Un intransferible fragmento de la cultura ciudadana que sobrevive a la crisis

Fun-Fun cumple 105 años

No sé si por entonces conocía bien el significado de aquello que dice el tango: «de chiquilín te miraba de afuera», pero en los vaivenes de mi memoria, recuerdo cuando entré por primera vez a su local, casi a fines de la década del cincuenta, en el viejo mercado. Estaba emplazado sobre una de las puertas de la calle Juncal, entre un almacén de frutas y verduras y un comercio dedicado a la venta de quesos y fiambres. Pero… ¿quién me asegura que era así?

Allí tomé por primera vez su famosa uvita, acompañado de mi padre, quien me acercó hasta su viejo mostrador de estaño y me contó parte de su historia y de los personajes que se «acodaron» en ese mismo sitio donde ahora estábamos ubicados. Recién salido de mi adolescencia, el mundo era muy joven y este hecho fue una de mis inolvidables experiencias, después vendrían otras.

 

Del Montevideo de ayer

Cuando derribaron, a comienzos de los años sesenta, el viejo Mercado Central, y luego construyeron el actual, el Fun-Fun comenzó a cambiar de lugar físico, pero siempre dentro de la misma manzana. Lo recordamos a fines de los sesenta y principio de los setenta en una especie de subsuelo sobre Juncal, dentro de un local frío, carente de personalidad, pero rodeado del calor y el cariño de sus fieles parroquianos, en interminables charlas de voces roncas y gargantas fatigadas de alcohol.

Eran épocas de bolsillos generosos, cuando siempre había lugar para tomar la penúltima, donde no faltaba el ritual del brindis y la vocación de beber y confraternizar, «en esa mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas», como sostiene Discepolín.

Luego se afincó definitivamente en su lugar actual, pero siente que le falta, desde hace poco, su viejo vecino, el restaurante Morini, con el que compartió la misma escalera de entrada al edificio y también algunos clientes que antes o después de cenar se daban una vuelta para escuchar los tangos que salen de la garganta de Carlos Arregui, de la guitarra de Germán Reyna o del bandoneonista de turno.

 

Hoy que los años han pasado

Los comienzos de este centenario boliche se ubican en una modesta pieza del viejo Mercado Central, donde don Augusto López decidió levantar el «Bar Fun-Fun». Su extraño nombre obedece –según cuentan– al apodo con que los estibadores y changadores del muelle Mántaras identificaban a su propietario, con quien compartían una vieja amistad estos trabajadores, la mayoría de ellos inmigrantes.

Eran los tiempos donde el alcohol servía para sostener la fábula de hombría y machismo y en otros casos para ahogar penas. Donde aún quedaban malevos que se apuñalaban y «cuyo heroísmo terminaba en sórdidas crónicas policiales», según lo definiera Jorge Luis Borges.

Luego, con el correr del tiempo, el hijo de don Augusto, el «Coco» para sus eternos contertulios, continúa al frente del negocio y lo ve mudarse de la vieja pieza a un local más grande casi sobre la entrada de una de las puertas del viejo mercado. Luego la demolición del histórico edificio, la construcción del nuevo y el peregrinar por varios locales dentro del Mercado Central hasta su emplazamiento actual. «Coco» López estuvo prácticamente al frente del Fun-Fun hasta su muerte, ocurrida el 2 de diciembre del año pasado. Junto a sus vecinos del café «Pedemonte», en Ituzaingó y Sarandí, de «El Brasilero» en Ituzaingó casi 25 de Mayo, del bar «El Hacha» de Buenos Aires y Maciel, de «El Pobre Marino» en Cerro Largo y Florida y del ya más lejano café «Los Yuyos» en Luis Alberto de Herrera y Cubo del Sur conforman el reducido grupo de «despacho de bebidas» más antiguo que tiene Montevideo.

Allí está, coqueto, con sus paredes tapizadas de 105 años de recuerdos. Atendido en forma personalizada por Lula y Gonzalo, los descendientes directos de su fundador, don Augusto López, y de su hijo «Coco», junto a la sonrisa bonachona de Mario, el mozo, quien hace casi cincuenta años lleva copas y arrastra sus cansadas piernas entre las mesas. Templo pagano de la camaradería, el Fun-Fun fue siempre un lugar de encuentros y reencuentros alrededor de una copa, en torno a una mesa o haciendo codo contra el mostrador. Por su estaño, como si fuera un confesionario de esperanzas o una especie de templo, desfilaron las figuras de la bohemia montevideana representada en periodistas como Peloduro, El Hachero o Wympi, en ex futbolistas como el «Ã‘ato» Pedreira, en hombres de tango como Carlos Roldán y en todos aquellos que sabían, de sobra, que los boliches al llegar la noche «eran puerto de luces».

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