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El príncipe del azafrán

En «El príncipe del azafrán», el escritor Hugo Fontana construye una novela epistolar de atmósferas agobiantes, poblada de perdedores y personajes insulares.

El relato, de trazo explícitamente autobiográfico, ya que el propio Fontana es uno de los personajes, describe la peripecia de un hombre maduro y solitario, que le escribe habitualmente cartas a un vecino, denunciando que su perro ladra todas las noches hasta el amanecer.

El protagonista de esta historia de rasgos surrealistas es Obdulio Ariel, nombre sin dudas sugestivo, porque alude naturalmente a más de un paradigma perpetuado en el imaginario uruguayo.

No en vano este ignoto personaje nació nueve meses después de la legendaria conquista deportiva de Maracaná, ya que fue concebido por sus padres en medio del desenfrenado festejo derivado de la hazaña protagonizada por la hoy desteñida enseña celeste.

En el curso de las numerosas misivas que envía sin aguardar respuesta, este solitario empedernido va desbrozando sus propios recuerdos, que exceden en el tiempo al momento del retorno a su pueblo natal, donde nada parece ser como antes de su partida.

El obeso e insomne protagonista minuciosamente descrito por Fontana, hurga en los laberintos de su profusa memoria, poblada de mitos, leyendas, realidades y afectos amputados por el destino.

Su historia es una contradictoria ecuación de auges y decadencias, íntimamente asociada a cruciales acontecimientos de nuestro pasado reciente.

A medida que evoluciona la narración, Hugo Fontana va construyendo el disperso paisaje familiar del protagonista, integrado por su padre (un ex policía condecorado por haberle disparado a un vehículo conducido por un comando tupamaro durante la toma de Pando), una madre ignorante y sobreprotectora, un hermano fracasado y distante y una hermana no menos ausente.

Esta es una historia de fracturas afectivas y desencuentros, de familias desestructuradas y de exilios compulsivos o voluntarios, que es minuciosamente narrada por el protagonista, relator y autor de la correspondencia enviada al indiferente vecino.

Con permanentes referencias a un impune edil colorado que arrolló con su vehículo a un peatón condenándolo a la invalidez, la narración transita a través de los tortuosos territorios del recuerdo, de las soledades, las segregaciones y las frustraciones por lo que pudo ser y no fue y los sueños jamás concretados.

En algún aspecto, ese «hijo» de Maracaná padece el mismo proceso de decadencia terminal del mito de la Suiza de América, que pese a su definitiva extinción, pervive en nuestro imaginario como una suerte de perpetuo espejismo.

La recurrente alusión del autor a la pasión por el fútbol, comporta también una metáfora de la contradictoria ecuación realidad-leyenda.

El novelista, también personaje de esta historia de desterrados en su propia tierra, retrata los intensos delirios de ese obeso insomne, que sobrevive separado de su propia familia, gracias a una mísera pensión vitalicia que le fue otorgada durante la dictadura.

Los viajes oníricos rumbo a ignotos universos personales, discurren entre una oscura niñez bajo el ala de una madre posesiva y castradora, hasta los imaginarios coloquios con famosos personajes de nuestra historia, que se presentan como fantasmales imágenes que emergen de un espejo.

El propio azafrán al que alude el título de esta novela, es también fruto de la enfermiza compulsión del personaje protagónico, que aspira a transformarse en un hombre rico siguiendo las recetas de políticos tránsfugas, que prometieron, durante décadas, la nunca concretada resurrección del Uruguay de la prosperidad.

El atribulado Obdulio Ariel es un arquetipo del uruguayo de baja clase media, consuetudinario comprador de quimeras y adherente a gobiernos que se perpetuaron mediante engaños y promesas electorales incumplidas.

Hugo Fontana transforma a su personaje en un verdadero símbolo del desencanto y el desaliento que ha ido ganando a los uruguayos en las últimas décadas.

Este marginado, a quien los insoportables ladridos de un perro le impiden dormir durante la noche, es un inocente desgraciado que vive anclado en el pasado, abatido por complejos de inferioridad y que incluso no ha podido cortar el cordón umbilical con determinados temores y prejuicios paralizantes.

El autor construye una icónica fantasía con los delirios oníricos de su atormentado personaje, cuya imaginación convoca, en su cumpleaños, a los generales José Artigas y Fructuoso Rivera, a Julio María Sanguinetti, Raúl Sendic, Juan Carlos Onetti, Edgar Hoover, John F. Kennedy, Marilyn Monroe, Burt Lancaster, Enzo Francéscoli y hasta al temido príncipe Blas Tepes, recordado como «El empalador».

El novelista reflexiona en torno a los lados oscuros e iluminados, a radicales dicotomías históricas y a revoluciones artiguistas emancipadoras. Sin embargo, no soslaya abundantes referencias a emblemáticos traidores recurrentemente venerados, a relatos distorsionados y a discursos oficiales que construyen la mentira.

La historia de este singular Obdulio Ariel es una perpetua experiencia de desencanto, la peripecia de un empedernido perdedor esclavo de sus propios miedos y un segregado hijo del prejuicio y la represión.

A través de los recuerdos registrados en ese soliloquio epistolar, el narrador describe la diápora de un pequeño pueblo del Interior, que simboliza no sólo el vaciamiento poblacional del Uruguay de tierra adentro, sino también los éxodos contemporáneos que han fracturado dramáticamente nuestra identidad y dispersado a miles de compatriotas en casi todo el mundo.

El muro que separa al infeliz protagonista de su padre, que no es sólo físico sino también afectivo, comporta también una contundente metáfora acerca de las habitualmente infranqueables fronteras que dividen al ser humano en compartimentos estancos, tanto ideológicos como sociales, religiosos y culturales.

Hugo Fontana trabaja con la arcilla literaria de la desolación, para describir a un Uruguay de paisajes cada vez más vacíos y despoblados. Ello se expresa no sólo en la alusión al imparable éxodo, sino en la desaparición del ferrocarril de pasajeros  un auténtico patrimonio agredido por los intereses del gran capital – perpetrada por los gobiernos de la posdictadura.

El tren, históricamente asociado a las comunicaciones y al progreso, amerita una valoración que excede a evaluaciones meramente economicistas, para adquirir una dimensión simbólica ligada también a nuestra identidad nacional.

El relato de Hugo Fontana evoluciona hacia rumbos a menudo imprevistos, transitando los recónditos laberintos de la memoria.

La obra, de trazo sin dudas autobiográfico por la materia prima literaria trabajada, es una auténtica alegoría del Uruguay decadente instalado en el imaginario colectivo.

Aunque la acción y la peripecia narrativa se concentran en el segregado y desdichado personaje, hay abundantes agonistas que retratan elocuentemente la cultura de pueblo chico, con sus etologías, sus conflictos y sus contradicciones.

Fontana asume una tan inteligente como recurrente apelación a los mitos y a las leyendas de carne y hueso, de ayer y de hoy. Todas esas imágenes, que se proyectan en ese espejo refractario, nacen del vientre de la imaginación del obsesionado protagonista.

Aunque el autor desarrolla la narración en formato epistolar, abundan las situaciones estructuradas en un lenguaje casi cinematográfico, en el que el tiempo y el espacio van marcando los ritmos de lo que sucedió en el pasado o está sucediendo.

En esta novela, el escritor y periodista Hugo Fontana corrobora su indudable solvencia de narrador, imprimiendo al relato un trazo
deliberadamente costumbrista, que apela frecuentemente a la identidad y al sentido de pertenencia.

En ese contexto, mixtura personajes mínimos con celebridades  en muchos casos situados en las antípodas- para retratar a un país aún anclado en el espejismo de sus tiempos más gloriosos.

No en vano el disparador de la obra es un acontecimiento deportivo de indudable connotación simbólica, como el histórico «Maracanazo» que  hace ya cincuenta y cinco años- situó a nuestro Uruguay en el cenit de la consideración planetaria.

Este acontecimiento, que reviste ya una dimensión sociológica que trasciende a todo parámetro racional, opera en el relato como una construcción mítica.

Más allá de la ficción, «El príncipe del azafrán» es una novela de sesgo testimonial que describe el derrumbe de numerosas quimeras, mediante un lenguaje a menudo coloquial que no desestima el humor y propone múltiples lecturas reflexivas.

(Editorial Planeta)

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