Aldea global / Circo eléctrico

El 31 de diciembre  es siempre el límite mítico entre la vida que llevamos y otra vida posible. Al aproximarse esa fecha los ritmos se aceleran para terminar todo lo que no se pudo terminar en el resto del año. Liquidar, saldar, sellar. Poner fin y hacer balances es una costumbre generalizada. Una suerte de obligación ciudadana. Medir lo que se hizo supone evaluar y volver a ponernos metas, volver a comprometernos y prometernos. De esto son testigos las constantes conversaciones, las incansables reuniones con amigos, compañeros de trabajo y hasta con lejanos conocidos. Estar en la foto final se nos vuelve imperioso. No importa si el resto del año manejamos incansables nuestras dotes de equilibristas para no contestarles el teléfono o los correos electrónicos.

Y esas costumbres, como la necesidad de repasar nuestro año para volver a enfocarnos en nuestras metas, las tenemos por reputadas acciones de bien pensantes civilizados. Y sin embargo no hacemos más que hundirnos en nuestras raíces primigenias. Un antropólogo llamado Mircea Eliada escribió hace bastante tiempo sobre el mito del eterno retorno. Antes que la cultura fura un objeto de observación y la historia pudiera ser pensada como una recta irreversible hubo grupos humanos que vivían el tiempo como un proceso que siempre volvía a recomenzar. Y así había festividades demarcatorias que servían para instaurar el tiempo de nuevo en su lugar, en su redondez cíclica. La experiencia  de la repetición temporal se ve ayudada por la reiteración de las estaciones, y con ellas de los ciclos de cosechas que marcaban las fiestas para invocar o agradecer.

No importa aquí si esos pueblos “primitivos” entonaban un relato o usaban el fuego o cuál era el ritual les permitía reordenar el tiempo. Lo importante es que ese eterno retorno aún hoy nos resulta desestabilizante cuando no se produce. ¿Acaso no ese uno de los comentarios más escuchados cuando las personas conversan sobre el cambio climático, aguijoneadas por alguna catástrofe difundida por los medios de comunicación? De hecho pareciera que en nuestro manual de costumbres hay leyes más fuertes que la ley de la gravedad: en vacaciones hay que irse de viaje aunque sea unos días, en verano hay que hacer playa, en invierno hay que abrigarse y en primavera y otoño hay que ir haciendo el cambio de ropa en los roperos y mandar cosas a la tintorería. Cuando nos sacan el piloto automático parece que vamos a estrellarnos. Como si lo peor que nos puede pasar fuera tener que reconocer que nuestras más sacrosantas verdades cotidianas no son más que costumbres largamente mantenidas (como la costumbre de broncearse en verano, que no deja de ser una moda aparecida ya bien entrado el siglo XX).

Nuestro mundo tan civilizado es, mal que nos pese, escasamente civil y profundamente religioso. No con la religiosidad de las religiones, ni con la religiosidad que querían aquellos positivistas que en el siglo XIX soñaron insistentemente con una religión racional. Pero sí con la religiosidad que parece estar en el código genético de nuestro instinto gregario. Así nosotros tenemos, también, nuestros rituales, altamente codificados en su simbología y en su forma de participación. (Recordemos el escándalo vivido no hace mucho porque el actual Presidente no había participado de alguna de esas instancias tan regularmente organizadas). Buen ejemplo de esos rituales cíclicos son los continuos y permanentes festejos de cumpleaños: los de las personas, los de las organizaciones, los de los eventos. Una y otra vez debemos celebrar  la declaratoria de la independencia, el grito de tal o cual sublevación emancipadora, la batalla que ya nadie sabe ni por qué fue, la muerte de tal prohombre cuyo ejemplo nadie sigue realmente, y podemos agregar un largo etc. En lo que hace al fin de año tenemos variados rituales: las agendas que vuelan hoja a hoja por las ventanas de las oficinas, las guerras de agua, la guerra con botellas de plástico (como en el Mercado del Puerto), enterrar tres carozos de durazno –uno por cada deseo que se pida- durante la medianoche, lavar la vereda para “limpiar” las malas ondas, ordenar la casa  para atraer la suerte, estrenar alguna prenda nueva en la cena de fin de año. Y esto sólo por nombrar algunos actos pretendidamente mágicos.

Por supuesto hay rituales más asentados y rituales menos extendidos. Acaso parte del poder de los grupos consiste en extender sus rituales al resto, haciendo que los demás ordenen simbólicamente el mundo a partir de la estructura simbólica que ellos generan. Pero no deja de ser llamativo (cuando no francamente gracioso) que los mismos que se quejan ante la insistencia de ciertos grupos por celebrar cosas como una huelga contra la dictadura, son los mismos que celebran a rajatabla rituales como entregar dineros en nombre de Papá Noel. Por supuesto que la queja deja invisible lo que hay de común entre ambos gestos. Tal vez la lucha social no tiene que ver tanto con la posesión de los medios de producción material, sino y fundamentalmente, con los medios de producción simbólica de la realidad.

Para buena parte de la vida social que nos convoca día a día el tiempo del reloj tiene menos importancia que ese otro tiempo que construimos en el imaginario, donde nosotros mismos nos construimos como individualidad personal y también como parte de un colectivo. Y es en esa construcción, que negamos alegremente las más de las veces, donde nos volvemos tributarios de la tribalidad. Esto, de por sí no es malo. Lo malo, en todo caso, es negarlo y hacer de ser civilizados un género paródico. Al fin de cuentas la metáfora mcluhiana (y su éxito al volverse ya un lugar común) nos recuerda que estamos en una aldea global. Y, dicen, que en las aldeas viven tribus.

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