Nostalgias. Recordando viejos tiempos de persecuciones y exilios

El Residencial Gorlero o la historia de un pionero de la hotelería puntaesteña

Para ese entonces Juan Carlos Morelli y su mujer, Juanita, llegaban a Uruguay perseguidos por el peronismo, junto a la mayor parte del equipo del gobernador de la provincia, Domingo Mercante.

El gobernador ­número dos en todo el proceso de acceso al poder del peronismo­ había cometido el delito capital, el pecado por el cual fueron echados Adán y Eva del Paraíso: pretender ser el candidato de alternativa al propio Perón.

Su equipo empezó a ser decapitado y llegaban a Montevideo ­patria de alternativa­ unos disfrazados de cura (como el constitucionalista Dr. Arturo Sampay), otros bajo el asiento de una barcaza que atravesaba el Tigre, una noche de tormenta, (como Juan Carlos Morelli).

En Buenos Aires quedaron Juanita y sus hijas, arrepechando. Vendió la casa, remató los muebles, guardó en casa de amigos y parientes cajas y cajas de papeles, libros y objetos personales ­soñando siempre con poder volver algún día­ y se escapó por la frontera con Paraguay con su pasaporte de española, en el que anotó a sus dos hijas como soltera.

El dinero de estas ventas apuradas lo depositaron en la financiera de un amigo: Don Modesto Sagasti, que por entonces tenía una mueblería en Buenos Aires.

Los hermanos Sagasti, unos años antes, habían hecho una importante inversión en Punta del Este instalando el Hotel y Casino Nogaró.

Una vez reunida la familia había que empezar de nuevo.

Sagasti ­cuyo negocio también estaba afectado por la falta de turistas argentinos­ les propuso entregarles un edificio, frente a las vías del ferrocarril, donde estuvieron las habitaciones de servicio del Nogaró.

Durante un tiempo esa vieja casona a la que llamaban el «Rancho Grande» había sido administrada por Doña María, quién luego se hizo famosa por sus lasagnas y sus pastas caseras.

Los Morelli pensaron «más vale pájaro en mano que cien volando», y firmaron.

Así empezó la historia.

Cuando vinieron a ver la «propiedad» Juanita casi se desmaya. Eran 24 habitaciones enormes, en dos pisos, con baños de uso común en el medio y una cocina negra de hollín.

Pero igual se instalaron y empezaron a hacer funcionar el negocio como pudieron.

El nombre del hotelito cayó de su peso. No había ningún negocio con el nombre de la calle principal. ¿Qué mejor promoción?

La primera reforma fue tirar abajo la cocina y hacer una entrada digna. Un pequeño hall y, debajo de la escalera la cabina con el único teléfono, donde los clientes hacían colas para llamar, larga distancia y por telefonista, a Buenos Aires y Montevideo.

La siguiente fue abrirle una puerta a las habitaciones que lindaban con los baños para tener al menos cuatro con baño privado.

Los primeros clientes fueron los amigos, muchos de ellos exiliados, primero del peronismo y luego de la Libertadora. Arturo Jauretche tiene varias crónicas firmadas en el Residencial Gorlero y los historiadores se devanan los sesos pensando si era una guiñada del notable crítico social y político, o un lugar imaginario al estilo de la Santa María de Onetti.

También llegaron los amigos nuevos, los periodistas uruguayos, como Horacio Garderes, o Polo Risso, de la librería Linardi­Risso de Montevideo. Juanita era poeta, periodista y escritora, y Juan Carlos publicista y político, hijo de un periodista blanco que se exilió en Argentina en 1904 con Constancio C. Vigil y otros colegas.

El ambiente de intelectuales, poetas, escritores, periodistas y políticos tramando revoluciones, le empezó a dar su personalidad.

Vinicius de Moraes se tomaba una botella de whisky en la hamaca del jardín antes de salir a hacer su show en el salón de atrás, de la confitería La Fragata.

Poco a poco, con las ganancias del verano, fueron haciendo reformas. Primero fue un baño en una de cada dos habitaciones, convirtiéndolas en «departamentos» ideales para una familia. Luego una ampliación en el patio trasero que hasta hoy es llamada «la parte nueva» y finalmente todas las habitaciones quedaron con baño privado.

Juan Carlos había sido director de Turismo en la Provincia de Buenos Aires, gestionando las políticas de turismo social del peronismo junto a los sindicatos y creando nuevas iniciativas como el Municipio de la Costa (que agrupó a varios balnearios chicos que solos no podían hacer promoción) y fundando la Casa de la Provincia en Buenos Aires, entre otras cosas.

En 1950 fue nombrado director del Hotel Provincial de Mar del Plata, una obra monumental de las que caracterizaron el período. Esa experiencia la aplicó en el Gorlerito: personal uniformado, impecable, que tenía prohibido gritar por los pasillos y debía tratar de usted a todos los clientes; colchones Pullman, de resortes, sábanas y toallas de buena calidad, blancas, con las iniciales RG bordadas en azul.

El desayuno era al mejor estilo de la época: con servicio a la habitación, el café y la leche en sus propias jarras, tostadas, medialunas, manteca y dulce, un lujo en aquel entonces.

A la tarde las mucamas secaban los baños y abrían las camas. Si era necesario también cambiaban las toallas.

La ecuación de combinar el servicio de un 5 estrellas en un residencial que hacía equilibrio por no convertirse en pensión fue un éxito, como las posadas de Brasil o los bed and breakfast de ahora.

A pesar de tener la vía del ferrocarril enfrente, se llenaba y la gente empezaba a reservar en agosto para no quedarse afuera.

Tal llegó a ser la fama del Gorlero que los periodistas de sociales iban a ver, en la planilla que había junto al único teléfono, quién estaba alojado.

Una vez una señora, muy ofendida, le dijo a Juanita: «Pero yo soy fulana de tal, hija de tal y cual», como si la cantidad de apellidos pudiera influir para tener una habitación en el hotel.

El Gorlero, como todo negocio familiar, fue siguiendo la vida de los Morelli.

Cuando empezaron y las nenas eran chicas, armaron un comedorcito con comida sencilla para los hijos de los clientes, que más o menos estaban todos en esa edad. Los dejaban con una niñera compartida y los matrimonios se iban de parranda, al casino, a cenar por ahí o a bailar a La Foca loca en la playa Brava.

De vez en cuando los Morelli preparaban un chupín de pescado o mejillones a la provenzal, con clericó, y casi todos los clientes estaban invitados.

En el escritorio de Juanita ­que fue la que siempre manejó el hotel­ había varios cuadros «canjeados» a amigos pintores y una botella de whisky celosamente guardada junto a la caja fuerte.

Cuando algún cliente­amigo llegaba, mientras el cadete lo ubicaba en la habitación los Morelli compartían un whisky y añoranzas de la patria lejana y los amigos que habían quedado en la otra orilla.

Los años pasaron. Las chicas fueron adolescentes y también, claro, los hijos de los primeros clientes, entonces el hotel cambió.

Se suprimieron el comedor infantil y la niñera, claro. Pero ahora las madres ­amigas de Juanita o clientas habituales­ le decían: «Yo dejo ir a la nena con sus amigas a Punta del Este si va al Gorlero; a otro hotel no la dejo ir».

Juanita contestaba: «Dentro del hotel van a estar cuidadas como en tu casa, pero después, lo que hagan fuera del hotel…»

Los llamados de las chicas le ponían las orejas coloradas: «Por favor, Juanita, consígame lugar aunque sea compartiendo, sino mamá no me deja ir.»

Así se fue armando un hotel de juventud.

Los departamentos, antes familiares, eran compartidos por cinco o seis chicas que se agrupaban para que les saliera más barato. También la consigna corría para los varones, pero con ellos el problema de los padres era controlarles el dinero, así que se lo daban a Juanita que, rigurosamente, les daba tanto por día.

El hotel era muy divertido. No había noche que no le tocara cama turca a alguno.

Jauretche ­que siguió siendo cliente del hotel toda la vida­ decía que para él el gran programa era sentarse en el hall a ver pas
ar las chicas cuando salían a la noche: un desfile de modelos gratuito.

Afuera los coches hacían cola para ir a buscarlas. Y no hay varón que haya veraneado siendo joven, en esa época, que no hubiera estado interesado en alguna de las famosas chicas del Gorlero.

La paternidad ampliada que ejercían los Morelli tenía sus responsabilidades, desde comprarles buscapina a llamar al médico si alguno se sentía mal. Lo peor fue cuando uno de los muchachos murió en un accidente automovilístico.

El tiempo pasó.

Los jóvenes se casaron, algunos entre ellos, el de la 24 con la de la 32, por ejemplo.

Tuvieron hijos y el hotelito volvió a adaptarse; los apartamentos volvieron a ser familiares.

Los Morelli ya estaban cansados, cumplían los 70, y se mudaron a un apartamento. Ya no era lo mismo el hotel sin ellos. El personal empezó a jubilarse.

Cuando esta segunda generación de niños creció ya los padres los dejaban venir solos a Punta del Este, alquilando apartamentos compartidos.

Entonces empezaron a venir los abuelos, con bastón, y a veces en silla de ruedas.

El hotelito dejo de tener jardines donde la gente mayor podía resbalarse los días de lluvia y en su lugar construyeron terrazas tapizadas de lajas.

Cuando Juan Carlos estaba por cumplir 80 Juanita se quedó en casa escribiendo poemas y visitando a las hijas, y él se hizo cargo del hotel.

Todavía llegaban periodistas que, compartiendo ese famoso whisky en el escritorio, terminaban como entrañables amigos.

Uno de ellos, Orlando Barone, enviado por «Clarín», hizo las notas más impactantes de su cobertura con las historias que contaba Morelli, llenas de picardía, mostrando la otra cara de la verdad instituida, sazonándola con algo de su propia cosecha y finalizando con la frase: «Amigo, así se escribe la historia».

Juan Carlos murió a los 82 años y atendió el hotel hasta el último día, aunque ya la ausencia de las hijas y de los amigos lo hacían aburrido.

Al cumplir 89 años, Juanita finalmente lo cerró y le alquiló el local a una universidad.

Este año cerraron la institución y el edificio que tantas historias, risas y amores guarda en sus paredes, será demolido para vender el terreno.

El último capítulo de esta historia tenía que terminar así. No hay, ni habrá, otro Gorlero, como nunca más Punta del Este volverá a ser el de entonces.

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