Arte

Torres García en edición de lujo

Los libros publicados sobre Joaquín Torres García son escasos. Para un talento uruguayo reconocido internacionalmente, con largas estadías en varios países europeos y en Nueva York, que estuvo en contacto con medios artísticos relevantes de su época y colegas de la magnitud de Mondrian, Van Doesburg, Vantongerloo, Kandinsky, para citar algunos, los ensayos sobre su extensa y versátil producción se pueden resumir en una página. Los prólogos o textos breves, a veces más brillantes que las monografías, abundan en catálogos de exposiciones temporarias. Es que, la producción torresgarciana, dispersa por las colecciones privadas y públicas de todo el mundo, no facilita el estudio al investigador riguroso empeñado en obtener una visión totalizadora. El Museo Torres García posee obras y una buena documentación que son insuficientes para el conocimiento cabal de una obra (téorica, práctica) compleja, contradictoria. Algo parecido sucede con Francisco Matto, como se verificó en la reciente Bienal del Mercosur, con cuadros deslumbrantes, desconocidos, provenientes de colecciones de Europa y Estados Unidos, indispensables para entender en profundidad la singularidad de su obra.

Raquel Pereda, en 1991, publicó un extenso libro de cerca de 250 páginas, que abordaba, quizá, por primera vez, con minucia investigadora, en la vida y obra de Torres García. Miguel A. Battegazzore en La trama y los signos, de 1999, realizó un análisis inteligente y fermental, curiosamente silenciado por la displicente crítica vernácula, sobre la signografía torresgarciana y los vínculos sutiles con el pensamiento epocal. Tomás Llorens, Angel Kalenberg y Juan Flo hicieron aportes interesantes, personales, fuera del torrente hagiográfico o meramente literario. Lo mejor hay que hurgarlo en las críticas surgidas de las exposiciones temporarias en diarios y revistas. No estaría mal formar un equipo de lectura crítica y su correspondiente edición.

Mario H. Gradowczyk, argentino, ingeniero civil y doctor en ciencias técnicas, con residencia por algunos años en Montevideo, se interesó desde temprano por el arte ríoplatense y ya en 1985, publicó una monografía sobre Torres García. Ahora, en 372 páginas, con mayor documentación, amplía ese antecedente y ofrece en Torres García: utopía y transgresión un panorama similar al de Pereda con la ventaja de una escritura más fluida que se lee siempre con agrado y una capacidad de síntesis encomiable. Domina sin duda el material que trabaja, advierte las paradojas y contradicciones del artista, recorre su trayectoria desde el modernismo catalán ( Clasicismo y utopía), establece algunas comparaciones entre óleos de Santiago Rusiñol de 1895 y Torres García de 1902, analiza la irrupción del modernismo ( Fragmentación y construcción) y el origen de las retículas y el entramado en espiral, que Kalenberg aludió con la figura del molinete, y acierta en la comparación con una fotografía de Eugène Atget, desestimando la influencia de Barradas en su cambio fundamerntal de estética y entra en contradicción al afirmar que el vibracionismo es arrebatado y » brillante colorido» mientras que Torres mantiene una paleta «más austera», desmentido por la inmediata reproducción de Escena de una calle de Barcelona, 1917, y otras en el mismo capítulo, salidas, sin duda, del vibracionismo barradiano. En ese aspecto, no se detiene a profundizar la relación ni las mutuas influencias. Luego recorre La utopía modernista y su estadía en Nueva York (mañana aparece el libro de Torres García sobre esa etapa), la fabricación de juguetes en Un constructor de madera, el regreso a la figuración en Torres García en París y ya en la capital francesa, (Capítulo 6), la vuelta al pago Regreso a sus raìces (capítulo 7).para concluir en el capítulo 8 con Arte constructivo universal.

El libro es ameno. Por su peso, hay que depositarlo sobre la mesa para leerlo. Está bien diagramado (no se indica el diseñador) y la edición (en Argentina) registra excelentes reproducciones de cuadros (556 ilustraciones, 485 en color), algunos desconocidos, lo que permite seguir el discurso teórico. No obstante esas virtudes y el esfuerzo contributivo del Museo Torres García, el texto es superficial, epidérmico, sin revelar ninguna interpretación o idea innovadora o personal. Para citar un ejemplo. Una sola vez menciona a Helena P. Blavatsky (página 111), la fundadora de la teosofía, cuyo pensamiento incidió notoriamente en Gaudí con el cual tuvo estrecha relación en sus años mozos Torres García, así como posteriormente en Mondran, otro artista que conoció. Pero lo que ya es inocultable, es la poderosa influencia de Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, célebre personalidad a cuyas multitudinarias conferencias asistían Einstein, Xul Solar y Kandinsky, dos amigos de Torres y que en la muestra de sus pizarrones en el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires, hace pocos años, reveló la importancia íntima entre su pensamiento y sus signos en el arte contemporáneo que se extendió hasta Joseph Beuys, su heredero legítimo. Hay cuadros constructivistas de Torres García que parecen ilustrar a Steiner, en sus diferentes estratos de lo terrenal, lo intelectual y lo emocional.

Las relaciones entre arte y su entorno se han visto limitadas a las ideologías y lo social por los marxistas, al historicismo y el esteticismo formalista o a rápidas anotaciones a la filosofía clásica (en el caso de Torres García el neoplatonismo). Ahora se amplía, sin quitar, el camino abierto por Heidegger y Steiner, entre otros posibles (sin forzar el paraguas Deleuze-Guattari en el prólogo, las únicas páginas que se leen, de Mil mesetas), así como las circunstancias personales e íntimas del creador, soslayadas por las grandes narrativas del pensamiento moderno.

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