A la cama con Trilce (*)

La enagua de seda

El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para terminar las carpetas que llevé anoche. Después de un largo viaje en ómnibus, entro al ascensor amarillento, abro la puerta del departamento, empujando un poco para que se destrabe del marco.

En el living hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de puntas redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también de madera, que se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un leño. Sin quitarme el sobretodo me acerco, escurriéndome entre las sillas y la cómoda (los muebles entran un poco apretados en el espacio reducido de la sala) y me agacho. Saco una pila de carpetas y, en vez de trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente, repasando una tras otra.

En el otro extremo, la puerta de calle se abre: seguramente mi mujer, pienso, y alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la mesa, entre la red que forman las patas de la mesa, y el mantel de puntillas que cuelga cerca de mi nariz .

Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de taco, cosa que me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas hasta las rodillas, hasta donde empieza el vestido color violeta que se pone los fines de semana. Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer. Ahora sí la puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de posición: mi mujer queda apoyada contra la puerta.

Una mano aparece desde el borde de la mesa y el mantel, baja, alza el vestido violeta de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la vez con ternura y violencia, con apremio y calma. Se oyen los jadeos de mi mujer, largos y profundos al principio, entremezclados con algo que es como el principio de una palabra dicha entre dientes, que no llega a concretarse y que al fin se resuelve en un «aahh» ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto a subir por debajo del vestido de la mujer, y ahora le veo las piernas perdiéndose hacia arriba, con medias largas, color carne.

De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del hombre vacilan un poco. Lo que ella hace es retroceder de espaldas hasta la mesa, para apoyarse, y arrastrar al hombre, tomándolo de la ropa, guiándolo.

Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas, que enmarcan las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún calzados. Las dos manos del hombre bajan lentamente las medias, mientras los pies de mi mujer, fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con un par de movimientos.

No he alcanzado a ver el rostro del hombre. Hay un susurro suave, las piernas de mi mujer se apoyan alternadamente: se está sacando o le están sacando el vestido, que cae, formando una mancha violeta en el piso.

Llama la atención que el hombre no se haya quitado el pantalón: la está acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y vuelve, se demora en el surco cálido y suave que las divide.

Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del hombre, o un leve crujido de la madera de la mesa que indicara que se recostaba sobre ella. Pero en cambio, cae de rodillas, y baja con decisión, pero con cuidado, el cierre del pantalón del hombre. Desde donde estoy no alcanzo a distinguir como surge su miembro porque mi mujer lo abarca con la boca casi antes de que salga, lo cubre, se mueve. El hombre le sostiene la cabeza tomándola del pelo y las orejas, como temiendo que se le caiga.

Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si su rostro fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de todos los días. Ahora mi mujer apoya la espalda contra el grueso trozo de madera y el hombre se arrodilla sacramentalmente, la penetra despacio al principio, luego con más violencia.

La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia, que parece brillar en la oscuridad de bajo la mesa. Ahora veo su rostro invertido, jadeante, levemente sacudido.

Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos entrecerrados, porque de pronto los abre. Debe verme también invertido, más allá de la oscuridad de bajo de la mesa, con el montón de carpetas sobre las piernas, sentado contra el trinchante, con el sobretodo puesto. Yo también la miro. Algo debemos transmitirnos que impide que la probable sorpresa se traduzca en terror. Lentamente mi mujer vuelve a entrecerrar los ojos, y ni siquiera puedo inventarle una sonrisa en los labios, que reciben con blandura los del hombre.

Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi desesperarse, rozar la violencia. Mi mujer lo abraza también con ansiedad, por un instante han quedado separados. Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de mi mujer a toda la mesa, haciendo que se agite la punta del mantel que tengo ante los ojos. Llegan al clímax con rapidez, jadeando juntos, con un grito final de agonía y triunfo. El hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos, los hombros. Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto. Miro entonces sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto, duro, y el izquierdo blando, derrumbado.

Siento mi miembro erecto aplastado por la pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre angustioso y gratificante, retenido.

La mano del hombre, que vuelve a acariciar y después a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena contra el blanco purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el cuerpo.

El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar con los brazos los dos pilares de la U de madera, y resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve obligada a cerrarlos cuando ambos llegan, por segunda vez, al orgasmo.

De pronto el rostro de mi mujer sufre una transformación horrible; recobra en un segundo los rasgos cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta acariciarle la espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar a nuestros hijos a la Escuela.

Una de las manos del hombre baja despacio y alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en Harrod’s para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela, pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano se sube primero los pantalones y toma después su ropa.

Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos, Nuevamente les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose taconeando hasta perderse cortadas por el borde de la puerta que da al pasillo.

Por un instante las piernas de los dos reproducen con perfección la posición de cuando entraron y entonces escucho el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al cerrarse, y los pasos que se alejan hacia el ascensor.

Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.

(*) Trilce Ediciones, «Cuentos de nunca acabar». Benedetti, Zitarrosa, Butazzoni y otros. Extracto de «La oscuridad bajo la mesa.

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