Ética de la razón

Los factores ideológicos que hoy producen los peores venenos al ejercicio de los derechos humanos son el prejuicio y la discriminación.

Foto: Pixabay
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Somos todos hijos de la lotería biológica. Cualquiera de nosotros podría haber nacido en Afganistán, donde la población civil es bombardeada por drones made in USA; o en África, donde los somalíes mueren de hambre; o tal vez en Haití, donde la miseria predomina. Somos apenas un soplo divino en esta breve vida que tenemos. Todo tiene un comienzo, un medio y un final. Todos habremos de morir. Y sin embargo alimentamos preconcepto, discriminación, resentimiento…

Al salir de mis cuatro años en la prisión, muchos me preguntaban si yo alimentaba odio a los torturadores. Respondía que al principio sí, pero luego me curé, al descubrir, no tanto por virtud sino por comodidad que el odio destruye solamente al que odia. El odio es un veneno que se bebe esperando que el otro muera. Gracias a la meditación conseguí armonía en mi interior.

El gran problema es que el sistema consumista y hedonista se impregna en nuestra alma. Cuando veo ciertos programas de televisión o videos, pienso que el movimiento feminista tendrá mucho aún que luchar porque exhiben el ninguneo total de la mujer. Mientras niños y jóvenes vean a la mujer como subalterna al hombre, no habrá comisarias policiales suficientes para combatir la violencia doméstica.

Formo parte del consejo del Instituto Alana que defiende una reivindicación importante: prohibir que cualquier niño o niña trabaje en publicidad (como ya se hace en muchos países capitalistas ricos –aunque en el Brasil no se habla nada de esto-), ni que haya publicidad dirigida al público infantil. Muchas golosinas enferman nuestros niños por contener sustancias químicamente letales. Ya no causa sorpresa cuando suceden distintos tipos de cáncer, obesidad precoz, desórdenes en las funciones endocrinológicas.

Cada vez que visito una escuela hago dos preguntas: ¿Cómo es la clase de educación nutricional? Siempre hay cierto espanto porque en realidad no existen. Los niños comen en la merienda escolar la misma porquería que vende en la calle en los puestos de venta informal. Por eso hay tantos niños con sobrepeso no solo por ingerir mucho azúcar y grasa saturada, sino también por no jugar en las calles y no hacer deporte. Crece el sedentarismo. La generación de la silla se queda sentada frente al celular, a la TV y al Internet.

Seguidamente pregunto cómo es la clase de educación sexual. Los maestros aclaran, pero yo respondo: no, eso que ustedes describen es clase de higiene corporal para prevenir enfermedades por transmisión sexual. En ningún momento utilizaron dos palabritas claves para toda buena clase de educación sexual: amor y afecto.

Hoy, la nueva generación tiene sexo sin preguntar el nombre del otro. Un muchacho que alardeaba de encamarse con muchas muchachas, le dijo a su familia en la mesa del almuerzo: “les guste o no, les comunico que voy a ser padre”. Uno de los hermanos ironizó: “¿Y tienes idea de quién puede ser la madre?” Es una generación que aún no llegó a la margen socrática de la ética. Es por eso que no se levanta para dar el asiento a una persona mayor en el transporte público.

Mi generación que tenía 20 años en la década de los 60, tenía principios éticos basados en la noción de pecado. La religiosidad nos infundía ética. Eso se acabó. ¿Hoy quién conoce un joven de 15 años preocupado con el pecado? Puede haber una excepción. Pero no llegamos aún a la propuesta de Sócrates para quién la ética tiene que estar basada en la razón y no en oráculos divinos.

La ética debería ser una asignatura transversal en todas las escuelas. Es espantoso constatar que hay facultades de medicina en las cuales la ética no figura como asignatura prioritaria. Muchos juzgan que la corrupción se resume en embolsar dinero público. Ignoran que tener como meta el enriquecimiento personal de espalda a los derechos y las necesidades de la comunidad es tan grave como robar. Es reforzar los valores de una sociedad fundada en la competitividad y no en la solidaridad.

 

Frei Betto
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