CARRERA ARMAMENTISTA

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la humanidad sufriente desde la Primera, quiso creer que el tiempo de las hecatombes industrializadas había terminado y, con ello el despilfarro de tanta riqueza.

Sin embargo, la llamada Guerra Fría mostró un imparable aumento mundial de aquellos gastos que pronto quedaron empequeñecidos y que, por si fuera poco, al derrumbarse la Unión Soviética y hasta nuestros días, siguieron creciendo a un ritmo que asusta.

Muchos pensaron, después del citado derrumbe que por fin podían pasar a disfrutar las «rentas de la paz». Pero otra vez, ya sin excusa a la vista, la esperanza volvió a quedar degollada.

En esos países de oligárquica supremacía en todos los campos, el gasto militar es, como siempre, un grandísimo subsidio a las universidades y a la industria. Pero, aún así, la desmesura no queda explicada: no hay en el futuro visible, guerras imaginables de tan alta intensidad ­así dicen­ que justifiquen tamaño armamentismo.

Pero a esta altura de los acontecimientos, se puede afirmar que las grandes potencias y otros países «emergentes» se preparan para una violencia que puede resultar inevitable; que además del citado subsidio, hay en sus muy informados cuanto reservados análisis estratégicos, la certeza de haber llegado a los límites infranqueables de los recursos naturales del planeta por lo que se aprestan para una lucha por ellos. Que será despiadada. Al fin de cuentas, esa fue y es la causa de todas las guerras.

Lucha que ya está a la vista en vastas zonas de Africa, el Medio Oriente, el Caspio, hasta las orillas del Indico (por ahora).

En la izquierda estamos «desarmados» ante esta «nueva» y cruda realidad, porque entre otras cosas fuimos «cómplices» de haber llegado a tal extremo: tragamos sin chistar las gruesas ruedas de molino del productivismo, el despilfarro de los bienes naturales no renovables y adoptamos los modelos de consumo, urbanización e industrialización (entre otras cosas), creyendo que eran infinitos.

Y todavía estamos empantanados en ese garrafal error y en, por así decirlo, sus gruesas falsedades.

Aceptamos del capitalismo su regla esencial: el crecimiento exponencial perpetuo en flagrante contradicción con los límites materiales impasables y las leyes de la termodinámica (por señalar algunas de entre todas las demás violaciones). Y hasta enseñamos e intentamos aprender como «Ciencia» (delirante), una cosa basada en tamaño disparate. Al extremo que hoy buscamos, febrilmente, incluso aplicarla…

Es cierto que se levanta (en realidad desde hace ya un tiempo) un vasto movimiento mundial alternativo. El único que ha elaborado con seriedad una alternativa que, como es lógico, va mucho más allá de la «economía» en boga: la catástrofe es civilizatoria. No la pueden arreglar los economistas, más bien todo lo contrario.

La cosa es clara: seis mil ochocientos millones de habitantes que crecemos rumbo a los nueve mil dentro de pocos años, es un dato de tal envergadura que, por sí solo, demuestra que dados ciertos niveles de consumo universalmente aceptados y procurados hasta como señal de «desarrollo» (ese mito) incluso por la propia izquierda, el planeta será, indefectiblemente, para una parte ­y pequeña­ de sus actuales y futuros habitantes. El resto sobrará y molestará. Esa mayoría (llamada «resto») deberá ser forzosamente excluida y, de ser ello posible, exterminada. Ya lo estamos mirando aunque no lo queramos ver.

Hay programas y propuestas de izquierda que hoy son viables solamente a cambio de la guerra. Y de la victoria en ella contra otros seres humanos.

Y no podemos ignorarlo ni, menos, hacernos los distraídos cuando los proclamamos.

Por no ir más lejos, el «Plan para Brasil en el 2022″, recientemente hecho por orden de Lula y publicado (diciembre pasado) en festejo de su próximo Bicentenario, se propone (y nos propone a los sudamericanos), para poder crecer, armarnos hasta los dientes porque no habrá otro remedio. Es, por lo menos eso, una consistente opción. Descarnadamente coherente.

La que podríamos llamar de «¡Sálvese quién pueda!» en la que, además de las grandes potencias, están inmersos los principales países «emergentes»: Brasil, India, Rusia, China y varios más. Entre ellos Sudáfrica… Y todos los que pretenden «emerger».

Absolutamente ajenos a la poesía, aprestan sus garrotes para tratar de «salvarse». No vislumbran otro acuerdo posible. Su consigna es vieja: «A Dios rogando y con el mazo dando». Alegan que no hay otra posible, que no sea el suicidio aceptado.

Hay un personaje en la famosa «nouvelle» de Soljenitzin llamada «Un día en la vida de Iván Denisóvich», se trata de «el Evangelista».

Colocados por Stalin en un Campo de Exterminio de los tantos habidos en el siberiano y letal «Archipiélago Gulag», viejos y hasta famosos comunistas, junto con legendarios anarquistas, espías de verdad (uno solo que era el más estúpido del campo), y delincuentes comunes, el Evangelista (que lo era realmente y por ello estaba) compartía con los más débiles (al punto de morirse), la más que escasa ración de su triste plato.

Era el único, en todo el campo pletórico de revolucionarios (que por eso debían ser aniquilados), que lo hacía. Un ejemplo sublime de solidaridad que todos aquellos viejos luchadores admiraban rendidamente. Pero que no imitaban.

Interpelado por otros, y también por su conciencia, Iván Denísovich alegó para la posteridad: -«Cuándo todos sean como el Evangelista, yo también seré como el Evangelista».

Ese es, o sigue siendo, el argumento. No hay otro.

Parte de la izquierda del mundo, con diversos «matices», gobernó, gobierna, o cogobierna, en grandes países, y lo usó y usa con respecto a la ingente mortandad implícita en sus propuestas de un muy feliz crecimiento nacional y per cápita.

La otra izquierda, con su nueva estrategia alternativa, la que nace y crece en el mundo, la que hoy viene planteando las únicas salidas racionales y humanas a la actual situación, queda colocada por los demás en la función del Evangelista: un anticipado suicidio solidario y coadyuvante. Y una de dos: o nos sumamos a ella y la fortalecemos con la razón y la formidable coraza moral que la inviste, esperando vencer la locura en masa (si llegamos a tiempo), o no la fortalecemos ni llegamos con ella a la cita con la Historia y entonces los escasos invictos sobrevivientes levantarán en su memoria el monumento de su mala conciencia al Testimonio.

Este es a nuestro juicio el debate ideológico que merecen la escala y los antecedentes ejemplares de nuestra izquierda. Otra cosa sería discutir pequeñeces en la perinola acorralada del imposible crecimiento exponencial perpetuo.

|*| Escritor, senador de la República.

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