Los olvidados (11): escultor Bernabé Michelena

La escultura es la cenicienta de las artes visuales. Lenguaje complejo de realizar, difícil de comprender en su aparente accesibilidad, tiene una historia más breve que la pintura. En Uruguay no abundan los escultores aunque hay muchas obras repartidas por espacios públicos que, curiosamente, que la mayoría ignora a quiénes pertenecen. Algunos monumentos están incorporados al imaginario colectivo (El gaucho, el Obelisco de Zorrilla de San Martín, La carreta de Belloni), emblemáticos del país (que fue) con resonancias, inclusive, en el exterior. Y como no se efectúan exposiciones por la imposibilidad de trasladar la mayoría de los trabajos, salvo las piezas de dimensiones manejables para su instalación en un museo o galería (no siempre representativas del creador), los escultores permanecen marginados de la regular exhibición y condenados al olvido.

Bernabé Michelena (1888   1963) multiplicó su presencia en calles y plazas de Montevideo y del Interior: El obrero urbano (1930) en la plaza Garzón, Monumento al Maestro (1945) que es la representación de una mujer (posó la pintora Libertad Gómez) en el Parque Batlle y Ordóñez, Monumento a la Confraternidad (1960) a la entrada del aeropuerto de Carrasco, Monolito a Juan Mendilharzu en el Prado, dos relieves a la entrada del palacio Estévez (1960), Monumento a Grauert (1957) en el quilómetro 36 de la ruta 8, bustos de Rodó (1930, Mercedes) y de Rivera (1954, Durazno). Son trabajos que no aspiran a la monumentalidad y grandiosidad de Belloni o Zorrilla, sino que Michelena revela una actitud recoleta, discreta sin buscar una autoritaria imposición visual. En cierta medida, contradictoria, ya que los amplios espacios exigen dialogar con formas impositivas. Por eso Michelena reservó su refinamiento formal en obras de mediano y pequeño tamaño, a las que supo inyectar una tierna, sutil expresividad en la riqueza del tratamiento y la dinámica de las superficies.

Michelena estudió en Montevideo en el Círculo de Bellas Artes, dibujo y pintura con Carlos María Herrera y escultura con Felice Morelli. Antes del ansiado e inevitable viaje a Europa, ya había demostrado en el busto de Alberto Zum Felde, en 1908, el dominio del modelado en esta excelente visión del escritor que, como un Jano bifronte, asume por un lado, la suavidad del tratamiento y por otro, la superficie tumultuosa y enigmática del crítico literario. Ese retrato será el comienzo de una serie que se prolongará durante tres décadas. Siempre los modelos pertenecerán al círculo amical o familiar: un toque humorístico para José Cuneo silbando (1917), compañero de estudios en Europa cuando aspiraba a ser escultor y no se había decidido por la pintura, la sensible captación sicológica para el crítico teatral Cyro Scoseria (1917), el poeta Enrique Casaravilla Lemos (1924), el escritor Manuel de Castro (1931), los escultores Armando González y Juan Martín, ambos de 1935, el escritor y político Justino Zabala Muniz (1935), Mi mujer (1931) y Mi hija Milka (1926). Conforman, al igual que los que ejecutará Yepes más tarde, una retratística escultórica de excepcional calidad, alejada de la mustia convención de los encargos repetidos.

Cálida personalidad

Michelena, con una personalidad cálida y sobria a la vez, de rostro aindiado y figura elegante, supo amistar con los protagonistas culturales de su época y preocuparse por la situación social en el mundo, fundar grupos literarios (Teseo, 1923) y asociaciones de artistas (ETAP, 1934) e intelectuales (AIAPE, 1936), dos formaciones que supieron enfrentar la dictadura de Terra, integrar comisiones municipales y presidir centros culturales (Instituto Cultural Uruguayo Soviético, ICUS, 1960)

Nacido en San José de las Cañas, Durazno, luego de los estudios montevideanos, fue distinguido como becario para seguir el perfeccionamiento en París y allí, en plena eclosión del impresionismo (aunque ya habían estallado las estéticas expresionistas, cubistas y futuristas, dadaístas y surrealistas, de escasa repercusión fuera de los círculos reducidos de artistas), en plena segunda mitad de la segunda década del siglo se encontró con José Cuneo, los arquitectos Scasso y Agorio, el poeta Supervielle y el escultor argentino Falcini, que luego enseñará en Uruguay. El núcleo rioplatense convivirá en los cafés de Montparnasse. Pero conocerán otros representantes de las vanguardias en las reuniones sociales y en una de ellas Michelena y Cuneo compartieron una recepción con el realizador ruso Serguei Eisenstein y se animaron a expresarle la admiración por El acorazado Potemkin que habían visto hacía poco tiempo. Fueron tres, los viajes de Michelena. El primero, en 1914, frustrado, al estallar la Primera Guerra Mundial. El segundo, en 1917, en una capital cosmopolita en plena ebullición de novedades estéticas y políticas, con los constructivistas rusos esperando la inminencia de la revolución y Picasso imponiendo el liderazgo estético. Michelena no se contagió de las innovaciones y aceptó, bien a la uruguaya, la moderación de los aspectos más moderados de la obra de los maestros Rosso, Bourdelle y Rodin en los cursos de la célebre Academia la Grande Chaumière. El tercer y último viaje fue en 1928-30, época en que Torres García estaba radicado en París.

Realizador intenso

De regreso a Montevideo, luego de la crisis económica del 29, Michelena realizó una intensa actividad dividida en numerosas áreas. Privilegió al escultor, con abundantes trabajos: El sembrador (1938), una de sus mejores obras (posó el escultor Rubens Fernández Tudurí), original en el cementerio de Melo, 3,30 metros, La despalilladora (1932-35), La tenista (c.1931), El adolescente (1934-36), El caballito criollo (1935), Descendimiento (1940), El potro (1944-45), El guitarrista Telémaco Morales, bronce, también modelo del pintor Cuneo en el período planista. No descuidó el activismo político con la visita de Siqueiros en 1933, la docencia y la gestión cultural en la fundación de diversas asociaciones y la lucha en favor de la república española. Pocos escultores nacionales han dejado una obra tan fecunda que consiguió extenderse en sus discípulos a través de varias generaciones, en una labor constante de pedagogo. Se llegó a instituir el «michelenismo» por la raigambre en el medio artístico.

A pesar de la variedad de temas (retratos, monumentos como el de O´Higgins que estuvo en litigio al venderse la casa hace pocos años, animales, figuras populares y estelas religiosas), Michelena mantuvo un mismo enfoque estético (exceptuando, quizá, el de la Confraternidad y Metamorfosis) que se pudo apreciar en la última exposición realizada en 1973, a diez años de su muerte, en el ICUS.

Aprendió en los museos

Un humanismo que sigue la línea de los griegos clásicos (muy visible en dos deliciosos caballitos, con sabor de los venecianos de Piazza San Marcos), no se olvida de la estatuaria egipcia («Mis maestros fueron los museos, las propias escuelas en las que enseñé», confesó a quien escribe), se interna por Donatello y culmina en Despiau, Meunier, Medardo Rosso y Bourdelle. El lirismo contenido, un equilibrio entre razón y emoción, entre geometría y naturaleza, impregnando a las formas de un delicado arcaísmo (de su maestro Bourdelle) en un cruce con el realismo donde los aspectos de las figuras individuales aparecen integrados a una visión generalizadora. Su arte está hecho de simplificación y síntesis, factores típicos de la modernidad, sin excluir un sentido íntimo y familiar
. Para Michelena la escultura fue el arte de conformar un volumen, de sentir a través de planos (como en sus magníficos dibujos), de animar las formas con un dinamismo interior hasta constituir la materia misma (arcilla, yeso, granito o arenisca) en vehículo de la acción. Modelando con suave temblor existencial o desbastando la piedra, Michelena consiguió jerarquizar, además, los temas sociales, al hombre humilde y trabajador hasta encontrar la poesía en los seres cotidianos para otorgarles la dignidad de convertirse en protagonistas de la Historia. Y el escultor y el hombre militante, no se equivocaron. N. D. M. *

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