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Julián: el diablo en el pelo

Como si el derecho internacional hubiera sido groseramente conculcado de un mero plumazo, la guerra se ha transformado nuevamente en el vehículo idóneo para dirimir las diferencias y conflictos políticos, económicos, étnicos y religiosos.

Hoy observamos con estupor aunque no con sorpresa, que se está desmoronando la tesis sustentada por las potencias coloniales para justificar la alevosa agresión imperialista contra el martirizado Irak.

La propia opinión pública norteamericana  manipulada por la mentira de los halcones de las multinacionales del petróleo y la industria armamentista  comienza a asumir que ha sido vilmente estafada. Las denunciadas armas de destrucción masiva que presuntamente amenazaban a Occidente, parecen ser una mera fantasía.

No obstante, esta es apenas una de las tantas paradojas que gobiernan este mundo contemporáneo estremecido por incertidumbres, perplejidades, fundamentalismos laicos y redivivos oscurantismos.

Hay contrastes más absurdos y desmesurados que agravian nuestra conciencia, como la muerte por desnutrición de niños uruguayos recién nacidos, en un país con riquezas naturales suficientes para alimentar varias veces a su cada vez más exigua población.

Estos desgarradores cuadros sociales nos convocan a reflexionan en torno a recurrentes eufemismos, como la denominación de «países en desarrollo» o «emergentes» para identificar a naciones que han iniciado un riesgoso proceso de retroceso, que confiamos no se transforme en irreversible.

Este fenómeno, fruto de cuarenta años de dependencia y gobiernos genuflexos ante el poder, ha coadyuvado a generar una suerte de descomposición social.

Hoy la familia, otrora considerada un inamovible pilar de nuestro tradicional estilo de vida según el discurso de los voceros oficiales, se debate en una devastadora crisis de desintegración.

Varios factores confluyen en esta dramática situación: la alta tasa de desocupación, la emergencia habitacional, el hacinamiento, la pobreza, la deserción escolar, la modificación de los roles y la consiguiente pérdida de referentes.

El descalabro de la familia como organización nuclear ha degenerado, a su vez, en una profunda crisis de identidad. Eso pone en jaque, naturalmente, los tradicionales valores intrínsecos a nuestra condición de uruguayos.

Aunque la solidaridad sigue siendo una barrera de contención a la injusticia social, es inevitable que el desastre se proyecta al conjunto de una sociedad que ha perdido el rumbo.

Al no existir un proyecto de país que genere mínimas condiciones de confianza, el futuro se torna cada vez más sombrío e incierto. El tejido social se desgarra y una sensación de desamparo nos invade, cuando un niño debe mendigar para alimentarse o una madre se prostituye para sobrevivir o garantizar el sustento a sus vástagos.

La tan mentada tolerancia que se proclama desde tiendas oficialistas cuando se pretende penalizar los «escraches» u otras modalidades de protesta pacífica, es crudamente desmentida por el cotidiano cuadro de la realidad.

Otro tanto sucede con las denominadas minorías, que siguen padeciendo despiadadas formas de exclusión que las condenan a vivir virtualmente al margen de la sociedad.

Más allá de la mera teoría, las supuestas normas destinadas a combatir toda forma de discriminación, sólo se aplican cuando la víctima es un grupo de presión con poder económico e influencia política suficiente para incidir en las decisiones.

La mujer, pese a que ha asumido todos los roles del hombre, sigue padeciendo situaciones de injusticia social, económica y laboral. Otro tanto sucede con la situación de postergación de la comunidad negra, pese a que se siga afirmando enfáticamente que en nuestro país no existe el racismo.

Las minorías sexuales no son ciertamente una excepción a una regla no escrita pero siempre silenciosamente acatada. Tanto los homosexuales como las lesbianas aunque puedan ser más tolerados que en el pasado remoto, aún soportan expresiones de rechazo y no existen normas que realmente les amparen en sus derechos a convivir en armonía.

El conjunto de estas situaciones nos permite reflexionar que no existe uno sino varios países, que conviven paralelamente en el mismo espacio geográfico.

Es evidente que no todos los uruguayos comparten los mismos privilegios ni gozan de las garantías ciudadanas que la Constitución y la Ley les asigna, en lo relativo a la igualdad de oportunidades económicas, laborales y culturales, el acceso al trabajo, la educación, la salud, la pública difusión de sus ideas y, en definitiva, la dignidad.

Hay una visible fractura social que alimenta la generación de grupos humanos fuertemente compartimentados, que luchan por sobrevivir en una democracia grotescamente devaluada y cuestionada en sus propios principios éticos.

En «Julián: el diablo en el pelo», el escritor uruguayo Roberto Echavarren ensaya una aguda radiografía de los hábitos, costumbres, tabúes, prejuicios, cuadros de marginación e incertidumbres de la sociedad uruguaya del siglo XXI.

Conviene advertir que esta es una novela controvertida, que explora sin eufemismos algunas de las cuestiones y conflictos más urticantes de nuestro tiempo, con un lenguaje a menudo descarnado y sin concesiones.

Sólo una minuciosa investigación de ambientes y personajes trasladados por el autor a la ficción literaria, puede lograr retratar con tanta fidelidad las diversas subculturas que conviven en el mismo espacio físico de una sociedad que  en su mayoría  permanece aferraba a una moral unívoca y excluyente.

Se podrá disentir con el comportamiento de algunos de las criaturas humanas incluidos en este relato. Sin embargo, más allá de comprensibles actitudes de rechazo, es evidente que las situaciones descritas deben convocar a una profunda meditación.

El personaje central de esta novela es un joven extraño, andrógino y marginal, que vive según sus propios códigos reñidos con las convenciones sociales y morales explícitamente proclamadas por las mayorías.

Es homosexual y asume su condición de tal sin mayores traumas ni conflictos emocionales, aunque le cueste adaptarse a una comunidad que naturalmente le segrega. Para ello, se refugia en un submundo donde conviven la trasgresión, la droga, el alcohol y muchas prácticas consideradas como inmorales.

Ello naturalmente lo condena a la marginación. Se cobija bajo el manto de la noche, donde viven, aman y sienten muchos individuos igualmente expoliados que aspiran a ser aceptados tal cual son.

Con trazo elocuente y deliberadamente explícito, Echavarren viaja imaginariamente por esos caóticos paisajes ciudadanos, donde va descubriendo que el protagonista de esta historia no está solo en el mundo.

Un hombre maduro pero también desprejuiciado y rupturista, se siente inmediatamente fascinado por ese pasional mancebo que salta de alcoba en alcoba, pero no parece sentir afectos. Quizás sea su propia condición de excluido la que le induce a asumir una actitud de defensa ante todo lo que le rodea.

La descripción física y el origen del extraño personaje de sexo indefinido, es también una suerte de metáfora. Ese Julián de rasgos y poses femeninas, es realmente un descendiente de la antigua nación charrúa, despiadadamente exterminada por la traición e ignominia en el histórico genocidio de Salsipuedes.

Insólitamente, uno de los autores de la masacre es homenajeado por el nomenclátor ciudadano como si se tratara de un héroe, en lo que constituye un cabal testimonio de la cultura de encubrimiento y deliberada amnesia que suele caracterizar al ser nacional.

Su origen está ligado a un destino trÃ
¡gico y él lo sabe. Por ello, opta por no aferrarse a nada ni a nadie, viviendo el presente a su modo sin un proyecto de futuro.

La historia de este joven es  paralelamente  un espejo del propio mestizaje de una sociedad uruguaya fuertemente atravesada por una línea divisoria entre privilegiados y postergados, ricos y pobres, aceptados y rechazados. No se trata, obviamente, de un conflicto de naturaleza étnica sino ética.

La relación entre ese joven y ese hombre maduro que se encuentran circunstancialmente no tiene nada de ideal. Aunque ambos comparten placeres terrenos que les gratifican, hay algunas posturas irreconciliables que suelen enfrentarlos.

Obviamente, ese submundo minuciosamente radiografiado por el narrador, está poblado de otros personajes igualmente estigmatizados por la moral dominante que gobierna a la sociedad más allá de meras normas jurídicas.

El autor construye la arquitectura de su relato en ambientes a menudo sórdidos, donde la droga, el alcohol y el sexo desenfrenado no son meras prácticas, sino un auténtico estilo de vida y relacionamiento entre semejantes.

Esa aventura amatoria que une a ambos hombres es puesta a prueba por el mayor de ellos, que viaja a Córdoba por razones laborales. Su profesión es escribir libretos para teatro, lo que le permite mantenerse en contacto con una cultura del arte escénico que su circunstancial pareja no comprende cabalmente.

Sin embargo, aunque se obstine en huir de los paisajes urbanos montevideanos rumbo los paradisíacos parajes naturales cordobeses, el creativo siempre regresa urgido por el perentorio reencuentro con su amante.

La actitud de este personaje es también una metáfora de la soledad que debe soportar un hombre ya maduro pero rechazado por su opción sexual y  en cierta medida  también de la cultura de propiedad privada. Vive abrumado por los celos por la vida libertina del joven, porque lo considera como algo propio que no desea compartir con nadie.

La vida de ambos es ciertamente un desafío, porque están compelidos a huir permanentemente al rechazo y la incomprensión. Buscan refugios lejos del mundanal ruido, cuando se trasladan a un agreste y salvaje balneario rochense, donde aspiran a gozar a pleno de la naturaleza y compartir su amor prohibido sin rendir cuentas a nadie sobre sus conductas.

En su prologado periplo de Córdoba, a Montevideo y a Punta del Diablo, esta pareja  que desafía a todo y a todos  recorre su propio derrotero existencial sin destino definido.

Roberto Echavarren confronta esos subyugantes paisajes nativos que garantizan la privacidad de sus personajes, con los turbulentos territorios urbanos de una Montevideo subterránea. Esas noches de sexo, amor y drogas tan bien descritos por el autor son parte de nuestra realidad cotidiana.

También en esos ámbitos tan peculiares es descarnada y evidente la pobreza, la desigualdad social y la degradación derivada de la marginalidad.

La radiografía se torna aún más descarnada y explícita, cuando el andrógino personaje ensaya un desinhibido soliloquio, en el que denuncia la doble moral de una sociedad que se alimenta del encubrimiento.

Cientos o quizás miles de respetables uruguayos, amparados en las sombras de la noche y la reserva, buscan sus «enganches» con pederastas profesionales. En ámbitos privados, desnudan sus cuerpos y sus inclinaciones que no osan confesar públicamente por temor al escarnio público.

Según el autor, la homosexualidad clandestina se proyecta incluso a integrantes de la propia Policía, que mientras combaten la prostitución gay negocian su propio placer y hasta practican el chantaje.

Esta es una novela polémica, que no aspira a panegirizar la homosexualidad sino a retratar  con lenguaje elocuente y directo  toda una subcultura humana que comparte los mismos espacios y paisajes ciudadanos con quienes tan tajantemente la rechazan.

La obra, narrada con pinceladas de intenso erotismo y hasta toques de humor, se erige en un devastador testimonio de una juventud inconformista y rupturista, que construye su propia moral y códigos de convivencia en una sociedad maniqueísta y fuertemente compartimentada.

(Ediciones de Trilce)

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