MURIO EL CINEASTA INGMAR BERGMAN, UNO DE LOS MAS EMBLEMATICOS GENIOS DEL SEPTIMO ARTE

Se fue un retratista de almas atormentadas

Su última obra maestra, que apreciamos hace dos años en Montevideo, fue «Saraband», un filme mayor que confirmó que su genio estaba intacto. Se trata de una suerte de secuela de su recordado «Escenas de la vida conyugal», que recupera, en buena medida, la densidad de climas y los cuadros desgarradores de las convivencias opresivas de los mejores momentos de su carrera.

En ese contexto, la paleta artística del autor, que apela a múltiples recursos teatrales, asume las tonalidades dramáticas de la tormenta cotidiana, que colisionan las conductas humanas a menudo expuestas a la intemperie del desamparo.

 

El origen de un genio

El notable cineasta, que se casó seis veces y residió los últimos años de su vida emancipado en su isla Faaro en el mar Báltico, nació en 1918 en Uppsala, Suecia.

Cursó estudios en la Universidad de Estocolmo, donde recibió formación académica en literatura e historia del arte, antes de incorporarse como ayudante de producción en la Opera Real.

En 1942, por el montaje de la obra » La muerte de Gaspar», la productora Svensk FilmIndustri lo contrató para trabajar en el departamento de guiones, en lo que sin dudas fue la inauguración de su carrera artística.

Al año siguiente, la productora rodó una película a partir de «Tortura», una novela corta del joven Bergman, que dirigió Alf Sjöberg.

Entre 1944 y 1952 Ingmar Bergman se desempeñó como director artístico del Teatro Municipal Helsingborg, en un período que coincidió con su debut cinematográfico. En ese momento nació «Crisis» (1946), un título poco conocido de su extensa producción.

Luego, dirigió una serie de adaptaciones para el productor Lorens Malmstedt. En «La prisión» (1948), que fue bien acogida por la crítica, ya afloran las preocupaciones existencialistas que marcaron su controvertida obra.

«Juegos de verano» (1950) y «Un verano con Mónica» (1952), contribuyeron luego a seguir edificando la reputación del célebre cineasta sueco, que siempre volcó sus propias pasiones y angustias en su obra artística.

Entre sus comedias cabe recordar, particularmente, «Una lección de amor» (1954), » Sonrisas de una noche de verano» (1955) y «El ojo del diablo» (1960).

 

El mundo en blanco y negro

Sin embargo, la mayoría de los cinéfilos que aprecian la obra del genio sueco como un cineasta de culto, se identifica con el período que coincide con el último tramo de la década del cincuenta, los años sesenta, setenta y ochenta.

En ese momento crucial de su extensa trayectoria, Bergman desarrolló su predilección por las exploraciones existenciales del alma humana, confrontada a la incertidumbre y la angustia del agotamiento del ciclo biológico, la culpa, el misterio de la muerte y el silencio de Dios.

A este período corresponde, por ejemplo, el magistral «El séptimo sello» (1956), un filme sin dudas emblemático. En esta película, en la que nos detendremos brevemente por razones obvias, Bergman compone una oscura alegoría sobre el destino del hombre.

La partida de ajedrez que enfrenta al caballero medieval en un escenario de imágenes sombrías y esfumadas con la muerte, comporta toda una metáfora de los temores, las angustias y los miedos del ser humano.

El filme propone también una iconoclasta lectura bíblica relacionada con el Apocalipsis.

En los primeros tramos de su creación, el cineasta optó por renunciar al esplendor del color, imprimiendo su obra siempre en blanco y negro. «El séptimo sello» sobresale también por el despliegue de una auténtica artillería de simbolismos y apelaciones a la iconografía cristiana.

A ese período tan particular y fermental de la obra del autor, corresponden también «Cuando huye el día» (1958) y «La fuente de la doncella» (1959).

En el primer caso, Bergman trasunta su conocida obsesión por la controversial ecuación tiempo-espacio, a través de la peripecia de un anciano en tránsito hacia la muerte, que recorre paisajes desolados con relojes sin agujas.

 

Angustias existenciales

«Persona» (1966), al igual que «Fresas salvajes» (1957), explora el alma humana, apelando a una batería creativa típicamente bergmaniana, que incluye, entre otros recursos, los flashbacks (mixtura entre imágenes del pasado y el presente), secuencias de sueños y visiones.

Obras como «Detrás de un vidrio oscuro» (1961) y «El silencio» (1963), reflejan una conjunción entre las preocupaciones existenciales, el letargo del alma y la incapacidad de comunicar, sentir o recibir amor. Particularmente en «El silencio», el realizador propone un conjunto de reflexiones sobre la soledad, el miedo y la incomunicación, componentes que reaparecen en títulos posteriores de su extensa producción cinematográfica.

A mediados de la década del sesenta, el cine de Bergman se tornó aun más hermético, quedando reservado a un reducido núcleo de cinéfilos intelectuales, que vieron en su obra un efectivo anticuerpo contra el virus de la frivolidad que se iba apropiando de una sociedad cada vez más huérfana de valores.

Entre los títulos que ameritan ser mencionados por marcar un sesgo cada vez más distante de la masividad, cabe mencionar, particularmente, «La hora del lobo» (1967) y «La pasión de Ana» (1969). En ambos filmes, el espectador comparte el sentimiento de angustia de los protagonistas, en una densa atmósfera claustrofóbica cargada de metáforas y lecturas difusas.

Sin abandonar del todo los laberintos del alma, Bergman propuso luego otras lecturas bastante más cotidianas, en películas como «El toque» (1971) y, muy particularmente, la aclamada «Escenas de la vida conyugal» (1973).

En la década del setenta, ganó definitivamente el reconocimiento internacional, con títulos tan emblemáticos como «Gritos y susurros» (1972) y «La flauta mágica» (1974). La primera, que es considerada una de las obras mayores de la filmografía del dramaturgo sueco, impactó y aún impacta por la explícita crudeza de sus imágenes y el entrecruzamiento de sentimientos desgarrados. Alllí narra la traumática existencia de cuatro hermanas solitarias, espiritualmente vacías y afectivamente desamparadas. La muerte, el amor y la incomunicación afloran nuevamente como componentes de la escritura bergmaniana.

Dos años después, «La flauta mágica» (1974) propone una obra intensamente poética, en la que Bergman despliega su más extensa gama de recursos artísticos y su inmensa sabiduría.

 

La paleta de un maestro

Tras el estreno de «Cara a cara» (1976), que propone una despiadada lectura de los conflictos y las patologías humanas, el realizador sorprendió con un filme claramente desmarcado de sus temáticas habituales: «El huevo de la serpiente» (1977). Esta película marcó un nuevo punto de inflexión en la carrera del realizador escandinavo.

Ambientada a comienzos de la década del veinte en Alemania, «El huevo de la serpiente» propone una traumática alegoría sobre el advenimiento del nazismo.

Luego vendrían, sucesivamente, «Sonata otoñal» (1978), «De la vida de las marionetas» (1980), la inconmensurable «Fanny y Alexander» (1982) y «Después del ensayo» (1984), tras lo cual el realizador abandonó transitoriamente el cine y la televisión.

Bergman ha publicado sus memorias en dos libros: «Linterna mágica» (1988) e «Imágenes» (1990). Además, escribió el guión de la película «Las mejores intenciones» (dirigida por su discípulo Claude August) y «Los niños del domingo», de su hijo Daniel, ambas en 1992.

Entre los numerosos galardones recibidos fue distinguido con el Oso de Oro del Festival de Berlín (1958) y tres premios Oscar a la Mejor Película Extranjera, en 1961, 1962 y 1983, por » La fuente de la doncella», «Detrás de un vidrio oscuro» y «Fanny y Alexander».

También fue distinguido con la Placa de Oro de la Academia Sueca (1958), el premio holandés Erasmus (1965) y el doctorado honorífico en Filosofía de la Universidad de Estocolmo, en 1975. *

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