A los 10 años de la muerte del coronel Pedro Montañez

GERONIMO CARDOZO*

 

Lo conocí a don Pedro por el año 66 o 67. Nos presentó un oficial de la Fuerza Aérea que –como yo– prestaba servicios en el Comando General. El comentario sobre la indignación que había causado entre varios jefes la incorporación de un sargento de la Misión de la Fuerza Aérea norteamericana a las reuniones de los subjefes del Estado Mayor, distendió la disciplina, y la conversación sobre la situación de dependencia del arma derivó en el análisis y coincidencia sobre los temas nacionales. En uno de nuestros encuentros me presentó a Montañez, por quien sentía un gran respeto y admiración.

La solidez de sus convicciones, su bonhomía, su forma llana, transparente y didáctica de comunicarse hicieron que me sintiera muy cómodo conversando con él. Fue un gran apoyo ético en años muy difíciles, en un país que se deslizaba inexorablemente a situaciones de enfrentamiento y de creciente autoritarismo. Constantemente se preocupaba en señalar, casi con el fervor de una prédica, que el respeto y la defensa de la Constitución debería ser una preocupación constante, y que en particular las FFAA, por ser depositarias del poder de las armas, deberían esforzarse más que nadie por que la voluntad popular libre y soberanamente expresada fuese respetada.

Su estilo modesto y campechano albergaba una conciencia sólida y una amplia cultura que contrastaba con la general de sus camaradas. Aún sus rivales ideológicos lo apreciaban y lo respetaban.

Le gustaba «prosear» y lo hacía sin prejuicios y con desprendimiento de lo personal. Me parece verlo llegar con su vieja camioneta Fordson del 38 o por ahí sonriendo, sobando sus mostachos, con el botón de la camisa prendido si la cosa era formal, pero nunca de corbata. La aceleración de los acontecimientos incentivó nuestros encuentros, y fueron decisivas sus opiniones, que agradezco profundamente, para reafirmar mi vocación democrática ligada a la defensa de los intereses populares y edificada a partir de la consolidación de un pensamiento artiguista que fuimos masticando entre prosa y prosa.

De esa forma, cuando tuvimos que tomar posición, lo hicimos de acuerdo con nuestra conciencia y con definida vocación antigolpista. Y don Pedro siempre estuvo a nuestro lado en los momentos difíciles y en los de euforia, hasta que la represión nos separó. Fuimos detenidos primero los de la Fuerza Aérea; don Pedro lo fue después. Pasados unos meses, ya en libertad condicional, nos volvimos a encontrar. Su situación era mucho más compleja y comprometida, y ni la más optimista de las opiniones se atrevía a asegurar que lo dejarían permanecer en libertad.

En 1976, semanas antes de que el general Seregni fuera detenido nuevamente, hablamos largamente sobre el tema. Le di mi opinión de que debíamos pensar en salir del país, la situación empeoraba día a día, y de poco serviríamos presos, si es que lográbamos sobrevivir. Me prometió pensarlo y contestarme a los pocos días. «Ustedes tienen libertad de acción» me dijo; «el general dice que para luchar por el pueblo hay que estar junto a él, yo me quedo».

Exilio y cárcel. Nos encontramos nuevamente «el día después» y él como en la célebre anécdota continuó como si hubiera sido ayer cuando nos separamos. No lo doblegó el encierro ni la tortura; sus carceleros se equivocaron. Siguió hasta el día, mejor dicho hasta el mismo momento de su muerte, firme en sus convicciones, su entrega y su prédica. Estuve a su lado pocas horas antes; estaba con su cuaderno de apuntes y me pidió unos materiales para preparar un trabajo para el CEEU (Centro de Estudios Estratégicos del Uruguay), que junto a otros apreciados camaradas había fundado.

Como siempre, no estaba pensando en él, estaba construyendo para el futuro.

* Capitan aviador retirado

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