Arte

Javier Bassi: lejanías interiores

Con atraso, los pintores nacionales recogieron la herencia de la posguerra europea y en parte la estadounidense, con la abstracción lírica de París y la Escuela de Nueva York. A fines de la década del cincuenta se impuso el nombre de informalismo para designar una nueva tendencia, ya anticipada en la preguerra por Hartung, Schneider y Michaux, que se adecuó a un sentimiento de insatisfacción, desencanto quizá, como religión desparramada ante los poderes de la razón. La filosofía existencialista y Sartre, su máximo mentor, contribuyó a la nueva situación espiritual, a la náusea hacia una realidad que no sintonizaba con los nuevos paradigmas de la representación del mundo, todavía imprecisos, vagamente intuidos. Paralelamente, los cimientos del Estado benefactor se desmoronaban.

Hubo quiebres aislados en los expresionistas ranchos y lunas de José Cuneo, en el espesor de la materia en Alfredo de Simone, pero no se internalizaron en la conciencia colectiva, fueron postergados al rincón de los objetos incómodos por su posición anticipatoria.

Hilda López, Américo Sposito, Washington Barcala, Nòvoa, Agustín Alamán, Juan Ventayol, Espínola Gómez y Jorge Damiani fueron sus más conspicuos representantes. Utilizaron el negro o los grises intensos como colores emblemáticos, el medio ideal para exorcizar la angustia bronca y rechazar la herencia positivista. De inmediato los acompañaron la generación siguiente (José Gamarra, Nelson Ramos) y la siguiente (Gustavo Vázquez), conformando una línea de continuidad de perdurable raigambre local. El interregno de la dictadura militar y el regreso a la democracia no clausuraron ese sistema de representación. Por complejas circunstancias de aquí y de allá, que no es oportuno elucidar, entre la emergencia de los nuevos lenguajes (video, instalación) el acto de pintar persistió y hasta amenaza, circunstancialmente, de acuerdo a los acordes glo(gle)balizantes, en afirmar su permanencia. Así parecen coincidir (o reincidir), los talentosos Eduardo Cardozo, Walter Aiello, Martín Pelenur, Gustavo Vázquez (en series recientes de paleta sombría, conocidos en su taller por quien escribe) y otros de juvenil vitalidad, aunque incierta motivación, demostrados en la actual temporada. Pocos se comparan con el asombroso refinamiento y dominio expresivo de Javier Bassi.

Con extremo rigor en el enmarcado y el montaje, Crónica incierta, título de los trabajos recientes de Bassi en la Alianza Francesa, envuelve al visitante con la delicada persuasión de una labor ejecutada para atrapar, dulcemente, al más desprevenido. De formatos disímiles (apaisados, como las vistas decimonónicas o el arte oriental, tamaño monumental o mediano) los cuadros, no siempre fáciles de ver por la barrera del vidrio al reflejar la luz artificial (en algunos casos, de manera imprudente), penetran en campo visual y sensible del receptor con la naturalidad de una confesión íntimamente enunciada, levemente alusiva a Joseph Beuys en La ducha, manual para una práctica secreta, obra sobre papel de 1998.

No hay desbordes emotivos, la estridencia del color está ausente, el gesto demagógico o el desplante narrativo también. Las imágenes proponen una lectura pausada, demorada, reforzada por la música incidental en la que colaboró el propio Bassi. Son imágenes que no dicen, sugieren.

Entre 1998, fecha del cuadro que inicia el recorrido de la exposición y el impositivo tríptico central (Vigilia obsesiva, 2005, 1,27 x 0.98 cm. cada uno), pieza rotunda de riqueza expresiva fuera de serie, de 2005, hay un abismo. Siete años le bastaron a Javier Bassi para adquirir un oficio de extrema exquisitez pictórica, de colores de infinitos matices dentro de una restringida paleta de grises y ocres, azules y verdosos, domesticando el dripping y sin caer en los excesos de otros colegas que en la misma sala exhibieron, haciendo de la tenue superposición de manchas y signos, de contenida violencia, de la creación de extraños, insondables espacios que atrapan con sus lejanías interiores. Toda una demostración práctica del paisajismo, sin duda.

Del paisaje romántico e interior, como un estado del alma, que aspira y solicita del con-templador despojarse de prejuicios e identificarse con la vasta inmensidad del universo pictórico extendido sobre el papel o la tela. Dos obras, empero, objetos en madera y metal, afirman en su volumétrica condición, una instancia operativa de repentina apertura hacia otros lenguajes (ya lo manifestó en escala monumental en un Salón Nacional) y posibilitan una intrigante expectativa, mientras ofrece, como una dávida, el disfrute de su pintura, en el máximo punto de expresión. Una lección magistral, sin duda, como un resumen de toda la pintura que fue. *

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