Reforma del Estado y descentralización

Poco a poco, van conociéndose los contenidos de la tan mentada y tan postergada reforma del Estado. Racionalización, descentralización administrativa, eliminación de trabas burocráticas son algunas de las ideas fuerza o, mejor dicho, de las metas que se propone el gobierno con su plan de reforma del Estado.

A diferencia del diagnóstico y de la terapéutica, propios del pensamiento conservador, la propuesta del actual gobierno progresista no apunta a «achicar» el Estado o a minimizarlo, como lo propugna el «pensamiento único» del neoliberalismo. Para esta doctrina nefasta, reformar el Estado significaba lisa y llanamente limitarlo a tres o cuatro funciones básicas, privatizar las empresas públicas y reducir drásticamente la plantilla de funcionarios. De alguna manera recogía un sentimiento contradictorio –pero muy arraigado en la población– que suele ver al Estado como un enemigo de los ciudadanos, un ogro insaciable que les mete la mano en el bolsillo, un administrador ineficiente, un prestador de servicios malos y caros y un empleador torpe e inescrupuloso. Sin embargo, dicha percepción entra en contradicción con la actitud de la ciudadanía cuando ella ha sido convocada para decidir sobre el futuro de las empresas públicas; la defensa de Antel, de Ancap y de OSE, plasmada en sendos plebiscitos, muestra que a pesar de todo, los uruguayos prefieren que esas empresas sigan siendo administradas por el Estado.

Teniendo en cuenta esta realidad pero consciente de que es preciso atacar los males de que adolece la administración pública, el gobierno actual impulsa una reforma muy diferente de la que pretendieron hacer los partidos tradicionales. Se trata, fundamentalmente, de que los organismos estatales tengan la coordinación suficiente como para no duplicar trámites, para simplificar las gestiones y agilizar la atención al usuario; para que todo el andamiaje estatal no sea percibido como un enemigo del ciudadano. En la entrevista de Antonio Pippo publicada ayer, el profesor Enrique Rubio, actual director de la OPP, ha sido particularmente claro y preciso al respecto: No hay que ver la reforma a estudio «como un asunto tecnocrático de la gestión, no verla sólo en la reingeniería de los procesos que hay que hacer en los ministerios, sino como algo que revincule al ciudadano con el Estado (…) esa relación es dual, algo esquizofrénica: el ciudadano por un lado ama al Estado y por otro detesta la burocracia».

Por otro lado, está la idea –vieja bandera de la izquierda y del Partido Nacional– de la descentralización. Al respecto, recordemos que el gobierno municipal de la capital –desde hace 17 años en manos de la izquierda– impulsó una descentralización que, mal que bien, ha modificado y mejorado la tarea de la IMM. El funcionamiento de los centros comunales zonales, aunque con carencias y sin colmar las expectativas, ha venido demostrando que no es imposible plantearse una descentralización.

La idea es que en todo el país haya autoridades locales con potestades bien definidas, elegidas democráticamente y con representación proporcional, de modo que reflejen lo más fielmente posible el sentir y las aspiraciones de los vecinos y que tengan de algún modo atribuciones ejecutivas.

La idea es plausible y puede ser un primer paso hacia una racionalización del Estado y una mayor participación de los ciudadanos. *

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