En Piriápolis, murió el pintor

José Luis (Tola) Invernizzi el indomable

Montevideano de 1918, aunque vivió en Piriápolis desde la década del 50, fue una presencia emblemática de la bohemia epocal. Las peñas de los cafés (el mítico e intelectual Metro, pero en especial las del Sorocabana de plaza Libertad) lo convocaban con persistencia y recorría todos los temas posibles. La cultura no le fue ajena y las artes visuales en particular, a la que se dedicó desde chico. Autodidacta, hizo su primera exposición en Buenos Aires (Galería Viau, 1950) y en Amigos del Arte de la calle Bacacay, en 1953.

Con una devoción fanática hacia Paul Klee, dejó registrada en esas obras juveniles la huella del pintor suizo pero en vez de absorber el fragor del entorno y convertirlo en metáforas poéticas de una infrarrealidad, Invernizzi fue explorando la realidad inmediata, urgido de sentimientos (y sentimentalismos), con una voracidad por entender los procesos políticos, sociales y culturales del país y del exterior y su pasión por el ser humano, además de su enorme, ilimitada capacidad de amistar.

Con él se podía discutir y discrepar, recibir inesperadas granputeadas (públicas) y posteriores disculpas y arrepentimientos (escritos en libros dedicados). Porque su esencia era una vitalidad incontrolada, a veces pautada por la ingenuidad de un radicalismo ideológico que no siempre obedecía a razones flexibles. Pero Tola Invernizzi era así. Con el gesto bonachón y cariñoso era capaz de deslizar una hojita de afeitar entre los labios del vecino.

Como buen humanista, nada le fue ajeno. El activismo político y gremial lo tuvo entre sus primeras filas desde siempre. Supo protestar con sus pinturas desde la calle cuando Pinochet visitó el país o contra las invasiones del imperialismo americano en varios lugares del planeta.

Sus obras (dibujo, pintura, grabado) estuvo expuesta en los más diversos sitios (clubes políticos, deportivos, cafés, galerías, museos) y editó cinco carpetas de grabados que en 2000 reunió en un único volumen. Quiso, oscuramente, salir de las instituciones elitistas pero como tantos otros retornó a ellas, al comprender que el arte no es un factor de cambio aunque se lo agite en acciones callejeras.

La coherencia, propia de una personalidad fuerte y fuertemente definida, estuvo en su actividad plástica. El expresionismo fue el hilo conductor. Una torturada visión del hombre y su circunstancia lo condujo a representar figuras emblemáticas (anónimas y de la historia bíblica).

Pero fue en los años ochenta, una vez retornada la democracia, que hizo una exposición provocativa en las viejas salas de Soriano del Palacio Municipal. Allí abofeteó al público bien pensante con la bad-painting (mala pintura) y un erotismo que osaba decir su nombre, con sexo explícito inclusive.

Pocas veces la pintura uruguaya, en gran formato y en un espacio oficial, se atrevió a tanto. Una agresividad (temática, formal) recorría las telas y no daba descanso al espectador, con una sobrecarga de disparada emotividad. En su desgarrada visión, las pinceladas se multiplicaban y bifurcaban en todas direcciones sin atender a los requisitos del canon establecido, la composición se situaba en la arbitrariedad y la acumulación narrativa, en una lectura sofocante y barroca pero de estimulante provocación. Para un ambiente que transitaba por los carriles del buen gusto, la muestra de Tola Invernizzi fue una suerte de liberación, de intérprete de una sociedad amarrada a la represión y a la hipocresía.

Luego entró como docente en el Instituto Escuela de Bellas Artes (1990-2000), incursionó por los temas bíblicos con más espectacularidad y confusión (inclusive ideológica) que de convicción estético-formal. La última muestra la hizo en el Museo Mazzoni de Maldonado este verano, con grabados.

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