VIOLENCIA

Una sociedad fracturada

Es ya un lugar común sostener que vivimos tiempos violentos. Esto no quiere decir que en tiempos pasados no hubiera manifestaciones de violencia (no siempre todo tiempo pasado fue mejor) puesto que las guerras fueron una constante desde que nuestros antepasados bajaron de los árboles y se juntaron en tribus, clanes, hordas y otras formas rudimentarias de organización social. También es cierto que la historia es trágicamente rica en ejemplos de sevicia y de crueldades inimaginables concebidas por seres humanos para agredir a aquellos de sus semejantes convertidos ocasionalmente en enemigos; y ni qué hablar de la brutalidad ejercida por el poder contra infractores o adversarios. Piénsese en la tortura, una práctica exclusiva de la especie humana que nos distingue del resto de la escala zoológica: ninguna otra especie del reino animal inflige mortificaciones físicas y psicológicas a sus congéneres.

En nuestro país tenemos una larga trayectoria de hechos de violencia: desde las guerras civiles del siglo XIX hasta los golpes de estado y las dictaduras instauradas, pasando por la violencia delictiva tanto de adultos como de los entonces llamados «infanto-juveniles»; sin olvidar lo que hoy se conoce como violencia doméstica, esto es, los maridos golpeadores o directamente asesinos.

Ahora bien, dicho esto que antecede, resulta a todas luces innegable que esa violencia ­latente o manifiesta- propia de la especie humana, ha experimentado un crecimiento o una profundización en los últimos años, verificable en todos los órdenes de la vida. La ruptura del entramado social, la desestructuración de la sociedad, son el efecto no solo de la aplicación de políticas económicas neoliberales; son también el resultado de la incorporación de pautas culturales funcionales al modelo de globalización de una escala de valores que prioriza el individualismo y la falta de solidaridad.

No es de extrañar, entonces, que se incrementen los delitos contra la propiedad y contra las personas. Pero lo que sí llama la atención es advertir cómo la agresividad se vuelca indiscriminadamente contra todos, incluidos prototipos sociales que antaño gozaban de un incuestionable prestigio. Nos referimos concretamente a los docentes y a los médicos.

En cuanto a los primeros, hace ya bastante tiempo que se denuncian agresiones contra maestros y profesores de parte de padres de alumnos o incluso de parte de los propios estudiantes, irritados por una sanción impuesta o por una calificación considerada injusta.

En cuanto a los médicos, bueno es recordar un informe acerca de las agresiones de que son víctimas los galenos, a tal punto que el ejercicio de la medicina empieza a considerarse una profesión de alto riesgo. Familiares de pacientes disconformes con la atención recibida arremeten contra el médico con violencia verbal e incluso física, como si fuera esa la única forma posible de manifestar un descontento o de reclamar por una eventual mala praxis.

Asimismo, las agresiones sufridas por los médicos de emergencias ­la pública o las privadas- cuando son llamados desde barrios carenciados, se repiten cada vez con más frecuencia, a un punto tal que varios médicos no descartan la posibilidad de no concurrir a las consideradas zonas rojas.

Esta realidad alarmante es uno más de los síntomas que revelan una sociedad fracturada.

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