Arte

Antonio Pena: revisión del escultor uruguayo en el MAC

Menos libre que la pintura por su condición orientada hacia los espacios públicos, la escultura debió someterse a los cánones dominantes en la mayor parte del mundo. Monumentos ecuestres exaltando héroes nacionales, gestas patrióticas, tradiciones y oficios fueron los temas principales que poblaron la capital y ciudades del interior. Juan Manuel Ferrari fue el mayor escultor nacional de principios del siglo XX que recogió la sensibilidad de su tiempo, con un sutil modelado impresionista y el dinamismo temático y formal. José L. Zorrilla de San Martín recogió el vigor barroco de sus mejores obras, José Belloni indagó en el sensible naturalismo, y la sobriedad de Bernabé Michelena dejó constancia de una síntesis ejemplar, que enfrentaron el academismo de Edmundo Prati que conquistó muchos adeptos.

La escultura, a partir de Rodin, Maillol y Bourdelle, ya había indagado otras formas más audaces, seguidas por los expresionistas, futuristas y cubistas, pero los mencionados artistas nacionales (a excepción de Ferrari) permanecieron ajenos a sus innovaciones más audaces aunque estudiaron y conocieron personalmente a los maestros franceses. La irrupción de la auténtica modernidad recién se produjo a partir de los años cincuenta con Yepes, María Freire, Nerses Ounanián y Germán Cabrera.

Antonio Pena (1894-1947) tuvo el privilegio de estudiar y residir durante cinco años en Europa, los dorados años veinte, con el triunfante Art Déco y con una vanguardia establecida y difundida por la celebridad de Picasso. Pena conoció esa atmósfera en talleres y cafés de París (a los cuales era afecto también en Montevideo), se vinculó a escritores y artistas pero, como sucedió a sus colegas uruguayos, prefirió el aspecto más tradicional y menos urticante de las propuestas observadas. De Bourdelle extrajo los referentes del arte griego arcaico, la geometrización de las formas, la composición dinámica que apresa espacios interiores en sobria gesticulación. En ningún momento Pena incurre en el estatismo, sus figuras siempre parecen moverse con ritmos sostenidos, agitadas por pliegues del ropaje como en el Monumento a la Cordialidad Internacional, en Buenos Aires, en colaboración con el arquitecto Julio Vilamajó, inspirada recreación de la Victoria de Samotracia o las múltiples flexiones y ejes direccionales que impone al Monumento a Hernandarias en la Rambla 25 de Agosto, sus obras capitales en espacios públicos. O en gestos de calculado geometrismo, a la manera de Bourdelle, en bronces referidos a la mitología griega ( Euterpe, Orfeo, Neptuno, Venus, Teseo) u acercamientos a los desnudos de Maillol, en sus generosas, opulentas caderas, aunque sin el fluir sensual del maestro francés.

En la exposición antológica del Museo de Arte Contemporáneo hay obras apreciables. Desde la última retrospectiva en 1956, no hubo ocasión de observar la obra de Antonio Pena, que diversificó su producción en espacios urbanísticos ( El labrador, Parque Rodó, es otra) y cementeriales ( Obreros, cementerio del Norte,

familia Zecchi, o en el Central, de la familia Beisso, rodinianos) con soluciones sólidas y complejas. En sus obras trasladables, de menor tamaño, supo encontrar en los retratos de escritores y poetas (aquí ausentes), como lo hizo Michelena, una veta expresiva muy convincente, así como en alguna obra aislada ( El futbolista, también ausente en la exposición) sorprendentes cercanías con las esculturas de Modigliani que, quizá, llegó a conocer, como sucede con varios dibujos, de los muchos que realizó con la curiosa condición de ser trabajos independientes, en su mayor parte y no bocetos escultóricos preparatorios. Ahí su sensibilidad y la limpieza del trazo, así como en sus refinados grabados, se manifiestan con total libertad operativa.

Aunque meritoria en su aspecto histórico, en la reinvindicación de un creador poco conocido por las generaciones recientes (como se hizo y muy bien con Oscar García Reino), la revisión de Antonio Pena no incide en los aspectos más innovadores, como algunas obras ausentes señaladas. Desde luego que realizar una muestra de escultura no es fácil. Pero una mirada atenta e incisiva a la producción (o por lo menos, una referencia teórica de lo que falta, una relación entre obra monumental, cementerial y de pequeño formato) ofrecería elementos más comprensivos del artista. Tal como está, la exposición, sin duda con piezas de calidad, congrega una atmósfera suavemente datada, que otras instancias referidas parecen desmentir.

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