ANTICIPO EXCLUSIVO DEL LIBRO DE PABLO PIERA QUE, EDITADO POR TRILCE, ESTARA DESDE HOY EN TODAS LAS LIBRERIAS

El negro Viñas, más allá de los muros

Esos son los personajes que habitan la serie de libros «Vidas rebeldes» publicados por Ediciones Trilce (los dos primeros fueron El Cholo González, un cañero de Bella Unión y Yenia Dumnova, un amor de la guerra fría) a la cual se suma en estos días El negro Viñas, más allá de los muros por Pablo Pera Pirotto.*

Montevideo era todavía una ciudad tranquila cuando en el invierno de 1961 se vio sacudida por una ola de asaltos espectaculares que realizaron los argentinos hermanos Viñas, el «Mincho» Martincorena y «Varelita», nombres que aún perduran en la memoria popular.

Ovidio Adalberto Viñas, «el Negro», fue un actor principal de esos hechos que ocuparon las primeras planas de los diarios durante semanas, mientras la policía buscaba sin tregua a los responsables. Preso durante más de veinte años (no sin intentar escapar a los tiros, en una ocasión) se integró al MLN en la cárcel y con un grupo de tupamaros consiguió fugarse en 1972. De nuevo en prisión, recién recuperó la libertad con la amnistía de 1985. Quienes compartieron con él la cárcel lo recuerdan como un individuo inteligente, fraterno y leal, aun en sus contradicciones.

Una vez en libertad vivió una segunda vida marcada por una historia de amor fuera de lo común y por el afecto de quienes lo rodearon.

 

No me arrepiento de nada

«De lo que he hecho en mi vida, no me arrepiento de nada, porque si viviera de nuevo haría exactamente lo mismo. Es un problema de la misma sociedad que te obliga a realizar determinadas cosas aunque uno no quiera. ¿Qué se puede sacar de esos niños que andan en la calle?» dice el Negro Viñas  quien falleció el 28 de diciembre pasado  en este libro.

La mañana del 12 de julio de 1961 despertó fría en Montevideo. Un cielo gris amenazaba con descargar en cualquier momento una intensa lluvia, mientras el viento subía desde la rambla portuaria hasta las puertas del viejo Cambio Paganini, ubicado desde 1876 sobre la calle Colón.

Todo hacía esperar otra tranquila jornada en la ciudad cuando, apenas antes de las once, cuatro hombres se bajaron de un taxi que permaneció en marcha; uno quedó en la puerta y los otros tres entraron al negocio pistolas calibre 45 en mano. Eran el Mincho, el Negro y Nicanor Noguera, que con gran rapidez apuntaron a los dos empleados y les exigieron las llaves de la caja fuerte. Carlos Guiria y Héctor Valarino les contestaron que no las tenían consigo. Era verdad: estaban puestas en la cerradura de la caja que todavía no habían abierto ese día.

En ese momento llegó un tercer empleado que había ido a comprar una planta. Evelio Viñas, el hermano del Negro, que estaba afuera, lo condujo detrás del mostrador junto con tres clientes, a quienes previamente despojó de un reloj y un anillo avaluados en 3.000 pesos de la época, y del dinero que llevaban encima.

Encerraron a todos en el depósito y sin perder tiempo llenaron un portafolio con billetes de diversos países por una suma de 80.000 pesos uruguayos. En total todo el hecho duró apenas unos cuatro minutos.

«Lo del Cambio Paganini fue de mañana y a cara descubierta, total, acá no sabían quiénes éramos. Yo pasé por la puerta unos días antes, miré y nada más. Eso fue suficiente. Era fácil porque por ahí no circulaba mucha gente», recuerda Viñas.

Pero, inesperadamente, en el momento en que los asaltantes salían del cambio se encontraron con tres funcionarios policiales de Hurtos y Rapiñas que pasaban ocasionalmente por allí en su recorrida portuaria: el oficial Pedro Píriz Pereyra, de 26 años, el agente Ruben Do Reis, de 21 años, y José María Blanco de 31 años.

«El coche estaba en segunda fila, porque no había lugar para parar. Cuando salimos del cambio, entró primero mi hermano, que quedó del lado de la calle y después yo, que quedé del lado del cordón. Entonces, cuando va a subir Noguera al auto, aparecen tres tipos y uno lo agarra. Se llamaba Píriz. Blanco se puso adelante nuestro, apoyado en el guardabarros y el tercero, que era Do Reis, le pone la pistola en la cabeza al chofer. Faltaba llegar el Mincho que había quedado encerrando a los giles, como le decimos nosotros a los empleados.

Los botones no sabían que éramos asaltantes; ellos creían que éramos contrabandistas. No vieron para nada el asalto. Entonces yo les dije: ‘Bueno, perdimos, mala suerte, vamos a la comisaría’, y cuando Píriz estaba por subir y ya tenía un pie adentro, Blanco le dijo que no lo hiciera. Si entraba al coche no pasaba nada: lo apretábamos, le sacábamos el arma y después lo largábamos. Y ahí fue que se armó el tiroteo. Entonces yo le pego un tiro a Blanco al lado de la ingle, y él se tiró debajo de un jeep y no salió de ahí. Después le tiré a Píriz. En eso sale del cambio el Mincho, y como ve que estábamos apretados, le tira también a Píriz. Noguera también le disparó a él, y mi hermano le pegó tres tiros a Do Reis. Ellos no estaban acostumbrados al tiroteo y nosotros en Argentina teníamos lío todos los días.

Me acusaron a mí de ser un posible autor de los disparos que mataron a Píriz porque estaba al lado de él. Yo le tiré, pero también Noguera y el Mincho; no sé si fui yo el que lo mató.»

 

Nos buscaba todo el mundo

La noticia del robo ocupó la primera plana de los diarios vespertinos de ese mismo día y de los matutinos de la jornada siguiente, y todas las estaciones de radio y canales de televisión comentaron con asombro lo sucedido.

Por primera vez la sociedad uruguaya escuchaba los nombres y veía los rostros de dos delincuentes que, desde entonces, quedarían grabados para siempre en la memoria popular: El Mincho Martincorena y el Negro Viñas.

«Nos buscaba todo el mundo; la Policía, el Ejército y la marina tenían todo copado. Nosotros nos reíamos porque en Argentina no hacen eso; los dejan, porque piensan que en algún asalto por ahí ya van a caer. Por eso, más que nunca íbamos únicamente a donde era seguro, seguro. […] Pero como a los quince días nos descuidamos y nos fuimos a la Cantera de los Presos, a un club político que era del ‘loco’ Braida.»

El 2 de agosto de 1961 el Comisario Víctor Castiglioni salió en busca de los delincuentes junto con el propio Director de Seguridad. Repartidos en dos automóviles, y acompañados por algunos agentes policiales, llegaron al atardecer a un rancho ubicado en Isla de Gaspar y Minnesota, que era de un ladrón local de poca monta que falsificaba bebidas: Roberto Doble Ancho Braida, también conocido como El Negro Braida.

«En ese club político caímos todos menos el Mincho, que se escapó», recuerda Ovidio. «Yo no pude porque tenía tres fisuras en la pierna. ¡Por eso no logré saltar un murito.»

«Yo entré a la cárcel como procesado, aunque sabía que mi condena era de veinticinco años y de uno a cinco de seguridad. Treinta años en total. Eso porque se consideró que yo sería un posible autor de la muerte del oficial en el asalto al cambio. A mi hermano le dieron veinticuatro y de uno a cinco.

 

Primer contacto con los tupamaros

«Tuve contacto por primera vez con los tupamaros en 1968. El primero con el que hablé fue con Julio Marenales. Ellos estaban excluidos también, y estuve durante una visita de familiares con él.

 Yo quiero hablar con usted  le dije.

 Bueno, pero yo estoy excluido.

 ¿Usted entiende algo de máquinas de tejer?

 No, nada.

 No importa; yo voy a romper una máquina y lo voy a mandar llamar.

Entonces, al otro día, lo llamo al Primero que era el Negro Leoncino y le dig
o que se me había roto la máquina.

 Mirá, hay un loco que llegó hace poco, creo que se llama Manera o Marenales…

 Ah sí, un subversivo.

 Sí, creo que él sabe arreglarlas.

Al rato me lo trajo a mi celda. Estaba mi hermano también, porque a él lo pasaban para tejer conmigo. Y la primera pregunta que le hice fue por qué robaban. Entonces, Marenales nos empezó a explicar por qué lo hacían.

Después lo llamé a Marenales como dos veces más, siempre con la excusa de las máquinas. Lo único que hacía era sacarle un tornillo y después se lo volvía a poner. Los botones nunca se avivaron.

Al tiempo cayó Raúl Sendic, después Jorge Zabalza, Eleuterio Fernández Huidobro, el Pepe Mujica. Después, cayeron diez, cayeron veinte, y cada vez eran más.»

«Nosotros nos quedamos en la primera fuga de los tupas sabiendo todo. Ese día me acuerdo que vinieron Angel Yoldi y Jorge Zabalza a comer a la celda mía. Pusimos una bolsa de arpillera como mantel y comimos un terrible guiso. Entonces nos dijeron a mí y a mi hermano:

 Nosotros sabemos que ustedes saben. Les pedimos por favor que esto no se corte.

 Quedate tranquilo que nosotros no somos botones. Nos tenemos que quedar, bueno, mala suerte.

 Pero mirá ‘Negro’, que va a haber más. Va a haber más.

Y así fue. Al poco tiempo, la mayoría fue cayendo de nuevo en cana, y entonces apareció la otra fuga. […]

La mañana del 12 de abril de 1972 estábamos con el Negro Zoquete charlando con Yoldi y de repente se abre la puerta de una celda y sale un tipo envuelto en una manta, lleno de sangre. Entonces Yoldi dice: ‘Un compañero, voy a ver que pasó’, y sale corriendo hacia abajo. Y yo le digo al Negro Zoquete: ‘Yo también voy a ver qué pasó’. Y allá salimos atrás de él. Antes, ya había ido un grupo de seis al hospital y ahora otros seis llevaban al compañero de la manta.

Cuando llegamos nosotros al hospital estaba Zabalza en la entrada. Él vio que veníamos y esperó un poco para que entráramos y después cerró la puerta. A mí la libertad me la dio Zabalza. Enseguida agarré un corte que me dieron, pero ya estaban apretados todos los botones, los médicos, los enfermeros, todos. Y entonces fuimos para el sótano, donde se abrió un agujero en el piso.»

 

Mirá, mirá, la burguesa es de izquierda

Poco tiempo después volvió a ser detenido en un local tupamaro. Luego de numerosas sesiones de torturas de traslados diversos  entre los cuales el Penal de Libertad  fue nuevamente a la cárcel de Punta Carretas.

«Muy temprano todas las mañanas me sentaba a tomar mate y a mirar hacia la calle por la ventana de mi celda, la número 374. Estaba en el cuarto piso, que era el único desde donde se podía ver hacia afuera. Pasaban los coches, la gente que iba a trabajar, y de la casa de enfrente salía una señora que se tomaba el ómnibus. Volvía como a las dos de la tarde. Yo le decía a Evelio, al que todas las mañanas lo pasaban para mi celda: ‘Mirá, ahí sale la burguesa’. Le decíamos también ‘la Coneja’ porque siempre estaba rodeada de muchos niños. Evelio me comentaba: ‘Che, todos los años tiene uno; ¡es una coneja!’. Ahí todavía no sabía que era maestra.

A Nella la miré durante unos dos años, más o menos, hasta que en 1984, cuando se estaba terminando la dictadura, pensé cómo podía hacer para comunicarme con ella. Entonces, un día, antes de las elecciones, la veo salir en un Volkswagen Fusca amarillo que tenía la bandera del Partido Comunista y la del Frente Amplio. Y yo desesperado lo llamé enseguida a Evelio: ‘¡Mirá, mirá, la burguesa es de izquierda!’

Con un preso que tenía permiso de salida le envió una nota.

Él cruzó y llevó mi carta en donde yo le decía a aquella mujer que hacía muchos años que la veía salir y que la felicitaba porque ahora llevaba banderas del Frente. También, le contaba que estaba preso en el Penal y que tenía para mucho tiempo más. Ese año para Navidad me mandó un pan dulce y para fin de año otro más. Entonces, yo le escribí otra cartita donde le puse al final un poema de Nazim Hikmet. […]

Ella me contestó y empezamos a cartearnos. Yo siempre le dije la verdad: dónde estaba, por qué había caído, que era un delincuente social que ahora pertenecía al Movimiento de Liberación Nacional, que pensaba salir en libertad pero que no sabía cuándo, que antes tenía miedo de morir adentro de la cárcel pero que ahora no, y que siempre tuve el espíritu de fuga, que no lo perdí nunca. Yo le puse toda la verdad, no le oculté nada.

Y seguimos escribiéndonos durante tres meses, hasta que ella cruzó con su hija Alejandra, que en ese tiempo tenía once años. Esa fue la primera vez que nos vimos cara a cara, porque no nos conocíamos ni por foto.

Después de ese primer encuentro, empezó a visitarme cada dos días, y de vez en cuando me mandaba comida. Fue muy importante para mí, porque en ese tiempo yo no tenía a nadie.

Entonces empezamos a comunicarnos de una manera original. Me hice todo el abecedario en hojas de papel; una letra por cada hoja. Ella miraba con prismáticos desde la ventana de la casa y yo iba armando los mensajes. Así le contaba todo lo que estaba pasando, y a veces incluso de esa forma sacaba comunicados políticos para afuera. Ella también me ‘escribía’ con unas letras más grandes y prolijas.»

 

Una historia única, no hay otra igual

«Un día a las seis de la tarde, me acuerdo que estaba mirando por la ventana cuando veo que para un taxi, se baja Nella y me hace señas con un papel: era la libertad. Les dije a los compañeros de celda: ‘Me parece que me voy hoy’. Ya era de tardecita cuando empezaron a nombrar a los que se iban. Nombraron como a sesenta o setenta, y uno fui yo. Regalé la radio, el televisor, todas mis cosas a los que se quedaban. Lo único que me quería llevar eran los libros y las cartas.

Me llevaron a la dirección del Penal y ahí me dijeron: ‘Bueno, Viñas, está en libertad’. El intendente me estiró la mano para saludarme y lo dejé con el saludo en el aire; pegué media vuelta y me fui. A las ocho de la noche del 21 de mayo de 1985 finalmente salí en libertad.

Los primeros días me quedé en una pieza que había en la sede del MLN y después me fui a vivir definitivamente con Nella a la casa de la calle Ellauri 367, la misma que veía desde mi celda. La nuestra es una historia única en el mundo, no hay otra igual.» *

* Pablo Pera Pirotto (Montevideo, 1972), es doctor en Medicina y licenciado en comunicación periodística. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales en poesía, cuento y ensayo.

Fotos de portada: Viñas en foto reciente (color). El Mincho Marticorena y el Negro Viñas en 1961. Mara, Evelio Viñas, «El Pibe Oscar» y el Negro Viñas también en 1961. (blanco y negro).

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