A la cama con Georges (*)

La mujer más desnuda del mundo

Si tienes miedo de todo, lee este libro, pero antes que nada, escúchame: si ríes es que tienes miedo.

Anduve de taberna en taberna hasta que… Había caído la noche.

Comencé a vagar por esas calles propicias que van del crucero Poissonnière a la calle Saint-Denis. La noche estaba desnuda en las calles desiertas y quise desnudarme como ella: me quité el pantalón y me lo puse al brazo; una libertad atronadora me impulsaba. Me sentía magnificado. Tenía en la mano mi sexo erecto.

Sorprendido por algún ruido volví a ponerme el pantalón, y me dirigí a Los Espejos.

En medio de un enjambre de muchachas, Madame Edwarda, desnuda, sacaba la lengua. Para mi gusto era encantadora. La escogí; se sentó a mi lado. Edwarda se abandonó en mis brazos; nuestras bocas se juntaron en un beso enfermizo. La sala estaba repleta de hombres y de mujeres. Durante un instante su mano se deslizó; me rompí súbitamente como un vidrio; temblaba en mis calzones; sentía a Madame Edwarda, cuyas nalgas retenía en mis manos; ella también se desgarraba.

Estreché a Edwarda en mis brazos, ella me sonrió; en ese instante, transido, sentí un nuevo estremecimiento. La voz de Madame Edwarda, como su cuerpo grácil, era obscena:

­¿Quieres ver mis entresijos? ­me dijo.

Con las manos agarradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí, mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor la ranura estiraba la piel con sus manos. Los «entresijos» de Edwarda me miraban, velludos y rosados, llenos de vida.

Ordenó:

­¡Besa!

­Pero … –dije–, ¿delante de todos? …

­¡Claro!

Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin, me arrodillé; titubeando, puse mis labios sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un ruido de olas como el que se escucha en los caracoles marinos.

Escuché otra voz, la de una mujer robusta y bella, vestida con propiedad:

­Hay que subir muchachos ­dijo con voz hombruna.

Pagué a la matrona, me levanté y seguí a Madame Edwarda, cuya desnudez apacible cruzó el salón.

Los espejos que cubrían los muros y el plafón del cuartucho multiplicaban la imagen animal de la cópula: al menor movimiento, nuestros corazones rotos se abrían hacía el vacío en el que nos abismaba la infinidad de nuestros reflejos.

Finalmente zozobramos de placer. Nos incorporamos y nos miramos gravemente. Madame Edwarda me fascinaba: nunca había visto una muchacha más bonita, ni más desnuda. La poseía el delirio de estar desnuda; una vez más, separó las piernas y se abrió; la acre desnudez de nuestros cuerpos nos arrojaba descorazonados en el mismo agotamiento. Se puso una chaquetilla blanca y disimuló su desnudez bajo una capa: el capuchón le cubría la cabeza y un antifaz orlado de encaje ocultaba su rostro. Así vestida, se desprendió de mí y dijo:

­Salgamos.

­Pero… ¿puedes salir? ­le pregunté.

­Vamos, pronto, fifí –dijo ella alegremente ­¡No vas a salir desnudo!

Me dio la ropa, me ayudó a vestirme y mientras lo hacía su capricho mantenía a veces, entre su carne y la mía, un contacto disimulado. Bajamos por una escalera estrecha. En la súbita oscuridad de la calle, me sorprendió descubrirla huidiza, vestida de negro. Se apresuraba alejándose de mí. El antifaz que la enmascaraba la volvía animal. No hacía frío y sin embargo yo temblaba. Edwarda iba ajena a todo; un cielo estrellado, vacío y demente sobre nuestras cabezas. Creí vacilar pero caminé tras ella. Caminamos hasta el agotamiento.

Extenuados, nos tendimos sobre el pavimento durante unos instantes. La cobijé con mi roja. No pesaba mucho y decidí llevarla cargando; la estación de taxis no estaba lejos. La sostuve y ayudada por mí subió al coche.

Dijo débilmente:

­… Todavía no … que espere …

Le dije al chofer que no arrancara. Exhausto, subí al taxi y me dejé caer junto a Edwarda.

Permanecimos largo rato en silencio, Madame Edwarda, el chofer y yo, inmóviles en nuestros lugares, como si el taxi estuviera en marcha.

Edwarda dijo al fin:

­¡Que vaya al Mercado de Les Halles!

Así lo dije al chofer, y se puso en marcha.

Nos llevó por calles sombrías. Calmadamente, Edwarda desató las cintas de su capa que cayó al piso; ya no tenía el antifaz; se quitó la chaquetilla y dijo como para sí en voz baja:

­Desnuda como una bestia.

Hizo parar el coche, golpeando la ventanilla, y bajó. Se acercó al chofer hasta tocarlo y le dijo:

­Mira … estoy en cueros … ven.

El chofer inmóvil miró a la bestia: ella, alejándose un poco, levantó la pierna mostrándole la vulva. Sin decir una sola palabra y sin prisa, el hombre bajó de su asiento. Era fuerte y tosco. Edwarda lo abrazó, lo besó en la boca al tiempo que le hurgaba en la bragueta. Le hizo caer el pantalón diciéndole:

­Ven adentro del coche.

El chofer se sentó junto a mí. Ella lo siguió, y, montándose sobre él, deslizó con su mano al chofer dentro de ella. Yo permanecía inerte, mirando; ella se movía con una lentitud solapada de la que, visiblemente, obtenía un placer agudísimo. El otro respondía y se entregaba brutalmente con todo su cuerpo. Nacido de la intimidad puesta al desnudo de estos dos seres, el abrazo llegaba poco a poco al punto de exceso en que el corazón desfallece. El chofer yacía jadeante.

Encendí la lamparilla interior. Edwarda, erguida a horcadas sobre el obrero, con la cabeza echada hacia atrás, hacia ondear su cabellera. Sosteniéndola por la nuca, puede ver sus ojos en blanco. Se apoyaba sobre la mano que la retenía y la tensión aumentaba su jadeo. Sus ojos se compusieron, y durante un momento pareció apaciguarse. Me vio; en ese momento supe que su mirada volvía del imposible y vi en su fondo una fijeza vertiginosa. La crecida que la inundaba en sus raíces brotó en las lágrimas que manaban de sus ojos.

El goce de Edwarda ­fuente de aguas vivas­ manaba en ella hasta producir el llanto, prolongándose inusitadamente: la ola de voluptuosidad no cesaba de glorificar su ser, de hacer su desnudez más desnuda y su impudicia más vergonzosa. Con el cuerpo y el rostro extasiados, abandonados a un ajetreo indecible, dulcemente dibujó una sonrisa quebrada: me vio en el fondo de mi aridez; desde la profundidad de mi tristeza sentí correr el torrente de su alegría liberada. Mi angustia se oponía al placer de Edwarda, me provocaba un sentimiento agobiante de lo milagroso. Mi desamparo y mi fiebre me parecían poca cosa, pero era en ellos en los que estaba contenida la única grandeza que en mí podía responder al éxtasis de aquella mujer que, en el fondo de un silencio helado, yo llamaba «mi corazón».

Los últimos estremecimientos hicieron presa de ella lentamente; luego su cuerpo, se distendió: el chofer yacía exhausto en el fondo del taxi, después del amor. Yo no había dejado de sostener a Edwarda por la nuca: el nudo se desató; la ayude a recostarse, enjugándole el sudor. Con los ojos apagados, ella se dejaba hacer. Yo había apagado la luz: se adormeció como un niño. El mismo sueño nos invadió, a Edwarda, al chofer y a mí.

He terminado.

(*) Georges Bataille (1897-1962), escritor francés, Extracto de su obra «Madame Edwarda».

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