MIEDO

Se lo explota todo el tiempo; en los medios, en la política, en la familia, en el Estado, en la vida cotidiana. Está allí, como el sentimiento básico que es, para ser utilizado a los antojos de una voluntad arbitraria. En general, es el miedo al otro; el otro desconocido, el distinto, el que no es «como nosotros»: de otro barrio, de otra clase, de otra cultura, de otra raza. Es un otro tanto más fantaseado cuanto más desconocido. Y en ese receptáculo maleable, donde todo puede ser puesto, colocamos aquello que rechazamos, nuestros temores instintivos, el lugar donde confluyen todas las nociones de peligro, donde se produce la suma de todos los miedos.

Y es que el miedo es uno de los sentimientos básicos de los humanos, y existirá mientras quede algo en nosotros del animal que somos. Sin embargo, la construcción «social» del miedo va mucho más allá de la naturaleza instintiva que hace al animal que se defiende. Es algo que debe y merece ser analizado, porque el uso de esa pasión básica del hombre, puede servir para fines constructivos (como la paz) de la misma manera que para fines destructivos (como la guerra).

El miedo es el sustrato básico de la desconfianza. Y se profundiza cuanto más se fragmenta la sociedad. Cuanto más nos aislamos en el mundo de los «iguales» tanto más peligrosos nos parecerán los otros, por el mismo hecho de que serán más desconocidos, y por consiguiente, más pasibles de ser identificados con todas nuestras fantasías (esas que ponen en juego todas las películas de terror, y todas las series televisivas basadas en crímenes, asesinatos y detectives que inundan la pantalla de la televisión todos los días). Un buen día ya no será el desconocido el que nos atemorice, sino el otro más próximo, el que no integra nuestro círculo de «íntimos», el que no es de nuestra familia. Entonces, habremos de desconfiar de casi todos. Eso ya está pasando en Uruguay, y el sentimiento de inseguridad pública es sólo el emergente e ello.

Una encuesta realizada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el año 2007, mostró que los uruguayos apenas confían en la familia. Ante la pregunta: «en términos generales, ¿diría usted que se puede confiar en la mayoría de las personas o que no se puede ser tan confiado al tratar con la gente?», sólo el 18.4% respondió que «se puede confiar en la mayoría de las personas». La abrumadora mayoría, el 75,5% dijeron que, simplemente, no se puede ser confiado. Casi todos ­no todos, sin embargo (85.2%)-, confían completamente en su familia, pero no mucho más. Menos de la mitad de la gente confía «algo» en los vecinos, compañeros de trabajo y conocidos. La inmensa mayoría también (73%) no confían nada en las personas que recién conocen.

La desconfianza parece en Uruguay estarle ganando la partida a la confianza. Esto habrá empezado a minar, de a poquito primero, y definitivamente después, la capacidad que tenemos para emprender cosas colectivas con los otros, con los desconocidos. Porque sin un sentimiento de confianza inicial, ¿cómo podremos trabajar con los otros? ¿Qué clase de pacto podrá emprenderse con aquéllos con los que no confiamos? Una sociedad de desconocidos que desconfían mutuamente los unos de los otros, es una sociedad dócil, manejable, manipulable. Una sociedad de tribus desunidas, para ser gobernada por unos pocos caciques.

Ese es el correlato inevitable del triunfo del miedo y la desconfianza, y por ello es tan importante que la izquierda dé un debate profundo sobre el tema de la inseguridad, si no quiere comenzar a padecer el padecer el viejo problema de la estigmatización progresiva e irreversible de las «clases peligrosas»: los jóvenes, los asentamientos, los que usan drogas, y así…

Que en un país como Uruguay, la inseguridad pública se haya transformado en el principal tema de preocupación, es por lo menos llamativo. No sólo con relación al grado de peligrosidad real que la sociedad uruguaya ofrece (y sobre esto abundan los datos), sino también por quién lo explota (los partidos tradicionales, los grandes medios de comunicación, las empresas de seguridad), y por cómo la propia sociedad (y en especial, la izquierda) reaccionan a eso.

Si la campaña de recolección de firmas que lleva a cabo el Partido Colorado para bajar la edad de imputabilidad está en el centro de la agenda pública, no es sólo mérito del Partido Colorado. En primer lugar, hay que reconocerle mérito al Partido Nacional, que incentivó la formación de una Comisión Bicameral para el estudio de la «minoridad infractora» que tuvo este tema en el tapete por lo menos desde diciembre del año 2010 hasta abril de este año.

Durante todo este tiempo, la izquierda no dejó de hacer propuestas «alternativas» a la imposición de una visión conservadora y autoritaria sobre los «jóvenes en conflicto con la ley», pero con poco impacto simbólico. La inmensa mayoría de expertos consultados sobre el tema (incluyendo la difusión de un reciente comunicado de Unicef sobre la posible incursión en violación de variados códigos internacionales relativos a la niñez y adolescencia en que incurriríamos de prosperar la propuesta del Partido Colorado), tuvieron una posición más que sensata sobre este tema. Se manifestaron contra la mantención de los antecedentes penales de los adolescentes, a favor de reforzar el rol de rehabilitación del INAU, contra la baja de la edad de imputabilidad, a favor de alivianar las penas, abogando por penas alternativas a las de privación de libertad, etc.

Pero aunque hubo una suerte de consenso académico sobre el tema en el que primó una visión completamente contraria a la «mano dura», lo que triunfó como mensaje, fue que el asunto de los jóvenes que rapiñan y matan se había vuelto casi inmanejable para la sociedad uruguaya. A ello colaboramos también desde el Frente Amplio, no sólo en la campaña electoral ­cuando definimos el tema de la seguridad pública como central, arrinconados por el juego que ya habían definido los partidos de la oposición- sino cuando transformamos la «seguridad pública» en la prioridad presupuestal, y acabamos, tratando de darle una solución al problema, multiplicándolo con derivaciones impredecibles. .

La campaña por la recolección de firmas para la baja de la imputabilidad, que tiene flancos jurídicos, constitucionales y legales de vidriosa legitimidad, no está ahí por la medida concreta (bajar la edad de imputabilidad), es claro. No está destinada ni a resolver un problema concreto, ni a generar política alguna. Eso lo tienen claro quienes la organizan. Está ahí para seguir teniendo el tema sobre la mesa. Por eso es importante que sea larga, que organice, que genere agenda, que haga ruido. Ese es su principal mérito y este su principal objetivo.

Uno de sus principales logros, ya se hizo evidente: desplazar el tema de la situación de los presos de la agenda pública. Con nueve mil presos, cárceles hacinadas, denuncias de violación a los derechos humanos sobre la situación de nuestras cárceles (Naciones Unidas primero, y ahora Estados Unidos), y alguna que otra presión por «privatizarlas» al modo chileno (donde los muertos en el incendio superaron con creces a los de las cárceles públicas uruguayas), es paradójico que se pida por aumento de penas o baja de la edad de imputabilidad. Es muy claro que ello sólo aumentará el número de presos y agravará aún más la situación de las cárceles, con el agregado de acelerar la carrera delictiva de los pocos menores infractores que tiene el país (unos mil en un total de doscientos sesenta mil) al encerrarlos junto a los presos mayores. Así, se agravarán aún más los problemas del gobierno de izquierda y terminaremos de meternos en un problema mayor al que tenemos.

Mientras tanto, preparémonos para el otro impacto, tanto más ideológico cuanto invisible, de esta campaña: que una sociedad envejecida, con unas clases medias cada vez menos solidarias con sus pares más pobres, comience a pensar
en los asentamientos, en los niños de la calle, en los marginales, como una suerte de «excrecencia» social que debe ser ocultada, silenciada, enrejada, cuando no exterminada. Es el resurgimiento de la vieja noción de las «clases peligrosas» lo que está en juego en la campaña que recién comenzó. La izquierda tiene el desafío de gobernar, es cierto, pero también de conquistar mentes y corazones para una concepción distinta: esa que reflejó la Mojigata el carnaval pasado, y la Catalina en el más reciente, con mejores palabras y sentido que el de muchos discursos políticos.

|*| Senadora de la República,  Espacio 609, FA

Publicá tu comentario

Compartí tu opinión con toda la comunidad

chat_bubble
Si no puedes comentar, envianos un mensaje