Los olvidados (4): escultor Salustiano Pintos

Entre los pocos escultores nacionales valiosos del siglo pasado, Salustiano Pintos se singulariza con características propias completamente diferentes a la tradición seguida por sus colegas.

Juan Manuel Ferrari, el iniciador, a principios del siglo XIX (que también integra el amplio círculo de olvidados), José Belloni, José Luis Zorrilla de San Martín, Antonio Pena, Pablo Mañé, Eduardo Yepes, Germán Cabrera, Nerses Ounanian, Alfredo Halegua, Francisco Matto, Guillermo Rivas Zucchelli, Agueda Dicancro, Ricardo Pascale y Octavio Podestá, configuran un elenco restringido de escultores con obras repartidas por parques, plazas y calles montevideanas, a los que habría que agregar a Gonzalo Fonseca, Juan De Andrés y Pablo Atchugarry (en parte Halegua), que realizaron su obra y residieron (y residen), en el exterior. Son profesionales de la escultura, aunque otros, provenientes del campo pictórico, incursionaron esporádicamente y dejaron testimonios importantes (María Freire, Mario Lorieto, Manuel Pailós). Los une, más allá de las diferencias de estilo y épocas, la formación académica en centros específicos, la frecuentación de museos y exposiciones dentro y fuera del país, eso que en fin constituye la cultura institucionalizada y aceptada.

Salustiano Pintos (1905-1975) es de otra estirpe. Se distancia de los demás por su origen y por el recorrido que le dio a su trayectoria creadora. Se acerca a Lucho Maurente, el pescador de La Paloma, a Cyp Cristiali y a Magalí Herrera, ese breve núcleo de artistas naïves o primitivos, surgido al margen de la cultura oficial que tuvo Uruguay y que han sido poco estudiados y exhibidos. Nació en Yerbal Patos, Brasil, y al año ya estaba radicado en Melo. Hombre de campo, fue a la escuela hasta quinto grado, no reveló especial dedicación hacia el dibujo pero sí le interesó escribir décimas y recitar. Sabía de memoria el Martín Fierro y con una entonación vocal que provenía de una personalidad campechana, efusiva y de gestos amplios, entretenía a sus ocasionales contertulios con regocijantes anécdotas y cuentos. Entró en la escultura por casualidad, y en plena adultez, como buen autodidacta. Un buen día, al realizar una tarea rutinaria, partió dos piedras y al observar el resultado se le ocurrió continuar con la accidental forma y así, por sustracción de la materia pétrea, empezó el tallado. Nunca más abandonaría el oficio de esculpir. El granito rosado y la madera de eucalipto serán los soportes exclusivos para realizar las esculturas, así como la lectura de algunos textos de Joaquín Torres García.

Al principio, ya cuarentón, comenzó a pergeñar piezas figurativas, máscaras o cabezas de talante precolombino que derivan en descomposiciones geométricas, formas rectangulares y cuadradas, de límites irregulares, que se enciman unas a las otras. Predominan durante la década del cincuenta y hasta obtuvo un primer premio en el Salón Nacional de Bellas Artes de 1955. Unos años más tarde, alternando su actividad de funcionario público, explora las posibilidades de la madera y comienza un ciclo de mayor interés, con la técnica perfeccionada. Aprovechando los nudos y vetas del eucalipto, conservando por momentos trazos de ritmos orgánicos, el cuchillo y la gubia van diseñando globulosas estructuras de carácter expansivo entre las cuales circula un vibrante espacio que las tortura y las acaricia, sensualizando y erotizando las pulidas superficies cóncavas y tornando patética la rudeza de sus concavidades. Un barroquismo exaltado, por momentos asfixiante, unifica la composición volumétrica, donde se advierten ecos de influencias del Lejano Oriente, en un período en que el arte abstracto acepta y potencia las vanguardias niponas.

Salustiano Pintos amistó con los grupos renovadores del arte nacional, en particular con Américo Sposito, su conterráneo, y conquistó con su simpatía a exigentes estratos culturales de Punta del Este y Montevideo. En efecto, su primera exposición individual tuvo origen en una invitación del Centro de Artes y Letras del balneario esteño y luego en su homónimo (pero nada que ver) de la capital en el año 1962. Se radicó en Montevideo un año después, intervino en numerosas colectivas (bienales de San Pablo, salones municipales y nacionales donde obtuvo importantes premios, en la de Escultura al Aire Libre en el parque Roosevelt, cuya obra, un elevado totem, se instaló en el Parque de Esculturas del Edificio Libertad). Depositó una obstinada pasión en el acto de esculpir, tratando de extraer de la dura materia (piedra, madera) la energía latente en su interior, con vigorosos hallazgos expresivos hasta trasmitir el poder de la naturaleza dominada por el creador. N.D.M. *

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