CONTRACARA

Jobs y el síndrome de Estocolmo

El miércoles pasado me excedí en el tiempo del teórico que dicto en la UBA. A ello se sumó que algunos estudiantes se acercaron a realizar algunas preguntas, demorando algo más la entrega del aula, mientras otros la iban desalojando. Quedaban muy pocos para cuando desconectaba y guardaba el micrófono y la computadora antes de partir. Entonces uno de ellos, con celular en mano, a las 21.15 horas, me dijo desde la primera fila con asombro: «Murió Jobs». «¿Cuándo?», respondí. «Parece que recién». Experimenté una cierta sorpresa, ya que no parecía esperable un desenlace tan rápido desde su renuncia como CEO por razones de salud, aunque no por el hecho de que un estudiante recibiera algún mensaje inmediato sobre el luctuoso acontecimiento. El curso trata sobre sociología de la informática y atrae a estudiantes ávidos de información y muy avezados en el manejo de dispositivos y entornos comunicativos. Al trasponer la puerta ya había olvidado la noticia, hasta la mañana del jueves, cuando los titulares de toda la prensa y sus obituarios (convergentemente laudatorios) daban cuenta de un consumismo genuflexo y acrítico, más próximo al síndrome de Estocolmo que a un balance de la trayectoria de un empresario innovador y exitoso. Desde The New York Times a Página/12, de Le Monde a El País de Madrid, el mundo massmediático entero se disciplinó bajo la hegemonía discursiva unilateral y agenciera para que toda evaluación quede sepultada por el culto al éxito económico y a la moda. Estas líneas pretenden ir en la dirección contraria.

Quién suscribe ha sido y es usuario de varios aparatos y aparatitos creados por Jobs y su empresa. Conservo aún una vieja Mac SE de los años 80, que cuando dejé en un desván hace ya varios años, seguía funcionando. No es poca cosa. A principios de los ´90 la solía llevar a mis clases para contrastarla demostrativamente con mi notebook Compaq 286 (que corría el espantoso sistema operativo de Microsoft: DOS) resaltando sus bondades, tanto como lamentando su absoluta incompatibilidad y consecuente aislamiento, aún hasta para reconocer el formato de los diskettes de 3.5″. Algo relativamente similar he experimentado ahora con casi todos sus dispositivos móviles. Ello no le quita mérito. Por el contrario, creo que Steve ha demostrado una enorme dosis de talento y creatividad, que podría haber aportado al desarrollo tecnológico y a la comunicación humana un potencial del que los privó, al priorizar su adicción por el dinero, el éxito empresario y sus pretensiones monopólicas. También he disfrutado las películas de Pixar que contribuyó a crear y en ocasiones me parecieron agudos algunos de sus aforismos o respuestas en entrevistas, aunque generalmente fueran islas en un mar de lugares comunes y contradicciones flagrantes con sus propias prácticas. Cuando voy a Nueva York, nunca dejo de pasar por la Apple Store de 5° Avenida en Manhattan, donde en su sótano se permiten probar los diferentes modelos sin apuro alguno, aunque nunca pude comprar ninguno allí porque están atados a contratos leoninos con prestadoras de conectividad (AT&T y ahora otros dos más) que aún queriéndolos firmar, exigen certificación de residencia estadounidense. Afortunadamente hay hackers que los desbloquean y convierten al iphone, por ejemplo, en un verdadero teléfono, en lugar de una cárcel comercial con el usuario como rehén. Tengo además simpatías personales y convergencias con su trayectoria autodidacta y su estilo sencillo y algo hippón en su presentación pública.

Menos de un año atrás, varios intelectuales, entre los que se contaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano, nos reunimos en Madrid para debatir sobre democracia y comunicación. Un colega brasileño que además ocupaba un alto puesto directivo en la Folha de São Paulo, fundó su exposición en material estadístico que varios juzgamos de interés y le solicitamos una copia. Munido de una flamante Ipad recubierta en elegante cuero, le resultó imposible realizar transferencia alguna de los archivos, a pesar de la profusión de pendrives, cables, teléfonos y computadoras con bluetooth que todos le ofrecimos, porque el engendro carece hasta de un mísero puerto usb. No puede quitar la memoria, ni siquiera cambiar la batería. Tampoco tenía medios para conectarse con el servidor de itunes, único modo de poder manejar y disponer de sus propios archivos por fuera de su propio equipo, a la sazón, glamorosamente inútil.

No voy a cuestionar a Jobs por haberse hecho multimillonario luego de haber pasado necesidades y abandonado el college para evitar la sangría de los ahorros de sus padres adoptivos. Al contrario, es un gran mérito si ese era su objetivo de vida, que por otra parte sustenta el ideal estadounidense del self made man. Son las reglas del capitalismo y mientras rijan, aunque espero que por muy poco tiempo más, habrá que admitir la existencia de desigualdades sociales como las que su corta vida encarnó en ambos extremos. Pero la genialidad que se le atribuye como explicación de la resultante económica no es sino la de producir patentes amañadas, copyright de software propietario, usuarios maniatados y alianzas monopolizantes con proveedores de contenidos y conectividad a través de su único canal propio de gestión de archivos que es, a la vez, una tienda on line. Todo esto defendido por abogados carroñeros que intentan paralizar cualquier alternativa competitiva o universalizar sus posibles contribuciones. El hecho de que los consumidores europeos estén privados hoy de acceder a la tablet Galaxy de Samsug por estas maniobras jurídicas, es un claro ejemplo de la «genialidad» aludida.

Picasso sostuvo que «los buenos artistas copian y los grandes artistas roban». No hubiera conocido esta afirmación del genio del cubismo si no la hubiera citado el propio Jobs en una entrevista de 1994 donde agregó que «nosotros siempre hemos sido descarados al momento de robar ideas». Esto debilita la crítica tácita que siempre Apple tuvo hacia Microsoft por copiarle la interface gráfica de ventanas. Pero a la vez explica que el OS de Macintosh sea la replicación del sistema desarrollado por Xerox en los ´70 llamado WIMP, por las iniciales en inglés de sus principales componentes (ventanas, íconos, ratón y menús desplegables: cualquier semejanza no es pura coincidencia).

Próximamente saldrá su biografía autorizada y contaremos con más insumos para evaluar sus propósitos y objetivos, aunque hay en varias de sus breves intervenciones, indicadores bastante contundentes de su objetivo prioritario. En su tan citada exposición en la Universidad de Stanford, se presenta a sí mismo como aquel que, del abandono universitario por penuria, llega a fundar una compañía líder con 4.000 empleados. En su televisada entrevista junto a Bill Gates cuando se le pregunta qué admira de su competidor es precisamente el haber creado una gran empresa, que reconoce como tarea difícil y titánica. No niego que lo sea, ¿pero es esto objeto de honra para una universidad? Si así fuera, la Udelar uruguaya debería homenajear al Sr. Cativelli por haber por construido un exitoso y presumiblemente redituable emporio en torno al chorizo y al jamón.

No niego que las tablets sean equipos con futuro por su portabilidad y posibles prestaciones si se liberan de los grilletes de Apple y permiten acoplar periféricos universales. También me gusta pasar fotografías o páginas con el movimiento del dedo. Creo que es una interface agradable para ese tipo de equipos o teléfonos y hay que reconocérselo a Jobs. ¿Pero esto lo convierte en inventor y monopolista absoluto de toda tableta? Más allá del ridículo argumento jurídico de Samsung sobre la autoría de Stanley Kubrick, ¿no se inspiró también en el Kindle y el resto de los e-readers? ¿No fue nunca a un cajero automático donde las pantallas táctiles existen desde hace más de una década? No lo cuestiono por «robar descaradamente» ideas según su expresión sino por impedir que otros se las roben y avance el desarrol
lo y el conocimiento, aún a costa de sus ganancias. Si como sostuvo en su intervención, «es un sentimiento maravilloso, eufórico, crear algo que devuelves al fondo común de la experiencia y el conocimiento humano», la pregunta inevitables es: ¿por qué vivió sustrayéndolo de tal fondo y evitando la declamada devolución?

La sintética conclusión es que su gran éxito consiste en que sus clientes vivan tras sus rejas tecnológicas venerándolo como carcelero. Ejercen la libertad de elegirlo, pero como custodio. A diferencia del juicio de sus fans, el mundo es mucho peor de lo que podría ser, por todo lo que Jobs ha ocultado y sustraído al conocimiento universal, con el solo afán del enriquecimiento personal.

Imagine el lector que el Genoma Humano no hubiera estado dirigido por el premio Nobel de biología Sir John Sulston (que le ganó la carrera a una empresa privada para hacer el primer mapa del genoma humano y por ello no es una mercancía con copyright sino una base de datos pública) sino por Jobs. ¿En qué manos estaría esa información y a quién serviría? O pensemos en algo más pedestre, como si Jobs hubiera sido cheff. Buscaría obligarnos a pagar por cada receta que cocinamos, o peor aún, comprarle la comida preparada bloqueando otras posibles alternativas alimentarias.

Jobs en inglés significa empleos. El CEO supo crear muchos, tanto como impedir empleos derivados de su competencia al pretender bloquearla monopólicamente.

Los Estados Unidos sufren una doble pérdida de Jobs con efectos desiguales.

La de Steve y su talento desperdiciado tras la codicia, por un lado, y, lo que es peor aún, la de los millones de empleos que se escurren por la crisis, aunque la indignación se convoque y organice, escribiendo con Ipads en Facebook.

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