PROHIBIDO PARA NOSTALGICOS

LOS TANOS LABURANTES

Llegaban en la clase económica de los inmensos transatlánticos, con poco equipaje y muchos sueños. Traían oficios como el de talabartero, albañil, herrero, agricultor o luchadores «buscavidas», como le decían en campaña al «sieteoficios» que sabía de todo un poco. Los vecinos montevideanos aprendieron de sus artes proletarias, de su laburo sin grupos. Convivieron con sus familias y mezclaron las sangres naciendo nuevos hijos. Algunos de esos tanos llegados desde la región de la Lombardía se afincaron en las zonas de Toledo y trabajaron las pequeñas quintas de Cuchilla Grande. Les decían los tanos quinteros y recorrían los barrios populares con sus carros «jardineras» llenos de espinacas, lechugas, coliflores y alcauciles. Las doñas salían a los zaguanes cuando escuchaban su característico y fuerte pregón: «¡A la verdorita, a la fresca verdorita…!» Los que tenían un terreno más grande y más cultivos, arrancaban para el Mercado Agrícola de Amézaga, donde los revendedores y almaceneros les compraban todas sus frutas y verduras. Los italianos calabreses arrimaron al viejo Montevideo sus secretos de recetas exquisitas, pastas caseras «al dente» y unas pizzas de novela. Los que podían, se instalaban en pequeños locales para vender sus sazonados manjares pero la mayoría agarraron para la venta callejera. El vendedor ambulante de pizza, una postal de principios del siglo, un italiano de bigotes mostacholes, camisa a cuadros y un blanco pañuelo al cuello. Cargaban sobre su cabeza los tachos con la pizza, la fainá y la novedad de la figazza. Caminaban cuadras y más cuadras, atendían los pedidos depositando sus tachos en un pequeño taburete que también cargaban en sus brazos de laburantes. Al finalizar el día se los veía en las esquinas charlando con otros paisanos de su hermosa Italia. Esos pizzeros ambulantes recalaban en la placita Zabala de la Ciudad Vieja, donde vendían a los peones de los camiones de fletes y repartos que abundaban en la zona. Cuenta la memoria popular que los primeros organilleros fueron unos bohemios italianos que llegaron al Río de la Plata y optaron por esa ocupación sin horarios, sin patrón y llena de magia callejera. Habían traído junto a su escaso equipaje una combinación de acordeón y pequeña pianola que todos conocieron con el nombre de «organito». Un instrumento musical reproductor de melodías encerradas en una caja de madera siempre pintada de vivo color rojo con figuras de muñecos y banderitas.

La tradición oral vincula a esos organilleros ambulantes con un origen napolitano quizás por las pegadizas canzonettas de esa itálica ciudad. Por la Villa de la Unión anduvieron al menos un par de ellos, llegando el más anciano todas las tardes a la Plaza de Deportes de 8 de Octubre y darle a la manivela de su instrumento al lado de las hamacas y los sube y baja. Antes habían recorrido toda la barriada y hasta se internaban en el arrabalero Puerto Rico donde eran bienvenidos en la puerta de los bolichones y los peringundines de «rompe y raja». Los botijas de la Unión rodeaban al organillero que al compás de su música hacía bailar a un monito que luego pasaba el platito entre la concurrencia. Otros organilleros recorrían la dominguera Feria de Yaro aunque en vez de monos comenzaron a llevar la popular cotorrita de la suerte que sacaba la «cédula de la buena fortuna». Otros tanos laburantes de la mitología urbana de principios del siglo fueron los zapateros remendones a los que Carlos Gardel les dedicó el tango de Giussepe, El zapatero. Otros muy populares fueron los colchoneros ambulantes. Arrastraban un aparatejo con rueditas donde suavizaban la lana de los colchones, todo su trabajo hecho al aire libre. Los llamados «mercachifles» vendían todo tipo de baratijas y objetos que compraban a otros vecinos y también en los cambalaches frente al Templo Inglés. Andaban con un gran carro tirado por un caballo y cuando había carreras en el Pueblo Ituzaingó de Maroñas se dedicaban a comprar a precios irrisorios los relojes, agujas de corbatas y hasta los sacos de los desesperados apostadores que andaban con «la yeta». Tanos laburantes que metieron duro y parejo, una galería de postales que siempre reviven en la memoria popular. Con más recuerdos y música los esperamos en la 30 Radio Nacional.

COORDINACION:  ANGEL LUIS GRENE

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