo literalmente, con pelos y señales? El propósito de Blanco tiene algo de «Hamlet», en la escena de los actores: el protagonista busca la revelación a través de una comedia que ha de representarse y que contiene piezas que deben «revelar» la identidad de un asesino; la diferencia es que la representación, en este caso «Kiev», es un «Hamlet» que Blanco representa para él mismo. Es posible que todos tengamos interiores ­no digamos bajos fondos- de los cuales o bien nos avergonzamos o bien tememos sean hechos públicos; es posible también que guardemos secretos que no nos atrevemos a revelarnos a nosotros mismos. ¿Hemos ido demasiado lejos en la aventura humana? ¿Nos hemos aproximado peligrosamente al majestuoso límite, al «santo del ateísmo libertino», a Sade, según Alberto Methol? Pero en tal caso la revelación, o la trasmutación en arte, cumple un fin personalísimo de «abreacción»: un fin terapéutico. Estamos aquí ante otro límite, que es el «poeta privado»: el escritor que escribe sólo para sí mismo, único ser que posee todas las claves y puede comprender y gozar su obra.

 

Una obra avara de su secreto

Enigmática y críptica, avara de su secreto, la pieza intriga y va develando la primer capa de la trama oculta; pero al fin el enigma vuelve a cerrarse. Nunca llegamos a ver qué hay en el fondo de la piscina. Nos quedan demasiados cabos sueltos, escenas que percibimos gratuitas: el momento en que se atora Alden, la intimidad que se insinúa, no se declara y no se sabe a dónde va a parar entre dos hermanos (Eiren ­Esvald; también Dafne es la única que puede proteger a Alden), la muerte sobre Kiev; por qué vuelven los protagonistas a la casa, que parece ser de la familia, contra lo que dice «El jardín de los cerezos», y en el preciso momento en que va a ser demolida; no entendemos por qué debió cuidarse el agua de la piscina, si iba a formar parte de las construcciones a demoler. «…No pierda el tiempo buscándole explicación a todo» aconseja Eiren hacia el final; pero sin algo que una todos los fragmentos, más allá de los primeros diez minutos, la obra pierde peso y se deshilacha a medida que transcurre.

Perjudica a «Kiev», además, el descuido de la escritura. Sobran palabras, sobran diálogos enteros, sobran lugares comunes del «teatro», que se han colado en una obra cuya ambición merecía mejor estilo. El empleo de «canícula» como equivalente de «mucho calor» es tan rebuscado como erróneo. Hay los penosos «¿Qué pasa?» o «¿Qué te pasa?», comodines para que alguien cuente lo que debió mostrarse. En efecto, pese a la dedicación de Blanco al género dramático, «Kiev» es conversación antiteatral. Todo lo importante es contado, no vivido en la escena. Cada tanto algún episodio, como la picadura de la abeja, la comida, el brindis o la mutilación, traen algo de vida a la escena; pero resultan desasidos, ingrávidos, y son desbordados por parloteos y comentarios. Los verdaderos conflictos que debieron dinamizar la pieza están sustituidos por fastidiosos retruques y cargosas réplicas, como en el larguísimo diálogo del comienzo sobre el «agua cortada» y como en casi todas las intervenciones de Alden (Diego Arbelo), que con Esvald (Jorge Bolani) tiene a su cargo toda la antipatía que puede soportar la obra. Antipatía; no maldad. Al fin resulta que todos o casi todos son culpables, porque sabían; pero no vemos, como no vemos en ninguna obra de Blanco, ni verdadera perfidia, ni pasión, ni sentimientos profundos. Esto es así porque casi no vemos personajes, que son unidimensionales. Eiren es, sin más, Andreievna; Esvald y Alden se parecen demasiado a personajes de «.45″, que tampoco eran muy definidos.

Debe destacarse la dirección de Mario Ferreira, que ha creado un clima de irrealidad, algo semejante al de su «Séptimo cielo», con unas transparencias y cambios de colorido (iluminación de Martín Blanchet) muy sugerentes, aunque uno se pregunta, como c
on la obra toda, qué es lo que se sugiere. La interpretación es acorde a la calidad de la Comedia; pero nos admira la ductilidad y la capacidad de identificación con los personajes más disímiles que ha mostrado en su carrera Andrea Davidovics y que renueva en esta pieza. *

 

KIEV, de Sergio Blanco, por la Comedia Nacional, con Gloria Demassi, Andrea Davidovics, Jorge Bolani, Lucio Hernández, Diego Arbelo, Gabriel de Souza, Mariano Prince y Claudio Quijano. Escenografía de Adán Torres, vestuario de Diego Aguirregaray, iluminación de Martín Blanchet, dirección de Mario Ferreira. Estreno del 12 de enero, teatro Solís.

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