ARTE

Circularidad en la obra de Damiani

 

«Se ha convertido casi en acusación tópica contra la historia del arte el que sólo se fija en buscar influencias y que con ello pierde de vista el misterio de la creatividad. Pero no tiene que ocurrir esto necesariamente. Cuanto mayor conciencia adquirimos del tremendo tironeo que arrastra al hombre a repetir lo que ha aprendido, tanto mayor será nuestra admiración por los seres excepcionales que consiguieron exorcizar aquella magia y realizar un avance importante del que otros pudieron partir». (E. H. Gombrich, en Arte e Ilusión). En Aspectos de la literatura gauchesca, Jorge Luis Borges recordaba una frase del pintor Whistler (con variaciones la pronunciará Picasso) cuando le preguntaron acerca del tiempo que empleaba en ejecutar un cuadro, respondiendo que toda la vida. Y agregó el escritor argentino: «Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó. De esa correcta aplicación de la ley de causalidad se sigue que el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos». En pocas palabras, cualquier obra de arte incluye todas las que la antecedieron.

Es siempre conveniente escuchar las voces de la respetada sensatez. El legado de milenios y siglos se recibe sin ninguna advertencia, casi por ósmosis. La cultura es la lenta sedimentación del pasado, siempre actualizada por la sensibilidad del presente. La cultura es lo que queda cuando no queda nada, advertía el filósofo Max Scheler. Es decir, cuando se olvida (o se cree olvidar en la oscuridad del inconsciente) todo lo aprendido, las influencias directas e indirectas, las contaminaciones más visibles para iniciar el proceso de elaboración personal sin que por eso desaparezcan los resquicios de un lejano o cercano ayer que con imprudencia y sin pedir permiso puede emerger en los lugares y momentos más inesperados.

En la reciente exposición de grabados de Rembrandt en el Museo Nacional de Artes Visuales fue posible constatar, al recorrerla, y teniendo en cuenta los elementos iconográficos e iconológicos, las nítidas citaciones de Rubens, en primer lugar, Lucas van Leyden, Jacques Callot, su maestro Pieter Lastman, Rafael, Correggio y Tiziano; no obstante, se impone el inconfundible pulso del genio holandés en la metamorfosis permanente de las formas en función de pulsiones epocales, circunstanciales e individuales, que reordenan, otorgan nuevo sentido y significaciones innovadoras a los referentes múltiples. Al descubrir esas interrelaciones formales, en vez de disminuir al artista por un posible eclecticismo o una marcante influencia, se ilumina su capacidad de inventar lo desconocido a partir de lo conocido. El receptor tiene la gratificante sensación de recorrer una continuidad histórica renovada y rupturista a la vez, pautada con enérgica voluntad de autenticidad creadora, develando aquí y allá, en el tema, la representación o en aspectos técnicos, los vínculos sutiles con el pasado.

Jorge Damiani tiene, sin duda, conciencia de la diversidad de elementos que contribuyeron a su educación artística, aproximándose a algunos con mayor preferencia o empatía, aunque hay una sólida columna vertebral que sostiene su obra y es el arte peninsular italiano de todos los tiempos: Giotto, Piero della Francesca, Mantegna y Miguel Angel, personalidades visibles que le son familiares. Como lo son los representantes de los Valori Plastici o de la Pittura Metafísica del siglo XX, destacándose Mario Sironi, Carlo Carrà, Giorgio de Chirico y Massimo Campligli que se inspiraron en el glorioso pasado romano, de la misma manera que algunos colegas conocidos en la Academia de Brera, en especial Gianni Dova, con quien tendrá algunos puntos de contacto, o el conocimiento posterior de Antoni Tapies, que le hizo profundizar en la suntuosidad material abstracta. Así, a la firmeza del dibujo cerrado, plástico y sintético, de estricta prosapia florentina, donde la composición geométrica de cada elemento supone el dominio intelectual del mundo, Damiani incorpora la materia ricamente trabajada y espesa, extendida con el cabo del pincel o la espátula en un suerte de contrapunto entre lo lineal y lo pictórico, lo liso y lo rugoso, lo cerrado y lo abierto, tesis y antítesis, que se concreta en una síntesis de singulares características, intransferiblemente identificada con la impronta de Jorge Damiani.

Hay una necesidad de claridad formal y aun en el alejamiento del espacio perspéctico, por momentos sugerido por ocasionales líneas en fuga que no alteran la irrealidad ambiental, la sugestión delicadamente escenográfica del cuadro, la unidad del enfoque visual afirma la voluntad de afirmación plástica propia de los territorios clásicos, donde la duda metódica aparece excluida. No obstante, la irrupción de la encrespada materia y la riqueza tonal traen aparejada una dosis de insatisfacción romántica, un desasosiego emocional que nunca hará eclosión, como una herida abierta sin cicatrizar.

Lo curioso es constatar el recurso que utiliza Jorge Damiani para cada serie o período, esto es, rescatar lo pintado en los cuadros posteriores. El optimismo luminoso de Barcos (1958) reaparece con pesadumbre melancólica en Mirando al sur de 1995 y en La nave va de 1996, el título de la película felliniana con escenarios y decorados deliberadamente ficticios. Los navíos parten o arriban («Hombre libre, siempre preferirás el mar», poetizó Baudelaire), abandonan la orilla entre nubes y entre nubes vienen, despedidos o recibidos por personajes enigmáticos, la misma mujer semidesnuda de espaldas, dentro y fuera del cubículo, mientras siembra de otros objetos y seres simbólicos hasta incluir difundidos petroglifos, con la mediación de la arqueología regional, en un intento de prolongar lo más lejanamente posible esa visión abarcadora hasta desembocar en el conflictivo hoy. Los Paisajes compartimentados de 1970 y las Estancias después, fueron anticipados en La casona y Building, ambas telas de 1959, composiciones arquitectónicas planistas separadas de cualquier contexto urbanístico.

Si la semiótica, que estuvo de moda una década atrás, es la ciencia que estudia el modo como se produce sentido a través de los signos, la obra de Damiani habilitaría un análisis semiótico que llevaría hacia inesperadas interpretaciones. Es una incitante tarea a emprender y que, en todo caso, desborda el propósito original de este prólogo solicitado en un tiempo acotado y con la premura de siempre.

Por ahora, es conveniente anotar aspectos generales, comunes a los cuadros de Damiani a lo largo de medio siglo de realizados. Una lectura retroperspectiva constata la misma serenidad monumental que los atraviesa, el similar espacio surreal que los informa, la parecida férrea concepción arquitectónica que los unifica. Porque a la herencia de los clásicos italianos, al encerrar en una estática unidad la concepción del mundo y de la vida, Damiani agrega la compartimentación torresgarciana pero despojada de signos gráficos substituidos por fragmentos de objetos de talante escultórico en el quiebre de la racionalidad escindida que intenta en vano embretar los seres y las cosas, y apenas si conserva fragmentos de los mismos, acentuados en el patetismo contenido por el color terroso y la aspereza matérica. El dramatismo que informaba a las primeras figuras y retratos impositivos, visitados por una muerte agazapada, presentida o inminente, por una angustia existencial sin atenuantes, se transforma en el suave desencanto de la madurez.

Bruscamente, ante el imperio de las circunstancias actuales que afligen a la sociedad uruguaya, esas imágenes adquieren un tono profético, imágenes del desarrai
go y de la emigración, de la resignada mansedumbre ante la incerteza del porvenir, estampas de un país suspendido y a la espera, entre despedidas de anónimos viajeros, como lo fue el mismo pintor, nacido en Génova y en la errancia de su vida acompañando en sus giras al padre, el famoso tenor Víctor Damiani, yendo del campo a la ciudad, de capitales sudamericanas a europeas y estadounidenses, en un nomadismo que caracteriza a la civilización globalizada y que el artista descubrió no sin cierto asombro.

Pero lo interesante es comprobar la circularidad en la producción de Damiani, el retorno permanente a los planteos de juventud, etapa en que se codifican los componentes de la personalidad, recuperados con el espesor expresivo de un adquirido virtuosismo técnico y de una vida intensamente vivida.

Hay una fluidez entre las disímiles etapas, delicados deslizamientos, nada traumáticos ni violentos, entre la representación y su ausencia. La alternancia está gobernada por la clara personalidad de Damiani en una constante actitud dialógica. La apariencia sugiere distancia y ensimismamiento que se disuelve en su reveladora, cálida relación como pedagogo formando alumnos que luego se distinguieron como brillantes creadores y en su relación con las obras de arte desde su puesto en la principal pinacoteca del país.

Ese intercambio con los seres y las obras le dio un sitial privilegiado de actor, espectador, interventor y creador en un medio cultural sin especialistas con la capacidad necesaria para otorgar sentido a una exposición o encaminar sin imposiciones a un alumno. Más aun, mantener a lo largo de medio siglo el ímpetu creador como pintor y ofrecer la gratificante sensación de la durabilidad del acto de pintar.

De lo global a lo particular, de la intemporalidad a lo efímero circunstancial, de la totalidad formal al fragmento, de lo figurativo a lo abstracto, la pintura de Damiani establece siempre un equilibrio inquietante entre la universalidad del sereno idealismo clásico y el apego a la crispada realidad nacional, a la infinitud del paisaje solitario (que Figari adelantara) que se convierte, por la imaginación del artista, en una iconografía inventada junto con la invención permanente de la pintura misma. *

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