Los indiferentes van al Infierno de Dante

ALBERTO DI CANDIA

 

En algunas notas anteriores nos ocupamos de la perversión con que el llamado ultraliberalismo mundializante hoy tan en boga entroniza como supremos valores varios conceptos que, muy por el contrario, son la antítesis de lo que es un valor, constituyen verdaderos antivalores: el egoísmo, el culto exclusivo y excluyente del hedonismo aun en sus formas más banales, el interés individual materialista (en el sentido más repelente de este adjetivo), la prescindencia absoluta de toda actividad solidaria en lo social, lo político, lo sindical, lo auténticamente cultural, etc. Cabe englobar todo ello en un denominador común: la indiferencia.

Hace 700 años Dante Alighieri, en el canto III de la «Divina Comedia» narraba su entrada al Infierno conducido por Virgilio, atravesando la puerta en la que se leían las palabras que advertían a quienes entraban que perdieran toda esperanza, lo que significaba que sufrirían la irremisible condena eterna. A continuación el poeta se encuentra en un gran vestíbulo donde son castigados los indiferentes, los que en vida nunca tomaron partido por nada, los eternos «neutros», los que vivieron en «la gran renuncia». De todos los condenados del Infierno, ellos están entre los que Dante más desprecia, y aun cuando reconoce a algunos, no nombra a nadie, porque todos ellos, «envidiosos de cualquier otra suerte», deben quedar en el olvido: tal es el sentido profundo de lo que dice Virgilio a Dante en un verso célebre («non ragionam di lor, ma guarda e passa», o sea «no hablemos de ellos, pero mira y pasa»). Los que siempre fueron indiferentes a todo, en el Infierno sufren lo que para ellos es el peor de todos los castigos: correr en interminable fila tras una bandera que se mueve en muchas direcciones, picados de continuo por moscones y avispas, en tanto su sangre y sus lágrimas caen al suelo para nutrir asquerosos gusanos. Esto expresa la repugnancia de Dante ante esa clase de pecadores.

Cinco siglos después de Dante, pero situándose en sus antípodas, el poeta ruso Alexandr Sergueievich Pushkin (1799-1837) escribió que no le preocupaba que la prensa fuera libre para engañar a los simples ni que el censor estorbara las fantasías de los tunantes de la pluma, cuestión que, al igual que servir al pueblo, no debe importar al poeta, cuya única bendición es seguir tranquilo su propia senda admirando las bellezas divinas de la Naturaleza y sentir cómo su alma se derrite ante ese calor, que es lo mejor a que debe aspirar la conciencia.

Pushkin incurría en una grosera falsa oposición, al no concebir que el compromiso solidario con la humanidad sea compatible con la preservación y el cultivo –cuando corresponde– de la individualidad subjetiva de cada uno de sus miembros, de su afectividad, sus sueños, instintos, sensaciones, los mecanismos del universo inconsciente, la sensibilidad en sus más diversas manifestaciones, las emociones, incluso sus pasiones, dolores y temores. Pero no sólo no existe dicha incompatibilidad entre las dos grandes esferas de lo humano, sino que ellas son complementarias, más aun, necesariamente complementarias.

En el mismo error –sólo que con signo totalitariamente contrario– caía la beocia simpleza del denominado «realismo socialista» soviético, cuyo más famoso mentor, el comisario cultural Andrei Zdanov, exponía así su «doctrina»: «La literatura soviética ni tiene ni ha tenido otros intereses que los del pueblo y el Estado. Su finalidad es educar a la juventud de acuerdo con los principios comunistas. La literatura debe convertirse en literatura del Partido». Recurriendo al lugar común, digamos: sin comentarios.

En cambio, una adecuada síntesis conciliatoria de solidaridad e individualidad –no asimilable esta última al individualismo egoísta– se da en el gran poeta brasileño, también crítico de arte, ensayista y periodista, José Ferreira Gullar –casi desconocido entre nosotros–, nacido en 1930. Para comprobarlo, cabe transcribir uno de sus mejores poemas: «Una parte de mí es todo el mundo/ otra parte es nadie, fondo sin fondo/ Una parte de mí es multitud/ otra parte, extrañeza y soledad/ Una parte de mí pesa y pondera/ otra parte delira/ Una parte de mí almuerza y come/ otra parte se espanta». Comentando la obra de Ferreira Gullar, cuyo amplio talento artístico es equiparable a su coraje cívico, dice el crítico literario y ensayista argentino Santiago Kovadloff: «Sabe (Ferreira Gullar) que la mejor poesía, la verdadera, será aquella que acoja e indague los vaivenes que acompañan el crecimiento (del) yo personal e histórico. La aprehensión de la trama comunitaria en la que se asientan la trayectoria individual y las alternativas biográficas, no induce nunca al poeta a incurrir en propuestas colectivistas inconsistentes. Así como la vida de uno es siempre vida con los demás, así también sabe el poeta que esta vida con los demás no es nunca mero gregarismo» (los subrayados son nuestros).

En definitiva: la individualidad de cada uno de nosotros vale muy poco si no se integra a la sociedad aportando valores solidarios, y la sociedad que aísla a la individualidad de cada ser humano o la desconoce, no es más que una suma aritmética de mónadas incomunicadas entre sí. *

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