EL PAIS DE LA COLA DE PAJA

«El verdadero valiente no es el que siempre está lleno de coraje, sino el que se sobrepone a su legítimo miedo. Pero si el miedo es, por lo común, algo inevitable y espontáneo, un argumento más primitivo y por eso mismo más poderoso que todos los argumentos de la encumbrada, infalible razón, no pasa lo mismo con la cobardía. En tanto el miedo no pasa de ser un estado de ánimo, la cobardía en cambio es una actitud. En la cobardía, pues, el grado de responsabilidad es mucho mayor que en el miedo, ya que a su miedo el cobarde suma la grave decisión de no afrontar algo, de no dar la cara. El especial estado de ánimo que la jerga popular ha dado en llamar cola de paja, es precisamente una antesala de la cobardía».

Estas palabras de Mario Benedetti, en «Del miedo a la cobardía», una de las partes del famoso «El país de la cola de paja», se han hecho ya también parte de esa jerga popular. Somos ­o al menos éramos, en el sesenta­ un país con cola de paja. ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué quería decir, al menos en ese momento, y qué quiere decir ahora, si esa expresión continuara diciendo algo de nosotros mismos?

 

La corrupción chiquita,  la de todos los días

«Cualquier profesional sabe a ciencia cierta cuán difícil es que un expediente camine en una oficina pública si no se toca a alguno de aquellos funcionarios que están situados en cargos jerárquicos. El solo hecho de que el lenguaje popular haya incorporado éstas y otras palabras («camine» y «tocar») que acompañan y califican todo el proceso de la corrupción, muestran que la corrupción existe, y debería alertar a quienes sólo aciertan a escandalizarse cuando alguien pronuncia la palabra coima».

¿Estamos hoy tan lejos de esto que dice Benedetti? ¿No forma parte de nuestras prácticas habituales pedir favores de aquellos que supuestamente tienen poder (más poder) para hacer que nuestras cosas caminen? ¿Y no convalidamos, con esta actitud, tan habitual, a esa sorda y permanente corrupción, que si no involucra dinero, no nos parece tan terrible? El famoso «amiguismo», ¿no lo practicamos todavía? ¿No se practica todavía en la política y el Estado?

Los tiempos han cambiado, pero vale la pena reconocer al Uruguay de entonces, en el cuento de la jubilación. En «La tregua», un hombre de cincuenta años busca denodadamente jubilarse. Su hijo le dice que conoce a alguien que «le va a ayudar a moverla». El personaje de la novela dice «ayudar a moverla quizá signifique untarle la mano a alguien. No me gustaría. Sé que el más indigno es el otro, pero yo tampoco sería inocente.» Más adelante, el hijo le presenta efectivamente al amigo. Le cobra el cincuenta por ciento del premio retiro. El personaje cede: negocia por cuarenta por ciento.

 

La prensa

«El hombre común ya sabe leer. Qué suerte. Pero lee sólo diarios. Qué lástima. Porque la prensa, tal como es administrada en nuestro país, es algo así como el monumento nacional a la cola de paja. La cándida apariencia es de actitudes contrarias y decididas, de juicios tajantes, de agravios recíprocos; esa es la cándida apariencia, pero en el fondo, todos nuestros grandes diarios se sienten profundamente solidarios. Los eruditos de la columna y el centímetro saben, que en materia de periodismo, el mejor principio es el avisador».

En «La tregua» aparece una impecable descripción del sentimiento de Benedetti respecto a la prensa de su época. El personaje se sienta en el Tupí, a desayunar, y comienza a leer los diarios. «Hay días en que los compro todos», dice. «Me gusta reconocer sus constantes. El estilo de cabriola sintáxica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el masacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo. Y nosotros leemos, y a partir de esa lectura creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a aquél de quien ayer dijeron pestes, y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa».

 

El país de los oficinistas

Sin duda, uno de los mayores legados de la literatura de Benedetti fue el de haber descrito, con una pluma sin igual, al país de las clases medias: conservadoras, resignadas, desapasionadas, oficinescas. Nada, para Benedetti, representaba mejor el espíritu nacional, que el estilo del oficinista: «No importa que haya también algunos mozos de café, algunos peones de estancia, algunos changadores del puerto, algunos tímidos contrabandistas. Lo que verdaderamente importa es el estilo mental del uruguayo, y ese estilo es de oficinista».

Los oficinistas pueden trabajar mucho, o poco, pero deben aparentar que forman parte de una grey esforzada. «Hay que disimular, hay que aparentar que se trabaja. De ahí ese ejercicio del disimulo. Hoy en día, el empleado que se estime sabe que hay una forma de hacerse notar, y es convencer a sus superiores de que su función es compleja, engorrosa, difícil. En ese sentido, hay verdaderos maestros de la complicación y el aderezo, hábiles conversadores que convierten una simple gestión, en algo casi heroico».

La vida del oficinista es el trabajo. Y aun cuando «dentro de la oficina siempre se aprovechan los minutos de tregua para hablar de deportes, política o líos familiares, no bien se cruza la calle, la oficina se convierte en el gran tema. Fuera de la oficina se siente muy poca cosa; el único recurso para seguir siendo alguien, es hablar hasta el cansancio de los problemas, los episodios, los conflictos del trabajo».

¿Y los obreros? «El obrero es, en cierto modo, un mundo aparte. En el Uruguay se piensa siempre en términos de clase media, y el obrero no pertenece a ella. Sin embargo, esa misma ajenidad, le otorga en cierto modo su equilibrio. El obrero conoce sus límites, sabe su credo, defiende su trabajo, aspira a mejorar pero no pretende ser más de lo que es. El oficinista, en cambio, suele perder la noción exacta del sitial que ocupa en la sociedad, se cree más importante de lo que sus zarandeados méritos lo autorizan a pensar, y frecuentemente se siente poseedor del gran remedio que salvará al país».

Quienes nos visitan, dice Benedetti, opinan que somos bastante civilizados, pero «irremediablemente sosos, sin color». También nosotros hemos llegado a la conclusión de que somos «criticones, guarangos y desprovistos de pasión, todo eso unido a una inteligencia bastante despierta, a una picardía deshilachada que es casi un estilo de vida, a cierta capacidad especial para conmovernos y para olvidar rápidamente las conmociones». Pero no es que seamos desapasionados, dice Benedetti, lo que acontece es que sólo poseemos bajas y medianas pasiones: nos faltan aquéllas grandes pasiones que sirven para cambiar un destino». Elegimos no creer, para no comprometernos. La indiferencia, el escepticismo, el refugio en la propia intimidad, y el afán de expatriarse, es otro síntoma de la cola de paja.

Benedetti murió, y mucho se lo ha llorado y homenajeado. Pero, ¿no será que hay algo en este cortejo de la muerte con que honramos a los que han partido, del país de la cola de paja? ¿Habremos honrado suficientemente a Benedetti en su vida, por lo que nos ha legado? ¿Lo habremos amado lo suficiente? ¿No habremos sido un poco escépticos, indiferentes, ajenos? Huelgan estas palabras, entonces, por todo homenaje a su obra, y a una vida buena, la de él, por todo ejemplo.

|*| Politóloga. Universidad  de la República

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