Sólo los ojos de lince del legendario Meneses pudieron descubrirlo, aunque tarde

Celarrayán, el ladrón que filmó en vivo su propia película "Rififí"

Fue justamente en ese 1955, año de marcado dolor también para los uruguayos por una tremenda epidemia de poliomielitis que llenó de angustia a todos y de la tragedia del Puente de San Ramón, cuando el ómnibus 218 de ONDA, cayó a las aguas, quedando 25 de los 41 pasajeros atrapados allí hasta la muerte, fue justamente en ese año, decíamos, que una banda comandada por Marcos Celarrayán Amaya, alias «El Ciruja», a quien acompañaban Carlos Luján Sacchi, alias «La Virgencita» y otros «socios» del delito, realizó un espectacular robo al estilo «Rififí» en la sucursal Aguada del Banco Francés e Italiano, siguiendo al pie de la letra, el procedimiento visto en la película francesa de ese nombre protagonizada por Jean Servais que hacía furor en los «biógrafos» montevideanos.

 

Para «El Guinness»

Celarrayán y su gente trabajaron durante toda una noche dentro del local bancario, destriparon la caja fuerte y se llevaron una suma que para aquellos años era realmente astronómica: un millón doscientos mil pesos uruguayos. Pero téngase en cuenta que eran de aquellos pesos fuertes, de una economía no dolarizada y avalados por un Estado que gozaba aún de muchas de las bonanzas del apogeo comercial de la posguerra. Ese mismo año apareció unos meses después la primera edición del Libro Guiness de los Records.

El botín de «El Ciruja», » la Virgencita» y los otros socios, bien habría merecido un lugar en ese estreno.

Marcos Celarrayán, Sacchi y los demás, una vez perpetrado el robo, desaparecieron como si la tierra se los hubiese tragado. Y nunca más se supo de los dos cabecillas hasta varios años después. «La Virgencita» terminó sus días muerto en un tiroteo enfrentando a efectivos de la Policía Federal Argentina. Pero Marcos Celarrayán no aparecía. No solamente la policía uruguaya, sino también la Interpol, lo buscaban por todo el mundo.

Y a su alrededor comenzó a gestarse una especie de leyenda, tanto que casi se convirtió en un personaje novelesco. Por allí se dijo que había sido capturado y estaba preso en Suiza, luego otras versiones lo ubicaban como integrando una gavilla de narcotraficantes en el corazón de la selva boliviana y otras tantas fantasías de la imaginación popular, «folclorizaron» su apellido, al extremo que «rajó a lo Celarrayán», pasó a ser sinónimo de «tomarse las de Villadiego», traducido al más puro argot montevideano.

Su desaparición conmovió también internamente a la propia institución policial uruguaya, ya que muchos aseguraban que su huida solamente había sido posible gracias a que «El Ciruja» contaba con muy buenos amigos dentro de la propia Jefatura y que había sido muy «generoso» en la recompensa con ellos para facilitar su impunidad.

 

«El terror del hampa»

Allá por el año 1963, estaba en funciones al frente de la Policía Federal Argentina el comisario inspector Evaristo Meneses, al que muchos llamaban «El Tigre» o «El Terror del hampa», quien se ha convertido en el devenir del tiempo en una especie de figura legendaria, de la que siguen aún contándose hazañas. Su principal cualidad por la cual todos los maleantes le temían –además de su probado coraje– era su prodigiosa memoria. Meneses tenía un verdadero «fichero» en su cerebro de rasgos fisonómicos, nombres y alias.

Justamente esa cualidad de retener rostros y nombres, lo llevó a «meterse» también en la historia y la leyenda de las crónicas rojas de este lado del Plata, donde desde mucho tiempo atrás «sus mentas» no solamente habían llegado sino que también muchos de los pistoleros argentinos acosados por el implacable «Tigre» Meneses, habían decidido cruzar el río ancho como mar y probar suerte en nuestro Montevideo, por aquellos años más «tranquilo» para los hampones «pesados» porteños. Todo sucedió así.

 

«Pompeya y más allá la inundación…»

En los últimos días de marzo de 1963 un procedimiento de la Federal al mando de Meneses en un bar de Centenera y Roca, en el sur de Buenos Aires –el del «Paredón y después» tanguero– tuvo un epílogo inesperado.

Desde hacía unos meses, Meneses y su gente venían vigilando a un grupo de «bagayeros» que desde un tiempo a esa parte habían aparecido aumentando su poder de acción, como si estuvieran trabajando a gran escala. Fue así que un funcionario policial de su absoluta confianza y no «manyado» en el hampa, se vinculó con los contrabandistas y se mostró interesado en comprar una buena cantidad de cigarrillos entrados de contrabando. Se identificó entre los «bagayeros» como «El Mendocino».

Siguiendo al pie de la letra los consejos de «El Tigre», experto también en disfraces, los que el mismo utilizó más de una vez, el agente infiltrado debió actuar con el máximo de sagacidad, para convencerlos incluso que el tenía que concurrir con ellos a retirar la mercadería porque no quería ser víctima de una mejicaneada.

Pues bien, la cita fue en el bar de Centenera y Roca donde todos los «parroquianos» a esa hora eran por supuesto policías del departamento de Investigaciones, muy poco o nada «junados» en el «ambiente» y además convenientemente caracterizados.

 

Los «ojos» implacables

Sin embargo, uno de esos hombres, el agente Burgos, chofer de Meneses, notó que había sido reconocido por uno de los recién llegados, el más que temible Baccinello, que había incursionado también en nuestra ciudad tiempo atrás, y sin darle tiempo a reaccionar comenzó el tiroteo. Fueron todos los delincuentes detenidos y uno de ellos, que dijo llamarse Luis Alberto Fernández González, aprovechó antes de que le pusieran las esposas para tajearse las yemas de los dedos de su mano derecha, para evitar de esa forma ser identificado.

Quizás por ese motivo o por simple intuición, los ojos escrutadores e implacables del «Tigre Meneses» no se apartaron del rostro de aquel hombre.

 

¡Vos sos Celarrayán!

Una vez en su despacho de la Federal, lo hizo llevar varias veces ante él y siempre lo miraba, simplemente eso, lo miraba fijamente y pensaba. Una de esas veces, se le iluminaron los ojos, se puso de pie y señalándolo al delincuente le dijo: ¡Vos sos Celarrayán». Y dio en el clavo. Lo que no pudo la Interpol con su avanzada tecnología de identificación, lo logró el casi milagroso «fichero» mental de aquel legendario comisario.

Al saberse la noticia en nuestro país, hubo una verdadera conmoción. Celarrayán había finalmente caído en manos de la ley. Se supo entonces que junto a Luján Sacchi, había huido a Brasil en el auto de un amigo de éste, amparado por aquellos contactos en Jefatura tan comentados en su momento.

Vivió con su mujer algunos años en Río de Janeiro y luego viajaron a Argentina estableciéndose en la ciudad de Rosario. Pero, «El Ciruja» estuvo sólo un tiempo detenido en aquel país cumpliendo una pena leve por un delito de «encubrimiento de contrabando». Los papeles solicitando su extradición no llegaron en forma ni en tiempo y finalmente fue dejado libre al prescribir el delito cometido en nuestro país. Tiempo después, llegó a Colonia en un barco de línea como simple turista. En la Aduana se produjo un gran revuelo. Lo detuvieron y llevaron a la Jefatura, pero ante la evidencia de la prescripción ratificada por el juez de turno, debieron liberarlo allí mismo, pedirle disculpas e invitarlo con un café mientras esperaba cómodamente apoltronado en un sofá de la oficina del jefe de Policía coloniense. *

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