Arte

Encuentros y desencuentros

El tema de la muerte o permanencia de la pintura es recurrente.La pintura al óleo, empleada por primera vez en el siglo XV y persistente hasta hoy, fue una visión particular del mundo, derivada de circunstacias socioeconómicas determinadas por el poder de la ideología burguesa, la clase dominante. No innovó solo desde el punto de vista técnico, sino que impuso un cambio fundamental en el estatuto artístico, que ha sido analizado por sociólogos y antropólogos con refinada perspicacia. La pintura al óleo debió luchar más de un siglo para superar los códigos medievales. Pero desde el impresionismo algo se alteró. En la sociedad y en la sensibilidad del hombre los cambios se vienen procesando de manera más rápida, en especial a partir de los últimos veinte años. Esa grandiosa tradición pictórica ha dejado de cumplir una función social incluso para la clase privilegada a que fue destinada. No es por casualidad que en los más importantes encuentros internacionales (documentas y bienales) predominen las nuevas técnicas (cine, video, fotografía digital y toda la parafernalia tecnotrónica) que apuestan a una interpretación distinta del mundo que implica una nueva sensibilidad. Desde luego, los comerciantes de turno, obedientes a las coorporaciones internacionales (subastas y galerías) impulsarán esa tradición, con apariencia renovada, porque todavía les brinda suculentos dividendos. Es la pintura zombie, que vive después de muerta.

Es cierto que la pintura al óleo (hoy convertida al degradante acrílico) resiste los embates de los nuevos paradigmas estéticos. Sus defensores se encargan de encontrarlos. Los ingleses han contribuido con sus talentos propios o adoptivos (Lucien Freud, Avigdor Arikha, R.B. Kitaj, Paula Rego) paseándolos por famosas pinacotecas euroestadounidenses para deslumbrar con la seducción de un oficio de cuatro siglos. Ya es inútil recordar los escritos anticiparios del pintor de D.H. Lawrence y el filósofo Oswald Spengler autor de La decadencia de occidente, hace casi un siglo , citados en estas páginas en más de una oportunidad. El tiempo, que todo lo cuida, dirimirá la pertinencia de los contrincantes. Lo cierto es que muchos especialistas y artistas no conocen ni visitan las colecciones recientes más intensas y sacudidoras de arte actual (la española Helga de Alvear, la portuguesa Elipse) para citar las más notorias ni acuden a ArtBasel, en vez de recurrir a Internet. Se llevarían una sorpresa.

Pinturas al viento de Pedro Peralta en el Museo Zorrilla es una muestra integrada por seis cuadros de gran formato. Espectaculares. Es el reencuentro con un pintor salteño nacido en 1961, con nobles antecedentes en el grabado y la pintura (en la épica citatoria de los ochenta hizo un retrato incisivo de Carlota Ferreira, muy diferente a las versiones de Vicente Martín y Alvaro Amengual) es revelador. Se aleja del tamaño mediano con imágenes intensamente trabajadas y acude al acrílico para recrear los maestros de ayer y de hoy, europeos y nacionales, tratando de conciliar, con áfagas de humor, el paisaje vernáculo (Punta del Este, Ciudad Vieja, el campo), con otras, a veces anamorfizadas, de Brueghel, Durero, Leonardo, Velázquez, Rafael, Vermeer, Magritte, Clever Lara, Luis A. Solari, Blanes y otros más, en un intento reflexivo de aproximar entidades alejadas en el espacio, el tiempo y la técnica. Es una ambición desmesurada. Porque si bien demuestra el conocimiento de historia del arte y el hábil dominio de la composición (una hazaña infrecuente en el ambiente local), trasladar al acrílico lo que se realizó al óleo es equivocar el sentido. Hay que dominar los recursos de los maestros citados para no caer, en el caso de Blanes o Velázquez , en la caricatura. Porque el acrílico es incapaz de reproducir, como el óleo, la deseabilidad de los objetos representados, al acercase al cuadro el observador encuentra la áspera dureza de la pincelada. Es un elegante fracaso de un artista muy bien dotado, con una componente conservadora ilustrada en el título-sentencia de uno de esos cuadros: «Aunque el sistema proponga basura, habrá pintura».

El desencuentro en Confidencias desde el taller, instalación de Wifredo Díaz Valdéz (Instituto Goethe) es de otro orden. Se quiso restaurar el ambiente de trabajo del original artista en la presentación de tres bancos de carpintero, de preciosa madera, con algunos elementos de trabajo (serruchos, martillos, formones, taladros), pero todo aparece congelado, inmovilizado como los instrumentos pegados a la superficie, y el conjunto carece de atmósfera, de clima propicio al entendimiento de una obra ya de por sí difícil de exhibir sin la colaboración del propio autor. Si se hubiera recurrido a un video complementario (hay uno excelente donde Díaz Valdez narra con minuciosa claridad el método de elaboración de cada pieza) quizá los resultados habrían disminuido esta instancia completamente desangelada, carente de la calidez e intimidad de una confidencia.

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