De lo que no se habla sobre la democracia española

Foto: Flickr / steve_h
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Un elemento básico del principio democrático es que cada ciudadano, independientemente de su clase social, género, raza o lugar de procedencia, debería tener la misma capacidad de intervenir e influenciar, a través de su voto, en el proceso electoral. Es decir, que el valor del voto de cada ciudadano debería ser el mismo. El problema en la mayoría de sistemas democráticos en el mundo capitalista desarrollado a los dos lados del Atlántico Norte es, sin embargo, que tal principio no se aplica, violando (unos países más que otros) aquel principio. En realidad, en la mayoría de estos sistemas democráticos, el valor de cada voto depende de toda una serie de características que definen al que emite el voto. Entre ellas, está el lugar donde vive (que a su vez está condicionado en gran medida por otras variables como la clase social a la cual pertenece el votante). Es sabido, por ejemplo, que el voto de ciudadanos de grandes ciudades pesa menos que el de los de ciudades menos grandes y territorios rurales o menos poblados. El resultado de ello es que, en un gran número de países, las áreas conservadoras (que suelen situarse en zonas rurales o ciudades pequeñas) tienen mayor peso electoral que las áreas más progresistas (que, en general, se sitúan en las grandes urbes). Es más, las fórmulas que se utilizan en los sistemas electorales para estimar el número de escaños en los parlamentos que corresponde a cada formación política por el número de votos recibido está sesgado para favorecer a unos territorios (en España, provincias) más que otros. Estas y otras muchas medidas explican que la composición de los parlamentos no refleje correctamente las distintas sensibilidades políticas en el país, lo cual limita considerablemente su representatividad. Esta realidad raramente se tiene en cuenta en la interpretación de los resultados electorales por parte de los mayores medios de información.

La manipulación (consciente o inconsciente) en la presentación de los datos electorales

Ejemplos recientes de ello hay muchos. El Brexit (la salida del Reino Unido de la Unión Europea), por ejemplo, fue presentado por todos los medios como un reflejo del deseo del pueblo británico de salir de la Unión Europea. La “abrumadora”, “impresionante”, “gran” (adjetivos utilizados por los medios) victoria del candidato pro-Brexit, el Sr. Boris Johnson, era un ejemplo de la hipérbole que definió aquella situación, a pesar de que los datos no lo avalaban. En realidad, la mayoría de votantes apoyó a partidos no comprometidos con el Brexit. No es cierto, por lo tanto, que el electorado británico deseara tal Brexit. Los datos están ahí y son fácilmente accesibles.

Otro ejemplo, también en el Reino Unido: la derrota del Partido Laborista en aquel país se presentó (en la gran mayoría de medios) como resultado del rechazo de la población a la supuesta radicalidad de su programa, y algunos medios de información conservadores incluso sugirieron que dicho partido se moderara, recuperando la línea política del Sr. Tony Blair, que había ganado nada menos que tres elecciones consecutivas en etapas anteriores, consecuencia de su supuesta gran popularidad, así como de la popularidad de sus políticas públicas. Sin embargo, y de nuevo, los datos no apoyaban tales observaciones, ampliamente promovidas en los medios. Todo lo contrario. Ya he señalado en otro artículo reciente (“Por qué la clase trabajadora votó al partido del Brexit”, Público, 16.12.19) que las encuestas no mostraban un rechazo hacia tales propuestas, lideradas por el Sr. Corbyn, líder del Partido Laborista. Al contrario, mostraban un gran apoyo popular a cada una de ellas, a pesar de ser supuestamente radicales. Y en cuanto a la pretendida popularidad del Sr. Blair, los datos del número y el porcentaje de votos que tal dirigente recibió fue descendiendo muy marcadamente ya desde su primera legislatura. El apoyo electoral al Partido Laborista, gobernado por el Sr. Blair, bajó espectacularmente durante su mandato, pasando de ser el 33% del electorado en 1997 a un 25% en 2001 y a un 22% en 2005. El hecho de que ganara consecutivamente tres elecciones se debió exclusivamente al colapso del Partido Conservador, debido a luchas internas que tenían que ver, primordialmente, con sus divisiones acerca de la postura de tal partido hacia la UE. De nuevo, los datos (ignorados en la gran mayoría de medios) hablan por sí mismos.

Otro ejemplo de la falta de representatividad es el sistema electoral de los EEUU, el menos proporcional de todos los sistemas electorales a los dos lados del Atlántico Norte y el que provoca también, por cierto, una mayor abstención electoral. Nada menos que el 44,6% (predominantemente población perteneciente a la clase trabajadora) del electorado se abstuvo en las elecciones presidenciales del año 2016, que ganó el candidato Donald Trump. Dicha victoria la obtuvo a pesar de conseguir 2,9 millones de votos menos que la candidata demócrata, la Sra. Hillary Clinton, que fue la que aun así perdió las elecciones.

La escasa representatividad del Parlamento Español

Esta escasa representatividad tiene lugar también en el sistema democrático español. La distribución de escaños en las Cortes Españolas no muestra la verdadera distribución de sensibilidades políticas existente en la ciudadanía española, pues no refleja la voluntad de la mayoría de la población, ni siquiera de la ciudadanía votante. Sé que esta observación puede ser leída como una exageración, o una provocación, o cualquier epíteto que el establishment político y mediático del país escoja para desmerecer la opinión de las voces críticas que apoyan sus observaciones con datos, tal como he hecho en mis escritos. Si miran los datos del informe que preparé con mis colegas Marta Tur y Maria Freixanet y que fue publicado en 2008 (aquí y aquí), verán que en la mayoría de las elecciones a las Cortes durante el periodo 1977-2008 los votos a los partidos de izquierda sumaban sustantivamente más que los votos a las derechas. La diferencia de votos entre las izquierdas y las derechas (incluyendo partidos que no obtuvieron representación parlamentaria, que eran más en las izquierdas que en las derechas) a favor de las primeras fue de 2.677.061 en las elecciones legislativas de 1982, de 1.460.497 en las de 1986, de 2.174.278 en las de 1989, de 2.014.027 en las de 1993, de 1.250.822 en las de 1996, de 2.152.514 en las de 2004 y de 1.486.896 en las de 2008. Esta situación se ha seguido dando en la mayoría de elecciones a las Cortes, en las que los votos a las izquierdas han sido mayores que los votos a las derechas, siendo la diferencia en abril de 2019 de 1,5 millones de votos, y de casi 1 millón en las elecciones de noviembre del mismo año. La interpretación de los resultados de tales elecciones (a partir de los cuales el candidato de izquierdas, el Sr. Pedro Sánchez, obtuvo la presidencia por solo 2 escaños de diferencia en las Cortes Españolas), fue, de nuevo, incorrecta, ya que se presentaron como indicador de que la ciudadanía española estaba dividida en dos mitades iguales, lo cual no era cierto. Los datos no permitían llegar a tal conclusión.

Lo mismo (o todavía peor) ha ocurrido en Catalunya, donde las derechas han gobernado la mayor parte del período democrático

Una situación semejante ha ocurrido en Catalunya, donde en las últimas elecciones legislativas del pasado noviembre, por ejemplo, las izquierdas consiguieron 1.282.242 votos más que las derechas. Y algo parecido ocurre en las elecciones al Parlament de Catalunya, regidas por un sistema electoral idéntico al español, que ha permitido a las derechas gobernar en Catalunya la mayor parte del período democrático a pesar de que la mayoría de la población catalana (según muestran las encuestas) se define de centroizquierda o izquierdas.

En ambos casos (en España y en Catalunya) los diseñadores de la ley electoral han conseguido lo que pretendían. En realidad, fueron las Cortes Franquistas (la máxima autoridad parlamentaria del movimiento franquista durante la dictadura) las que diseñaron los principios legales que debían regir la España democrática, cuya aprobación se había puesto como condición para su disolución. Y aunque la normativa electoral fue modificada al inicio del período democrático, no lo fue suficiente para corregir su enorme sesgo anti-izquierdas. Las fuerzas más perjudicadas fueron el Partido Comunista de España, así como más tarde IU, tal como deseaban sus autores. Así lo reconoció el Sr. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, asesor de los expresidentes Suárez y Calvo-Sotelo: un objetivo clave era debilitar a las izquierdas y, muy en especial, al Partido Comunista, el cual había liderado la lucha en contra de la dictadura y constituía la fuerza política más temida por el establishment conservador. Y, como he indicado antes, la derecha catalana –el pujolismo– también se benefició de dicha ley, en su caso en el ámbito catalán, motivo por el que nunca aprovechó las oportunidades que tuvo para cambiar la normativa electoral.

Los resultados electorales y el número de escaños que estos determinan no reflejan apropiadamente el abanico de opiniones políticas existente en el país

Otra deficiencia del sistema electoral es que, en los sistemas llamados representativos, el votante vota a partidos, sin tener la posibilidad de votar separadamente por cada una de las propuestas de tal partido. El voto es “totalista”, es decir, se asume que el votante apoya todas las medidas que ha sugerido el partido votado, lo cual no es cierto. Sabemos, por ejemplo, que en EEUU la mayoría de los votantes del presidente Reagan no estaban de acuerdo con sus propuestas en las áreas sociales (pensiones, sanidad, educación, salarios, etc). Pero, a pesar de ello, lo votaron por la elevada inflación, que consideraban que solo él sería capaz de contener.

Una situación idéntica ocurre en España. Sabemos que muchas de las propuestas progresistas que han hecho PSOE-UP cuentan también con el apoyo de grandes sectores de votantes de la derecha. Ello tiende a ocurrir en áreas sociales, donde las propuestas progresistas (como aumentar los impuestos a las clases pudientes, o la universalización de derechos sociales, laborales y políticos) gozan de un amplio apoyo entre las clases populares, que son la mayoría de la población. Sin ir más lejos, y según el barómetro Opinión pública y política fiscal del CIS de 2019, el 72% de los votantes del PNV estarían de acuerdo con que se mejoraran los servicios públicos aunque hubiera que pagar más impuestos. Lo mismo sucede con casi el 42% de los votantes del PP, el 41% de los votantes de C’s y el 40% de los votantes de Vox. De ahí que aquellos partidos que, cuando gobiernan, priorizan la promoción y expansión de tales derechos tienen mayor acogida que los que no lo hacen.

Los datos presentados en este artículo muestran que sería un gran error que el gobierno actual interpretara los resultados de las elecciones en las Cortes como una casi igualdad de fuerzas entre la España conservadora (muy de derechas) y la España progresista. La primera es mucho más reducida que la segunda, no solo en cuanto a votos, sino también en cuanto al hecho de que una mayoría de la población apoya las políticas públicas progresistas. De ahí que la “moderación” que de nuevo promueven los establishments político-mediáticos del país no se justifique a la luz de los datos disponibles. La evidencia muestra que hoy hay un gran apoyo mayoritario para llevar a cabo la gran mayoría de propuestas hechas por el nuevo gobierno de coalición PSOE-UP.

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