ARTE

Un Salón para pocos

El Reglamento del Salón Municipal padece, desde unas cuantas ediciones, siempre salteadas, nunca continuas, graves anomalías. Denunciadas repetidamente, algunas se corrigieron (los jurados extranjeros) y otras permanecen (la limitación previa de los artistas a exponer, 25, luego, sin justificación pasó a 33, la obligación de presentar carpetas para ser estudiadas en un medio artístico que no las habilita por lo menos en su totalidad). Todo conduce a la formalización de un salón elitista que se contrapone a los proyectos de la creación inicial de los salones municipales en 1940 cuando había una proyección social del artista. En la actualidad, lejos de la amplia inclusión de un número cada vez creciente de oficiantes, se marca el territorio para un grupo limitado.

Los incentivos al artista son mínimos. Escasos premios y escasas cuantías, un catálogo mezquino y poco informativo, además de contener errores tipográficos y de los otros, seguramente amparados en la falta de presupuesto, ese que se derrocha en vulgaridades populistas o en mayúsculas equivocaciones como en la reconstrucción del Teatro Solís.

Para peor el Jurado no tiene representante de los participantes, suplantado por un veedor que rebaja la incidencia de los artistas a su mínima expresión (y nadie protesta por comodidad burocrática) y ofensivo para la independencia de los propios miembros del tribunal que deben tolerar la incorporación de un inspector cuya función es chismear afuera lo que ocurre adentro. Así se desvanece toda seriedad funcional.

En la versión del Salón Municipal de Artes Plásticas 2003 lo primero que llama la atención es la ausencia total de cualquier nombre nuevo como si las generaciones veinteañeras no existieran (el más joven participante tiene 28 años) y todos tienen una trayectoria pública conocida. Otra extrañeza es la insistencia en premiar a los ya recientemente premiados sin que las obras (aunque es un criterio opinable) lo justifiquen por su envergadura creativa. Desterradas las revelaciones, se agregaron demasiadas obras que se molestan mutuamente en el poco espacio disponible y todavía con una cartelería que juega a las escondidas. Lo mejor de este Salón está a la entrada del Subte: finalmente se puso el tramo indispensable a la baranda de la escalera y muchos visitantes no tienen que darse vuelta ante la dificultad que rompía los ojos y que sólo los arquitectos comunales no advirtieron desde el primer día. Mejor es tarde que nunca, se dice.

Desde el prólogo el Jurado apuesta al eclecticismo, a la diversidad de lenguajes que practican los artistas uruguayos. En realidad, apostó a la inofensiva neutralidad creadora, a la trivialidad formal mal ejecutada (desde el venerable Rodolfo Uricchio en la técnica del collage que no es su fuerte, hasta los tanteos de Rulfo y Diego Focaccio, siempre cambiantes cada año), a la ausencia de una intensa expresión pictórica (convencionales y repetidos, aunque no lo sean, los cuadros de Eva Olivetti y Javier Bassi, oscilantes entre el intimismo y la ambición decorativa, el ensamblaje desprolijo de Analía Sandleris) y que curiosamente, en el caso de Martín Mendizábal, con un espléndido caudal pictórico demostrado el año pasado, lo abandonó en función de una signografía poco convincente. José Cardozo, vuelto a la pintura de sensibles resultados, luego del desaire oficial por un premio legítimamente obtenido, debió abstenerse de concurrir aunque ya lo había hecho en anterior ocasión. En fin.

Otros se orientan hacia el conflictivo mundo de hoy. Ricardo Lanzarini investiga la marginalidad montevideana y el resultado, débil como metáfora, ilegible y con pobreza en la fotografía (debieron ser golpeantes como imágenes, precisas como un silogismo) no traspasa la fase de un proyecto a tener en cuenta. No obstante, fue distinguido con el Gran Premio, aunque en el catálogo no se registra esa circunstancia ni de los otros premiados. Juan Angel Urruzola persiste en la memoria del pasado cercano con un puzzle para armar mientras ironiza, por otro lado, sobre los contenedores de las obras de arte. Haroldo González echa una mirada en Trasfondo sobre las ansias dolarizadoras, mientras Claudia Anselmi, con menos poética que la instalación presentada en Dodecá, apunta a lo cotidiano y a la autorreferencialidad.

Hay aciertos en las tres (debieron ser dos) trabajos de Felipe Secco en un muy cuidado montaje, en las esculturas de Abel Rezzano (aunque tiene mejor), en Sergio Porro, más eficaz en la técnica. Lo más atendible son los envíos de Fidel Sclavo con su refinada sutileza, el video de Juliana Rosales con dominio de sus recursos operativos, aunque no todos los días funcionan, y la instalación de Lala Severi en Arquigrafías un retorno bienvenido. Patricia Flain no mantiene la expectativa creada en anteriores oportunidades a partir del envío de la Bienal del Mercosur y suplanta, como Cecilia Vignolo, la intensidad por lo espectacular, Federico Arnaud se perjudica al desinflarse los globos y Mario Sagradini da una vuelta de tuerca a la idea presentada en Políticas de la diferencia. Arte iberoamericano fin de siglo en el Malba de Buenos Aires, aunque sin la inventiva de aquella. En resumen, un salón más, falto de energía movilizadora ni en lo individual ni menos, colectiva. Habrá que esperar tiempos mejores o que los rechazados, entre los cuales se contabilizaron artistas notorios y hasta proyectos de principiantes muy atendibles, se manifiesten. *

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