Los guerrilleros de las FARC "se sienten solos como nosotras"

Un paraíso de prostitutas

San Vicente, Colombia, Reuters

 

En un momento, bajará por el oscuro corredor y entrará al pestilente bar, donde en una noche de domingo puede llevarse hasta 10 clientes y ganar unos 50 dólares.

«Vinimos aquí porque tenemos que ganarnos la vida y en este pueblo las cosas nos han ido bien», dice Natalia, de 19 años.

Docenas de prostitutas han llegado de la noche a la mañana a este pueblo selvático del sur de Colombia, cuartel general de una vasta zona controlada por la guerrilla izquierdista.

Desde que fue cedido a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 1998 para iniciar conversaciones de paz, San Vicente pasó de ser un lugar poco conocido a un pueblo al estilo del Oeste Americano, atrayendo una turba de vendedores ambulantes, contratistas, cocaleros y prostitutas.

Críticos dicen que San Vicente, a orillas de un caudaloso río, se ha convertido también en un escondite de ladrones de coches, traficantes de cocaína y fugitivos que pagan un «impuesto» a la guerrilla a cambio de un lugar seguro.

Sin un cine ni bibliotecas públicas, San Vicente siempre ha tenido burdeles. Pero la prosperidad de baja calidad del pueblo ha incrementado el negocio, y dueños de prostíbulos están echando abajo paredes para construir más habitaciones.

 

300 prostitutas en el pueblo

Con 15.000 habitantes, San Vicente tiene hasta 300 prostitutas en 12 burdeles de mala muerte, y más siguen llegando de todas partes del país. Con nombres como «El Ganadero», «Romance» y «Tango», la mayoría de los burdeles están a lo largo de la principal calle de San Vicente, un polvoriento lugar de carreteras de tierra, perros sarnosos y carnicerías donde pedazos de carne cubiertos con moscas cuelgan de ganchos de las puertas. De las 12 prostitutas entrevistadas por Reuters todas menos una dijeron que llegaron a San Vicente en los últimos cuatro meses. Afirmaron que el pueblo es seguro y el dinero fluye. A las FARC, la guerrilla más numerosa y activa del país, no la molestan e incluso expulsan a los borrachos que arman barullo. En 1998, el presidente Andrés Pastrana cedió San Vicente y otros cuatro municipios a las FARC para celebrar conversaciones de paz en un intento por poner fin a una guerra de 37 años que cobró la vida de 40.000 civiles en la última década.

Las prostitutas deben hacerse exámenes médicos periódicos y tienen que mostrar sus tarjetas de salud a la «Policía Cívica» y a la guerrilla para poder trabajar.

«Una vez pasé la noche en el calabozo por no tener la foto en mi cartilla de salud», dijo Estela, una parlanchina mujer de 31 años que trabaja en Tango.

«Esto es el paraíso», dijo Marcela, una regordeta mujer de 27 años vestida con una camiseta roja apretada y un ancla entre los senos. «Si hay una pelea o algún cliente quiere irse sin pagar, la guerrilla se lo lleva», dijo rematando un vaso de aguardiente en Las Tequilas. Oficialmente, los burdeles están prohibidos para los rebeldes, quienes pasean por el pueblo bajo el ardiente sol en uniformes militares y rifles AK-47 colgando de los hombros.

 

Algunos rebeldes son clientes

Pero las mujeres dicen que algunos rebeldes las visitan de cuando en cuando. «A veces vienen con el uniforme y el rifle. Son muy tiernos y nos tratan con mucha ternura. Se sienten solos como nosotras», dijo Estela.

Las prostitutas –muchas de ellas jóvenes escapadas de sus casas– traen consigo historias de tragedias personales. Viven en cuartos pequeños e insalubres y duermen en duras camas de madera que comparten con dos o tres mujeres.

La música suena desde el amanecer hasta pasada la medianoche, penetrando las raídas cortinas que separan sus habitaciones del bar.

Cobran de cinco a ocho dólares por cliente y algunas pueden ganar hasta 900 dólares al mes, o 150 clientes.

Gabrielle, de 22 años, llegó a San Vicente hace tres meses. Vive en un cuarto sin ventanas y paredes de aglomerado en El Ganadero. El burdel está bañado por una luz de neón púrpura y apesta a orina y aguardiente. Hay un orinal contra una pared cerca de mesas con clientes borrachos y desplomados.

Gabrielle, que tiene un hijo de cinco años, estudió un año para convertirse en profesora, hasta que su padre dejó de mandarle dinero. Aún guarda sus apuntes en una carpeta marrón escondida bajo zapatos, papel higiénico y potes de maquillaje.

«Un día me iré de aquí y volveré a la universidad», aseguró.

Cuando no trabaja le gusta escribir poesía y leer a Pablo Neruda. «Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada», es su libro favorito.

Natalia tiene la voz ronca de fumadora de cigarrillos y adicta al aguardiente. Tiene tatuajes de flores en los brazos y en las piernas. Llegó en abril con dos meses de embarazo.

Un dibujo enmarcado de su hija cuelga encima de la cama, la cual comparte con otra mujer.

Su cuarto tiene telarañas negras, una bombilla y un tejado de hojalata que gotea sin cesar cuando llueve. Su sueño es ahorrar dinero y montar una pizzería lejos de San Vicente.

Las FARC condenan la prostitución como un síntoma de una sociedad enferma y un Estado que no ofrece alternativas. Las FARC dicen luchar por un sistema socialista en el que las mujeres no se verían obligadas a prostituirse. «La culpa de la prostitución la tiene el Estado. Las mujeres venden sus cuerpos porque no encuentran trabajo», dijo Nora, una guerrillera que trabaja en la oficina de las FARC en San Vicente.

Pero mientras tanto, el aguardiente fluye, la música truena y los clientes de Natalia están esperando.

«Sólo le pido a Dios que si mis hijos se enteran un día de que fui prostituta, que sepan lo hice por ellos», dice.

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