LIBROS

Adolfo Wasem, el tupamaro

En «Adolfo Wasem, el tupamaro», se recopila parte de la profusa correspondencia que el paradigmático guerrillero mantuvo con seres queridos y compañeros, en una obra de alto valor documental e histórico, que apunta a la reconstrucción de la memoria.

En este libro de dimensión testimonial, el lector podrá asomarse a la peripecia vital de este emblemático combatiente tupamaro, que murió en pleno confinamiento durante la dictadura.

La obra permite conocer al Wasem Alaniz de carne y hueso más allá del guerrillero de perfiles míticos, que permanece impreso en el imaginario colectivo de familiares, militantes y aún de los investigadores y estudiosos.

Tanto la presentación, que está a cargo de Sonia Mosquera ­viuda de Wasem­, como el prólogo magistralmente construido por Mauricio Rosencof, constituyen cruciales aportes para la comprensión de la personalidad del joven militante social fallecido.

Ambos textos aportan visiones desde distintos ángulos de observación, en torno a los últimos años de vida de Wasem Alaniz, protagonista de una épica huelga de hambre por la dignidad, cuando ya tenía la certeza que su final era inminente.

En los dos casos, se trata naturalmente de experiencias autobiográficas, que trasuntan afecto pero también admiración por el personaje evocado.

En el primer capítulo de este entrañable libro, se publican varias cartas que el preso político dirigió precisamente a Sonia Mosquera, entre las que este narra sus vivencias de parcial reencuentro con la realidad, cuando las condiciones de reclusión eran ya menos severas que el inicial calvario de aislamiento que padeció, al igual que los ocho restantes rehenes.

Estas epístolas, escritas entre 1983 y 1984, corroboran la excepcional fortaleza espiritual del prisionero, que soportó estoicamente su grave enfermedad y jamás se resignó a perder la esperanza.

El estilo de los textos, que renuncia a toda eventual osadía para pasar indemne la censura autoritaria, es siempre cálido, intimista y familiar.

Emocionalmente intacto pese al pesadillesco calvario, Wasem buscó en la lectura nuevas estrategias de evasión, pero también de enriquecimiento intelectual. El propósito era mantenerse entero, fuerte y seguir desarrollando el espíritu crítico.

Resulta ciertamente conmovedor el amor que profesaba a sus seres queridos, particularmente a su hijo, que, cuando murió su padre, era apenas un adolescente.

Las cartas son una suerte de coloquio-soliloquio con el mundo y el Uruguay exterior, que, por entonces, aguardaba con expectativa la ansiada refundación de la democracia.

Más emotivas y conmovedoras aún son las cartas enviadas a su hijo Adolfo, como parte de un intenso intercambio epistolar que permitió el mutuo conocimiento entre ambos.

Los textos, que registran la comunicación entre un padre y su hijo preadolescente que vive del otro lado de las rejas, revelan una intensa carga de afecto.

Las cartas tienen un sesgo claramente pedagógico, en la medida que el preso político se transforma en una suerte de maestro y guía para el chico.

La preocupación por la educación del joven, que siguió paso a paso desde la prisión, presentan a un Wasem Alaniz maduro y asumiendo sus insoslayables obligaciones de progenitor.

No obstante, quizás lo más trascendente sean los valores que siempre transmitió a su hijo a través de sus cartas, como el amor, la amistad, la solidaridad, la responsabilidad y la contracción al trabajo, que demuele la habitual teoría del mínimo esfuerzo.

Todas esas enseñanzas definen la praxis de vida del guerrillero, su indudable sentido de la honestidad, de la ética y la moral.

El lenguaje coloquial, que enfatiza particularmente los temas cotidianos, jamás soslayó referencias a su grave enfermedad, con el claro propósito de situar a su hijo en la realidad.

A través de estas cartas, Adolfo Wasem Alaniz se erigió en una suerte de modelo para el chico, por su heroísmo, su sacrificio y su rebeldía a toda prueba ante lo inexorable.

Los textos, que fueron escritos entre 1981 y 1984, desde los diversos sitios en los que permaneció confinado, jamás presentaron a un Wasem quebrado física o espiritualmente.

Aunque para eludir la censura ninguna de estas cartas contiene alusiones políticas, igualmente trasuntan una férrea voluntad combativa para enfrentar la pesadilla del encierro, los malos tratos y seguir abrigando escasas expectativas de recuperar la libertad.

El tono es siempre deliberadamente optimista, procurando desdramatizar lo dramático y, pese a todo, reconstruir la esperanza en un futuro mejor.

Emociona, asimismo, la gran avidez por cultivarse, aprender y crecer intelectualmente, a través, por ejemplo, de la lectura de textos de historia y filosofía o de biografías de personajes célebres.

Esa irreprimible pulsión por leer todo lo que fuere posible, cumplió para el preso político dos propósitos muy concretos: el pasatiempo y una estrategia de evasión que le permitió trascender a su condición de individuo privado de la libertad.

La totalidad de las cartas enviadas a su hijo constituyen una inapreciable herencia en valores realmente perdurable, que supone toda una ética de vida y una postura crítica respecto al presente e incluso ante el pasado.

La profundidad de los planteos da cuenta de una afinada madurez intelectual y de una inveterada pasión militante, que la cárcel jamás logró horadar.

La selección de cartas clandestinas dirigida a compañeras guerrilleras que también estaban recluidas, nos devuelve a un Wasem Alaniz más imbuido que nunca de sus acendrados ideales.

Con la certeza que la noche autoritaria comenzaba a agonizar y se avecinaba el alba democrática, el combatiente reafirma su convicción en la vigencia del Movimiento de Liberación Nacional como herramienta de transformación política.

En ese marco, proclama la necesidad de encarar una profunda autocrítica, desestimando eventuales sectarismos y actitudes soberbias o divisionistas.

Su mensaje es una voz de aliento y acicate a redoblar la militancia, como parte del proceso refundacional y restauracionista.

En estas epístolas, el guerrillero también alude, con lenguaje frontal y descarnado, a su prolongado periplo de confinamiento en las cárceles militares de la dictadura, donde fue aislado y sometido a terribles torturas, apremios físicos y psicológicos.

No obstante, confirma su triunfo sobre la barbarie, que jamás logró quebrar su voluntad ni hacerle perder la cordura.

Dueño absoluto de su racionalidad y de sus emociones, el luchador social enfrentó, simultáneamente, al enemigo autoritario y a la enfermedad que estaba diezmando su cuerpo.

El último capítulo, que está consagrado a los testimonios, adopta otras miradas sobre el personaje, tanto desde el ángulo afectivo como desde la admiración de algunos de sus entrañables compañeros de lucha.

El relato más impactante es, sin dudas, el de Sonia Mosquera, también presa política en Punta de Rieles, quien visitó varias veces a su esposo durante su período de agonía.

La narración, que como otros textos resulta conmovedora, reconstruye los últimos y dramáticos días del paradigmático preso político, que, pese a su grave enfermedad, fue sometido a severas condiciones de encierro en el Hospital Militar.

El recuerdo de la huelga de hambre que protagonizó Wasem Alaniz, es una auténtica prueba de su heroísmo y su entereza para soportar lo humanamente insoportable.

Otra visión no menos removedora es la que proporciona el hijo del guerrillero, quien se crió lejos de su padre. Sin embargo, el contacto epistolar le permitió mantener vivo el amor por su progenitor y abrevar de su prédica siempre lúcida y constructiva.

Estos testimonios, a los que se suman los de Jorge Manera Lluveras y Henry Engler, constituyen cruciales fragmentos de memoria y un merecido homenaje a un luchador inquebrantable, que jamás sucum
bió ante la barbarie de sus carceleros.

Este libro, de fuerte trazo biográfico, recupera el recuerdo del hombre y su peripecia, en un discurrir que transita a través de los territorios afectivos, políticos e históricos.

La lúcida voz de Wasem Alaniz emerge enérgica desde el pasado, para transformarse en una suerte de proclama combatiente.

Más de veintidós años después de su muerte, las palabras del guerrillero asumen la dimensión de un renovado ideario revolucionario y humanista, que nos alienta a seguir bregando por la construcción de la sociedad justa y solidaria que todos soñamos. *

(Edición de la

Banda Oriental)

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