REFLEXIONES SOBRE EDITORES, LIBREROS Y LITERATURA COMPROMETIDA

Miguel Angel Campodónico: Una mirada escéptica sobre el destino del género humano

Respecto a si este diccionario es una obra por encargo o si se trata de una iniciativa suya, Campodónico explicó que «fue en el 95, cuando Canalda (Editorial Fin de Siglo) me dijo que quería editar un ‘quién es quién’ hecho seriamente. Entonces hicimos una prueba, una especie de globo sonda, y publiqué un diccionario que abarcaba todas las actividades: política, deportes, arte. Como no me gusta lo de ‘quién es quién’, se me ocurrió ponerle como título «Uruguayos por su nombre».

A partir de ahí comenzó esta historia. En el 96 se publicó una cosa más acotada, que tenía que ver específicamente con la cultura: letras, artes plásticas, cine y video, periodismo, música y teatro, con más de 600 entradas. Después, en 2003 por un problema que tuve con el editor no edité más con Fin de Siglo ese tipo de trabajo, y lo editó Linardi y Risso. Ya esa edición tenía más de 800 entradas, y esta última tiene más de mil si consideramos los fallecidos, porque se trata de uruguayos vivos (de otro modo, habría que hacer una historia que arrancara con Bartolomé Hidalgo). A quienes fallecieron entre la edición anterior y ésta los incluyo en un apéndice final para que no se pierda la memoria de lo que han hecho.

Son las mismas seis áreas de siempre: letras, periodismo, artes plásticas, cine y video, teatro, música.

 

­¿A qué público está dirigida una obra de ese tipo?

­Fundamentalmente a investigadores, periodistas, docentes…

 

­O sea que el «Diccionario…» no está pensado para el público en general.

­Curiosamente, como hay gente del periodismo, de la música popular muy conocida, gente de otras áreas que son más abarcadoras del gusto de un público mayoritario, el posible consumidor del Diccionario… va más allá de los que nombré al principio. Muchos periodistas me han comentado la utilidad que les ha prestado el diccionario y me han estimulado a reeditarlo. En el mundo es muy usual que se publiquen diccionarios de este tipo, pero en Uruguay había una carencia en ese sentido. Había sí algunos pero de áreas específicas: de literatura, de música, de intérpretes, pero no hay una cosa que los englobe a todos.

 

­¿Con qué criterios te manejaste para elaborar el «Diccionario de la Cultura Uruguaya»?

­Creo que esa pregunta no tengo más remedio que contestarla con una cosa que es la única forma de definirla, que es por el absurdo. Recuerdo que Enrique Fierro me decía que una antología siempre es una «antojología»; y de alguna manera esto también es una antojología, porque probablemente si lo hiciera otro, incluiría a alguna persona que yo no incluí y omitiría a algunos a quienes yo incluí. De todos modos, me tomé el trabajo de asesorarme en las áreas que no conozco bien, asesorarme con gente que está en la cosa ­en artes plásticas, por ejemplo, en música­ y yo creo que más o menos en el Uruguay hay un grupo de gente que inevitablemente tiene que figurar en una publicación de este tipo; después entran a jugar las cosas personales, pero creo que más o menos lo grueso está todo.

En el Uruguay se hacen muchísimas cosas; parece mentira, con lo pocos que somos… Pero en literatura, por ejemplo, no puedo poner a todos los que escribieron un libro; me parece que con eso no alcanza para figurar en el «Diccionario…».

En definitiva, es una radiografía bastante acertada de lo que pasa en el panorama cultural uruguayo. No hay juicios, yo no emito una sola opinión; son hechos: «Fulano nació en tal fecha, en tal lugar, publicó tales libros, ganó tales premios». Te confieso que es un trabajo engorroso y cada vez que lo termino, me digo nunca más.

 

­Al comienzo hiciste mención a ciertas dificultades con una editorial. ¿Cómo es tu relación con los editores?

­En principio es muy buena. Somos todos caballeros, somos todos gente grande… Pero con los editores siempre aparece alguna discrepancia que tiene que ver con el diferente lugar que ocupa cada uno. Es muy difícil encontrar un editor que tenga el mismo punto de vista del autor y viceversa, sobre la necesidad de difusión del libro, de cómo debe ser el libro, en qué momento hay que publicarlo… El editor es, antes que nada (y esto hay que aceptarlo) el responsable de una empresa; por consiguiente, está pensando siempre en términos distintos al autor. El interés del autor por lo general está enfocado en otras cosas.

 

­Pero el autor también debe de tener algún interés material. Supongo que la panacea de todo escritor es poder vivir de la venta de sus libros…

­Sí, pero acá es muy difícil, ¿no? Salvo con estos libros de no ficción que yo publiqué y que descubrí que podrían proporcionar cierto dinero como para poder tener una utilidad digna; pero con la literatura es muy difícil. De todos modos ha cambiado en algo el panorama en cuanto al pago de los derechos de autor. Pero el mecanismo no está perfectamente aceitado, no se puede decir que el derecho de autor se pague religiosamente y que haya un contralor sobre lo editado; eso no es así: el autor no tiene posibilidad de saberlo.

El autor siempre está ansioso, en cambio el editor nunca lo está. Uno llega a la editorial con el diskette en la mano pensando que la editorial se va a paralizar y se va a poner a trabajar para publicarlo lo antes posible y, por supuesto, no es así. Bueno, imaginate un principiante o alguien que tiene muy poca obra publicada y que aparece con una nueva novela: tiene una urgencia que el editor no tiene. Yo no lo he hecho pero entiendo al autor que va y cargosea; los editores se quejan de esa actitud, de la pregunta «y, ¿cuándo me vas a publicar?». Me parece que sería bueno discutir el tema de los derechos y sobre todo el contralor de lo que se publica y de lo que se vende.

 

­¿De modo que el escritor no tiene manera de controlar eso?

­No, no hay manera. Y yo no dudo de la honestidad de la gente pero ¿por qué plantear las cosas de tal modo que se hace posible la aparición de un deshonesto impune? Ningún escritor tiene la posibilidad de saber cuánto se tiró o la cantidad que se vendió. El escritor tiene que creer. Y punto. Yo no me quejo: en general he cobrado con regularidad, pero noto que hay un momento en que los derechos de autor desaparecen, en el sentido de que se termina el pago y no se sabe por qué. Sé que a los escritores que comienzan esto no les interesa demasiado porque lo que quieren es ver publicada su obra, y como hay muchas ediciones de autor, si les dan la posibilidad de publicar sin pagar, ya es un triunfo. Era la política del Beto Oreggioni en Arca, un tipo sensacional con quien yo publiqué una novela: el pago era la publicación; y a ningún autor se le pasaba por la cabeza cobrar algo extra.

Eso cambió bastante, quizá la llegada de nuevas editoriales contribuyó al cambio, no sé. Con Planeta fue la primera vez que me dieron un adelanto de los derechos de autor, algo insólito para mí. Pero fue con los libros de no ficción, como el «Mujica», por ejemplo, y otros, que me di cuenta de que pueden ser una fuente de ingresos muy interesante, algo que nunca me había planteado antes con una novela.

 

­Y después está el distribuidor, ¿no?

­Es una cosa que no entiendo. Un intermediario que se lleva tanto…creo que incluso más que el editor. El famoso pasamano, la famosa mordida. Además hay distribuidores que no trabajan bien, que distribuyen muy mal. Las librerías también dejan mucho que desear; no hay libreros propiamente. Es raro encontrar un librero a quien vos le pidas un libro de Armonía Sommers, por ejemplo, y sepa de quién le estás hablando, y sepa dónde ubicarlo. Hay muy pocos, alcanzan los dedos de una mano para contarlos.

 

­Pasemos a otro tema. Leyendo tu currículo,
veo que no hay obra poética publicada.

­Es cierto. Alguna vez intenté escribir poesía (quién no) pero no es lo mío. En alguna novela incluí algún fragmento de pseudo poemas escritos por mí pero nunca dije que eran míos porque no quiero que los agarre un crítico exacerbado y diga que eso no es poesía…

 

­Supongo que no serán los poemas que recitaban los alumnos del profesor Zebedeo (un personaje de «Donde llegue el río Pardo», la primera novela de Campodónico).

­(Se ríe) Bueno, por ahí anda algo. Y en otras novelas posteriores también he mechado pequeñas cosas, un poco más poéticas. Pero nunca publiqué poesía. La poesía me parece un arte absolutamente imposible para mí. Un poco la síntesis filosófica de todo; filosofía y poesía para mí son casi la misma cosa…

 

­Yo siempre digo que si fuera profesor de filosofía, en vez de empezar por los griegos, empezaría por leerles a mis alumnos algunos poemas de Borges o de Machado o de Vallejo.

­Claro, claro. Hay que tener una capacidad para poder hacer eso… La poesía es un género que se ha expandido, ¿no? pero vos leés a un poeta verdadero y te mueve el piso. Ahora que la Comedia Nacional está dando Calderón de la Barca, sentí el impulso de releerlo, y hay fragmentos de texto que son impresionantes; es más poeta que dramaturgo. Y por si fuera poco, en verso.

En definitiva, para mí la poesía es un género admirado pero al que no llego. Es muy difícil. Me pasa también con el cuento, es un género muy difícil. Lo considero mucho más difícil que una novela. En una novela hay posibilidades de equivocarse, entre comillas, pero en el cuento, el menor error, la menor falta, es fatal.

 

­Y ese género intermedio, la nouvelle, ¿es una novela corta o un cuento largo?

­Sí, yo tengo publicado un par de nouvelles. Una es «La piscina alfombrada» y la otra, «Hombre sin palabras», que se publicó en Francia. No hay un límite preciso para diferenciar la nouvelle de un cuento o de una novela; en definitiva, tenés que terminar guiándote por la cantidad de páginas. Los críticos dicen que los géneros no existen, que las diferencias no tienen sentido, pero uno, cuando agarra un libro, sabe si es un cuento largo, una novela, o una nouvelle.

 

­»El pozo», de Onetti, ¿sería una novela o una nouvelle?

­Parece las dos. Pero ¿importa mucho eso? Entiendo que adquirió tanta importancia ese libro, el mundo que plantea y el personaje, que ya es una novela. Sonaría despectivo hablar de «El Pozo» como de una nouvelle. Es una novela, sin duda.

Pero lo más interesante para mí en los últimos años fue descubrir ­como autor­ el género de no ficción, que siempre me había atrapado como lector pero nunca como escritor.

 

­Te preguntaba al principio si esos libros los escribiste por encargo o si fueron idea tuya.

­Generalmente se dan todas las posibilidades. Yo empecé con la muerte de Villanueva Saravia, que fue una idea mía y se la propuse yo al editor; y cuando el editor me dijo que sí, me fui a Melo. Después vino «Mujica», que también fue idea mía, por 1998, cuando todavía Mujica no era lo que es hoy; a Mujica lo tuve que perseguir mucho para que aceptara. Esos dos primeros fueron idea mía, después, «Las vidas de Rosencof» y el libro sobre Bordaberry fueron a sugerencia de los editores, ya que salieron en editoriales distintas.

 

­Se me ocurre que debe de ser difícil entrevistar a alguien a quien no se quiere mucho, ¿no?

­Si te referís a Bordaberry, te digo que yo fui con una cantidad de prejuicios, obviamente, y de temores. El no sabía nada de mí y debe seguir sin saberlo, salvo que haya averiguado algo antes de trabajar juntos…porque yo fui destituido de la administración pública, estuve detenido… Pero no: trabajé bien.

 

­Sin embargo, a pesar de haber tenido militancia política y de haber sido perseguido y destituido, de tu obra literaria no puede decirse que se trate de «literatura comprometida».

­No, pero sí. No de esa manera clásica, bajo forma de proclama o de panfleto, pero hay sí una forma de compromiso. En una entrevista que me hicieron cuando se publicó mi segunda novela, yo dije que lo que hacía era como pegar gritos de alerta. Pero no para una cosa muy concreta, del día a día, sino para algo mucho más profundo que tiene que ver con el destino del ser humano, sin importar que sea uruguayo, europeo o africano.

 

­En «Donde llegue el río Pardo» hay una atmósfera particularmente opresiva, angustiante, que de alguna manera puede ser vista como la denuncia de una situación concreta.

­Puede ser. Pero yo insisto en eso porque para mí es muy importante: no es literatura del momento…estará movida por la realidad del momento pero busca ir mucho más allá de ese momento, y ver de qué manera eso encaja con la historia de la humanidad y no con el momento en que nos tocó vivir. A mí no me gusta la «literatura comprometida» porque está muy ligada al instante; no me interesa, para eso prefiero leer los diarios o un libro de sociología o de historia. Para mí la literatura intenta otra cosa. Yo creo que la literatura tiene que desarmar el mundo que nos rodea y rearmarlo literariamente para que el lector se dé cuenta de que es posible verlo desde otra óptica y que es necesario modificarlo…mirar el mundo desde otro lugar para modificarlo. Si no, nos quedamos con la crónica periodística, que no es menor en cuanto a la calidad sino distinta. Por eso no me gustan esas novelas, que yo creo que son perecederas, que una vez que pasa el momento en que fue escrita ya no le interesa a nadie. Me parece como una dilapidación, es como usar un medio riquísimo y vastísimo para algo que puede ser interpretado, analizado o estudiado desde otro lugar con otras armas, no con la literatura. Yo no creo que ningún libro cambie nada; no creo que ninguna sociedad se modifique por un libro. Yo siento la necesidad de escapar al momento, por más que el momento me marque… Es contradictorio, quizá, paradojal… Creo que tiene que ver con la forma de ser, con una manera de mirar la vida, la muerte y el mundo, los famosos temas que seguirán siendo siempre los mismos… Qué significa ser un tipo que está en este planeta, para qué mierda estamos en este planeta…tiene que ver con eso; por qué pasan las cosas que pasan. Yo tengo una mirada bastante escéptica sobre el destino del género humano. En mis dos primeras novelas no hay una referencia a un hecho concreto, a una realidad determinada; no sabemos si estamos en Uruguay o en otro país porque no me importa; eso sí es deliberado. Me costaba terriblemente señalar lugares reconocibles porque eso podía torcer la interpretación del lector; mi propósito era darle carácter universal. Sólo con «La piscina alfombrada» empecé a nombrar lugares reales; ahí hablé de Montevideo. Pero el protagonista siempre es el ser humano. *

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