Dime con quién andas…

¿Esto es todo por hoy?

Pareciera que estamos rodeados por la violencia, como si se tratara de un anexo irremediable en la evolución humana. Ser violento o no ser violento, esa parece ser la cuestión. Los umbrales de violencia han cambiado, han subido, lo cual es parte de las transformaciones sociales que vivimos.

Los comportamientos agresivos han tomado nuevas formas.

Tenemos la gran violencia, esa que es fácil reconocer en el cuerpo de un niño desnutrido, en los restos de un edifico bombardeado, en el cuerpo sin vida de alguien que ha sido baleado. Esa violencia es fácil de reconocer y de señalar con el dedo. Tenemos también la pequeña violencia, esa que es difícil de reconocer porque es aceptada, alentada, esperada, justificada.

Aparece en quien insulta en la cancha de fútbol, en quien pone su equipo de audio a todo lo que da como si estuviera musicalizándole la vida de los vecinos, en el lenguaje –en esto las publicidades suelen ser la punta del iceberg-  que degrada a algún grupo minoritario o no,  en quien despreocupadamente se dedica a caminar por la ciudad dejando un rastro de basura en la calle conformada por papeles, envoltorios de comestibles, envases de plástico y bolsitas de nylon.

Muchas veces a esa forma descortés y prepotente de actuar ni siquiera la calificamos de una actitud violenta. Si no hay sangre, siga el baile.

Por momentos causa sobresalto tanto acostumbramiento a tamaña barbarie. Del estupor que provocaba la idea de una tercera contienda mundial hemos pasado a un estado de agresión cotidiana. Un largo contínuo de una convivencia humanamente empobrecida. De la violencia del imprudente automovilista a la agresión fatal y desmedida “por cuestiones del momento” –como dice la crónica roja- no parece haber más que un matiz causado por el contexto en el cual la violencia se desarrolla.

El trato diario se ha deteriorado en base a sutiles pautas de violencias verbales, lo cual es un reflejo de la pobre consideración del otro.

Pareciera que entramos al tercer milenio directamente desde la prehistoria, como seres primitivos y animales, desgarradores ejemplo de un individualismo salvaje que nos pone en peligro como sociedad y como especie, a juzgar por el potencial de autodestrucción que hemos generado mediante instrumentos altamente  sofisticados.

Antes las armas servían para matar, hoy también lo hacen los medicamentos mal testeados y, según algunos, hasta varios de los componentes de los alimentos que ingerimos. Nos hemos acostumbrado a los efectos secundarios. Lo sabemos por la televisión, la radio, los periódicos, internet.

Enseguida sobreviene la tentación de culpar a los medios de comunicación. La tentación de la censura es una forma infantil de actuar: creer que cerrar los ojos equivale a hacer que lo que no vemos no existe. Habría que preguntarse si no sería mejor responsabilizarnos por no hacer que nadie tenga buenas cosas para decir a la hora de las noticias.

Por supuesto siempre se puede decir que apelar al morbo ayuda vender. Pero poner el acento en los vendedores de tragedias no debe hacer olvidar que no sólo hay vendedores, sino también compradores y  tragedias ocasionadas por gente, sea con más o menos premeditación.

Y podría hablarse también de la violencia en las películas (en tanto que violencia de la narrativa visual socialmente aceptada), reflejo de la violencia cotidiana con la que los humanos nos relacionamos entre nosotros y con el entorno. Eso sin contar la violencia más solapada de las diversas maneras que asume el racismo, el sexismo, el chauvinismo, el fundamentalismo de todo tipo.

Estamos llenos de alambradas que nos impiden, a nosotros y a los otros, el reconocimiento de todos los derechos y de todas las potencialidades que en conjunto podríamos desarrollar.

No es ajeno a ese recuento de malas nuevas los padres que admiten con resignación que nada pueden hacer con sus hijos que se vuelven más rebeldes y agresivos. Es cierto que hoy día la socialización no está en manos exclusivas de la familia, pero también es cierto que una semilla no prende si no hay terreno fértil.

Cada día crecen las vías de escape al mundo: las drogas (duras, blandas, legales, ilegales, reales o virtuales), el aislamiento y la incomunicación que se viven cotidianamente. La soledad como signo de los tiempos modernos. Pero no la soledad del que busca, sino una suerte de autismo ilustrado que nos hace insensibles a los otros y muchos menos capaces de reflexionar nuestras prácticas y nuestras ideas.

Va siendo hora de pensar si no es que hemos fallado en encontrar razones para convencer a las nuevas generaciones de que la vida vale vivirse. No dije vale la pena. Decir eso sería admitir que no hemos encontrado buenas razones para nosotros poder creerlo. Decir eso sería considerar la vida como un castigo, como si debiéramos pregonar la resignación al dolor, el hastío, el desencanto.

No se trata de pensar que todo es un paraíso y que lo malo no existe. No se trata de engañarse. Se trata, sí, de pensar qué clase de sociedad hemos construido y que es el contexto donde construirnos como seres humanos. Es llamativo como nos acostumbremos a visiones del  mundo (desde la economía, la psicología, la sociología, etc.) donde la agresividad resulta ser un valor muy superior a la solidaridad, al servicio, al respeto.

Hablamos mucho de contemplar a la diferencia y la multiculturalidad, de valorar realmente –y no sólo nominalmente- al otro. Hablamos mucho y hacemos poco.

¿Es acaso ese un modelo de realización personal? ¿No será que cada vez hay más formas de escapismo porque no hemos hecho del mundo un buen lugar para vivir? ¿No será que hemos hecho de la vida un lugar donde el gozo de vivir es algo raro y en desuso? ¿No será que hemos perdido la sensibilidad a la agresión porque solemos confundir los signos vitales con la vida?

¿Es es el mundo que queremos? ¿Nos iremos  a dormir tranquilos habiendo dejado todo como está? ¿En serio queremos ser recordados por eso?

 

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