MEMORIA Y OLVIDO

Por Constanza Moreira | Politóloga. Universidad de la República. Este espacio fue ocupado desde 1999 por los fermentales análisis de Hugo Cores.

Ante su ausencia es cubierto por Constanza Moreira como homenaje a su memoria y aporte al colectivo.

¡Doy fe!

Yo estuve allí

Yo estuve y padecí

y mantengo el testimonio

aunque no haya nadie que recuerde

yo soy el que recuerda

aunque no queden ojos en la tierra

yo seguiré mirando.

No hay olvido, señoras y señores.

 

(Pablo Neruda: «Yo recuerdo», en «El ovillo de la memoria»)

En la semana que pasó tuvo lugar en Montevideo el Primer Encuentro de Museos de la Memoria del Mercosur. En diciembre del año pasado, se inauguró en Montevideo el Centro Cultural y Museo de la Memoria de Montevideo (MUME), en la vieja casona de Santos. Participaron en este encuentro argentinos, chilenos, peruanos, catalanes y brasileños. Trajeron consigo la experiencia de otros museos y centros de la memoria, que al igual que aquí, en otros países, se construyeron como una forma de recordar. ¿Recordar qué, para quiénes, para qué?

También este fin de semana el Frente Amplio logró un acuerdo para sumarse a la campaña de recolección de firmas por la anulación de la Ley de Caducidad, que por ahora, sin la movilización de las «bases» del FA, camina lentamente.

La pregunta: ¿Recordar qué, para quiénes, para qué?, no es ajena a la pregunta sobre la oportunidad o no de derogar la ley, algo que a la larga parece inevitable, aunque los uruguayos, siempre estamos recorriendo el camino más largo (el de la recolección de firmas y el plebiscito).

Los argentinos también hicieron un largo camino. En 1986 (al igual que en Uruguay) se aprobaron las leyes de punto final y obediencia debida. Ellos, al igual que nosotros, o los chilenos, fueron muchas veces ayudados por el activismo de los tribunales internacionales. Tuvieron ayuda «desde afuera», para el propio rescate de su memoria. Fue la Audiencia Nacional de España, que declaró que en Argentina había habido un «genocidio», mucho antes que se hubieran dado los primeros pasos para la derogación de las leyes de impunidad. Aun así, baste recordar que en 1988 se propuso la derogación de estas leyes y en 2001 el gobierno declaró la inconstitucionalidad. Recién en 2005 la Suprema Corte de Justicia la ratifica. En Uruguay, con la aplicación plena del artículo 4º de la Ley de Caducidad, en la actual administración comienzan a realizarse los primeros procesamientos. Pero será sólo con su derogación a anulación que este proceso podrá culminar.

La labor de quienes «recuerdan» (y el Uruguay tiene un inmenso testimonio de ello en las organizaciones de derechos humanos, en las manifestaciones artísticas, en estos «museos de la memoria») corre en forma paralela y entraña un trabajo de mayor aliento que el de la justicia. Ambas cosas van juntas. Las razones por las que se debe recordar y por las que se debe juzgar son análogas. No se juzga por venganza, ni sólo por justicia, también se juzga para recordar.

Para una buena parte de los jóvenes uruguayos, los que construirán la política del futuro, los juicios a los militares que se han llevado a cabo durante la actual administración, los han puesto en contacto con el pasado, en la misma o mayor medida que los libros, las películas, o los testimonios, donde muchas veces la atención evita detenerse (porque es doloroso, y el dolor se evita). Gracias a estos juicios, hoy estos jóvenes saben mucho más del pasado que antes. Ahora ven «en acto» su propia historia: en cada juicio, en cada procesamiento.

Como señaló alguien en el seminario, el ejercicio de la memoria es una forma de luchar contra la «historia oficial». Ella cuenta que el Uruguay era un país pacífico y tranquilo, hasta que apareció un grupo armado, que convocó a los defensores del «orden» a tomar las armas para combatirlos. Después, al parecer, cometieron «excesos». Pero, ¿era un país tranquilo y pacífico? Los testimonios de la memoria no dicen esto.

Un documental exhibido en el seminario muestra las peripecias del fotógrafo Aurelio González por recuperar los archivos fotográficos de El Popular, escondidos en el edificio donde el diario funcionaba, a poco de llegar la dictadura. El fotógrafo estuvo nueve años exiliado y volvió en 1985 a buscar esos archivos. Pero el edificio había sido remodelado y las latas con los negativos habían quedado sepultadas detrás de la pared de un garaje. Un muchacho de sólo trece años las encontró. El testimonio del muchacho es impactante: se dio cuenta de que eran «cosas políticas» y de «aquellos años». ¿Cuáles eran «aquellos años»? No eran los años de la dictadura. Eran de antes, de mucho antes. Las fotos estaban llenas de jóvenes. Hombres y mujeres. Jóvenes apaleados en manifestaciones, jóvenes corriendo, jóvenes con pancartas. Los jóvenes, esos «apáticos políticos», como tantas veces ahora se los llama, fueron víctimas, aquí, en Argentina y en Chile, de una intensa y generalizada represión. Cualquiera que haya visto las fotos de desaparecidos, presos, torturados, lo verá con claridad: ¡Eran jóvenes!

La memoria, no es sólo la memoria del horror. Es la memoria de las luchas y la memoria de la esperanza. Esos jóvenes, no sólo eran perseguidos por la Guardia Metropolitana; también eran jóvenes que manifestaban y salían a la calle por algo. ¿Qué? Recordar este «qué» también es importante. El precio fue muy alto como para no recordarlo. Así, la razón por la que es importante mirar el pasado, es porque hoy, en cada juicio, los jóvenes se encuentran con su pasado; con esos otros jóvenes, que fueron torturados, encarcelados, desaparecidos, pero también con esos jóvenes que cantaban, hacían manifestaciones y se reunían a discutir el futuro del país en cada esquina.

Una función del terrorismo de Estado es «borrar» la memoria: no sólo desaparecen las personas, también desaparece la memoria. Pero lo característico del hombre es la memoria colectiva. Esa trasmisión de generación en generación es lo que construye lo específicamente humano: la cultura. ¿Cuál es el pasado que se niega? Para quienes fungieron de represores en ese pasado en los países del Mercosur, hay razones claras para negarlo. Es un horror, y ¿quién querría ser parte de un horror, y correr además el riesgo de ser juzgados? Pero, ¿cuál es la necesidad de negar lo que pasó para las víctimas, para el resto? Alguien dio una explicación sencilla, en ese seminario. ¿Qué pasado se niega?, se preguntó la expositora. El del abuso, se respondió. Se niega el abuso al que fuimos sometidos en el pasado. Así funciona el olvido. No queremos recordar el abuso al que fuimos sometidos. Queremos «superar» esa fase.

Pero el olvido no existe; a la larga, todo se recuerda. El olvido consiste en empujar eso para atrás, para el fondo, donde nos duela menos, donde dejemos de verlo. Pero allí estará, siempre, agazapado. Por eso, como dice la canción: «hay que sacarlo todo afuera, para que adentro nazcan cosas nuevas».

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