ESTADOS UNIDOS

Imperialismo y pueblo

Si nadie (que no sea fascista) puede reducir ningún país del mundo a una ideología, una raza, una religión, un idioma y una única tradición, por pequeño que sea, mucho menos esta operación es posible en un país gigante y extremadamente diverso, heterogéneo y contradictorio como Estados Unidos. Pero no solo los fascistas conservadores persisten en esta actitud. La misma es emulada por posturas antiamericanas que reducen esta diversidad a un único individuo: «el americano» o «el yanqui». Generalmente el sustantivo «americano» va asociado a «ignorante».

La etiqueta es contradictoria, especialmente cuando procede de aquellas voces que simultáneamente acusan «al americano» de ser imperialista. Lo cual hoy en día es una operación rutinaria, cómoda y políticamente correcta, que no conlleva ningún coraje intelectual y con frecuencia mucha autocomplacencia que distrae y neutraliza una crítica productiva contra una realidad ­el imperialismo­ que no es única sino parte de una realidad mayor y más compleja.

El mismo Che Guevara, que no sin razón acusó a Estados Unidos de ser una potencia imperial, brutal como cualquier imperio, diferenció de forma explícita el gobierno del «pueblo americano». Un amigo norteamericano que detestaba la guerra en Irak, una vez me dijo que no se puede separar una cosa de la otra y que lo que hace el gobierno es también responsabilidad del pueblo que lo elige.

Hasta aquí estoy de acuerdo. Nadie es totalmente inocente, ni aquí ni allá. Pero no se puede responsabilizar a decenas de millones de personas que abiertamente han estado en la oposición, de ser responsables de lo que hace su gobierno o el aparato que lo rodea. Si así fuera, todos los latinoamericanos seríamos igualmente responsables por lo que han hecho nuestros gobiernos, desde las dictaduras más criminales de la historia hasta las democracias con sus injusticias pendientes. También en América Latina exterminamos a nuestros indios, humillamos a nuestros negros (aunque el racismo norteamericano, especialmente el del Sur, se lleva o se llevó todos los premios en la categoría). Nuestras barbaridades, nuestros crímenes no fueron mayores porque nuestros PIB no llegaron a ser nunca aquellos de los imperios modernos y antiguos. Esto ya lo sabían los griegos cuando respondieron a los espartanos que reclamaban «justicia» ante el dominio comercial y, por ende, militar de Atenas. Tucídides, en «Historia de la guerra del Peloponeso», reproduce los argumentos de los enviados de la «democrática y tolerante» Atenas: «Y una vez que ya éramos odiados por la mayoría, y que algunos ya habían sido sometidos después de haberse sublevado, y que ustedes ya no eran nuestros amigos como antes, sino que se mostraban suspicaces y hostiles, no parecía seguro correr el riesgo de aflojar. […] Disponer bien de los propios intereses cuando uno se enfrenta a los mayores peligros no puede provocar el resentimiento de nadie […] Tampoco hemos sido los primeros en tomar una iniciativa semejante, sino que siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a ustedes mismos así les pareció hasta que ahora, calculando sus propios intereses, se ponen a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderados que somos. […] En el caso que ustedes nos vencieran y lograsen tomar la dirección del imperio, rápidamente perderían la simpatía que se han ganado de los demás gracias al miedo que nosotros inspiramos […] Cuando los hombres entran en guerra, comienzan por la acción lo que debería ser su último recurso, pero cuando se encuentran en la desgracia, entonces ya recurren a las palabras».

Estas palabras, que tristemente son siempre actuales, fueron pronunciadas y escritas dos mil años antes de Macchiavello y Thomas Hobbes.

También los pueblos que han sufrido el azote de la Atenas contemporánea, como Esparta (releer el delicioso clásico de Bertrand Russell, «A History of Western Philosophy»), nos hemos considerado los campeones de la moral. Entonces, nos sentimos en el derecho de simplificar a un pueblo diverso como el norteamericano en un solo «yanqui imperialista e ignorante».

El imperialismo, en sus diversas formas, es una realidad; ya nos hemos encargado de analizarlo y denunciarlo casi sin tregua. Pero la idea repetida que leemos y escuchamos siempre de que «los americanos son unos ignorantes» o «los americanos no tienen cerebro», no deja de ser paradójica: gente sin cerebro tiene la abrumadora mayoría de las mejores cien universidades del mundo; gente sin cerebro ha cambiado, para bien y para mal, el mundo de la ciencia y la tecnología en el último siglo y sobre todo en los últimos cincuenta años; gente ignorante y sin cerebro ha extendido su brutal dominio en el comercio y en la geopolítica. Todo llevado a cabo sobre gente que, se presume, sí tiene verdadera cultura y verdadera inteligencia.

Sin duda, una cultura, un pueblo inteligente y educado puede ser víctima cruel de una horda de bárbaros. Eso está demostrado en la historia. Pero ningún imperio se puede sostener más allá de sus propias agresiones bélicas si los pueblos oprimidos no colaboran en su propia opresión. Pero esos pueblos están demasiado ocupados riéndose de la ignorancia y de la poca inteligencia de los habitantes del imperio. Tal vez la moral, la sabiduría y la inteligencia de quienes se burlan de las carencias del imperio que los oprime deberían estar, por lo menos, entre comillas, si no entre signos de interrogación.

Tal vez la ignorancia es más concreta y se reproduce no en los pueblos sino en individuos concretos. Los ignorantes americanos confunden a los mexicanos con Pancho Villa y a los italianos con Silvio Berlusconi. Los ignorantes mexicanos y los ignorantes italianos confunden a los norteamericanos con Lady Gaga y Chuck Norris. Aparte de la ignorancia, los une la misma tradición: el chauvinismo, con frecuencia disfrazado de nacionalismo y de conmovedores patriotismos.

Sospecho que para construir un mundo más justo y democrático que el que tenemos y hemos tenido siempre, hace falta terminar con esta estéril tradición. Entre otras cosas, claro.

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