Casos LORENZO y CALLOIA

¿Qué está pasando con el Poder Judicial uruguayo?

«Hoy hay dos mártires de una errónea impartición de justicia, Fernando Lorenzo y Fernando Calloia»

Habría que subir al campanario de la Catedral para hacer tañir el bronce tocando a muertos, como aquel campesino de Florencia injustamente condenado, que cuando el pueblo reunido en la plaza le preguntó quién había muerto, no vaciló en responder: “la justicia”.

Me evoca esta historia del siglo XVI, el inicuo procesamiento de los dos más eficientes y sólidos gestores públicos de la política económica por la que optó la izquierda uruguaya en esta etapa de transición, en busca de la utopía de una sociedad justa, de ciudadanos libres e iguales.

No hubo dolo directo ni tampoco dolo eventual, no hubo perjuicio para la Administración, no hubo perjuicio para ningún particular, no hubo beneficio para ninguno de los dos funcionarios, hubo intención manifiesta de ahorrarle a la comunidad enormes gastos por las pérdidas crecientes de una empresa deficitaria, hubo una defensa hasta obsesiva de los derechos de los contribuyentes, hubo un intento desesperado y hasta los últimos minutos para que la subasta no fracasara. No hubo un reconocimiento de todas las colectividades políticas apoltronadas en su mezquindad  y enanismo, que debió haber habido, por los esfuerzos desinteresados realizados por los dos funcionarios públicos responsables del caso  y por la decisión valiente del propio Presidente de la República, que lúcidamente fijó la política de terminar con un drenaje inacabable derramado sobre las espaldas de la sociedad civil. Hubo sí, un linchamiento judicial que culminó con el procesamiento en un fallo plagado de estulticias.

La lógica perversa de la omnipotencia de uno de los tres poderes sobre los que está asentada nuestra institucionalidad se impuso contra el más común de los sentidos.
Hoy el sentido común está enfadado. La libido dominandi de unos pocos agentes de un poder autónomo,  impuso su discrecionalidad en abuso de sus funciones, procesando precisamente, en aras de la paradoja, por un delito de abuso de funciones.

Hoy hay dos mártires de una errónea impartición de justicia, Fernando Lorenzo y Fernando Calloia. Quizás tres, si incorporamos al Intendente de Colonia, Walter Zimmer,  que si bien hay matices que lo diferencian con los otros dos judiciables,, bien le caben muchos de los elementos de ausencia de dolo similares a los casos descriptos, con el agravante del ensañamiento de la ultra petita que llevó a Zimmer a la cárcel junto a violadores y homicidas.

Cuatro magistrados, dos señoras jueces y dos señores fiscales, en menos de dos semanas exhibieron la concupiscencia del poder, envileciendo la noble función que juraron cumplir con equidad, condenando a  probos ciudadanos inocentes. Escucharon con oídos embelesados a una porción de nuestra sociedad que intentaba infructuosamente en épocas comiciales, encontrar la aguja de la corrupción en un pajar ausente de excrecencias varias. La miseria de la palabra, la maledicencia, como la denominaban los helenos, esta vez fue sembrada en campo fértil. El heroísmo del salvataje de Pluna debía transformarse en la piedra de la “corrupción” progresista. Pero para ello tenían que encontrar el fallo judicial, el único dictamen que parece invulnerable a toda crítica. El único donde el error humano es consentido. La bula del Poder Judicial, a veces se asemeja al ex catedra pontificio. La tradición, la costumbre o más bien el temor reverencial que esconde el más eficiente de los chantajes intelectuales, se coaligan para construir el edificio de la infalibilidad judicial.
El grito inteligente del hábil carterista público, lanzado mientras va huyendo, “al ladrón, al ladrón”, para despistar a quienes lo persiguen, fue mal escuchado por los magistrados, que erraron el martillazo en el clavo de la herradura, dejando al ladrón libre y al perseguidor preso. Padeciendo un extraño estrabismo judicial, disposición viciosa de los ojos, por la cual los dos ejes visuales no se dirigen a la vez al mismo sujeto.

Por protagonismo o por deficiencia auditiva y cognitiva, ya que descarto en forma absoluta cualquier propósito doloso, nuestros magistrados quisieron actuar como bomberos en un  incendio moral y se convirtieron en pirómanos. Y sin proponérselo infectaron el alma del Poder Judicial. En menos de dos semanas no crearon justicia, crearon un sudario en el que envolvieron el cadáver de hombres ejemplares.  Ignoran aun que fueron tocados por la maldición del hubris, de la que solo se sale, destruyendo el envanecimiento,  reconociendo el error.

Los magistrados son seres humanos y por lo tanto sujetos activos de equivocación. El problema es cuando la Justicia abdica de su vocación:  intentar por todos los medios aproximarse a la verdad, transformando al Derecho en su mayor medio para obtenerla. En estos casos no hubo delito, ni para el vox populi ni para el vox lex, ni para el sentido común, ni para la integridad moral que exhibieron los condenados durante toda su gestión. Sí, hubo abuso de derecho en magistradas/os, que a mi modo de ver hoy deben preguntarse si eligieron su función por vocación o por equivocación.

La biopsia de este singular fallo dará como resultado que el Poder Judicial ingresando en la casa de los restantes dos poderes estatales, el que construye las leyes,  y el que las administra, pase a fijar las políticas de Estado. Es el único de los poderes no elegido directamente por el pueblo en urnas y su función es interpretar el Derecho, no usarlo como ariete para sustituir gobernantes.  A partir de este fallo, el Poder Legislativo tendrá que pensar mucho antes de dictar sus leyes y el Poder Ejecutivo, mucho más, antes de animarse a llevar a cabo su política de Estado. Hasta una llamada telefónica para impartir una orden legítima, puede costarle el impeachment al osado mandatario elegido por el pueblo.

Dos precisiones finales. La primera es que la lágrima que hoy derramo por este fallo, y sabido es que después de su sangre lo más personal que puede dar un hombre, es una lágrima, no está motivada por la defensa de la decencia y el honor de los dos Fernandos, que no la precisan, es notoria.
Aun más, no estoy afiliado a la corriente de izquierda que conduce desde el 2005 los destinos de la economía en nuestro país y que ellos dos muy bien representan. Esa corriente, hoy hegemónica, que probó que la izquierda puede administrar el capitalismo mejor que la derecha, atenuando las diferencias sociales, ampliando el margen de la justicia social y haciendo más humana la economía, optó sin embargo, con cautela, por la real politik, la gran frenadora de locuras pero también de innovaciones posibles, y adhirió a un modelo de social democracia mediterránea de izquierda a la uruguaya. Yo estoy con los que creen que debimos construir un mayor  consenso gramsciano para intentar nuevas y más profundas reformas de izquierda, que sin vulnerar la real politik, ni adherir a un discurso anticapitalista que no está planteado en el plan de gobierno, abriera las puertas hacia un socialismo democrático y republicano de nuevo tipo, que consolide la alianza Estado-Sociedad-Burguesía nacional,  para que el poder económico inversor, sin perder el móvil de lucro que le da vida, respete más la incidencia del trabajo en el proceso productivo, y participe racionalmente y no predatoriamente, en la sociedad nueva que está alumbrando. Y creo que hay condiciones realistas que en el Uruguay de hoy hacen posible y viable esta alternativa, sin ahuyentar capitales que no sean golondrinas.
Y no se me confunda con un radical declamatorio alejado de la realidad. Soy de los que creen que hay que elegir entre el radicalismo verbal que no conduce a nada y la acción política moderada que realice cosas radicales. Moderación para avanzar, no para estancarse. Hoy no hay otra opción para la izquierda uruguaya.
No me mueve por lo tanto en estas reflexiones, la defensa de la integridad moral de estos dos hombres, sino la necesidad de hacer pensar al Poder Judicial, sin temores ni represalias, sobre qué le está pasando a ese Poder en la administración del Derecho al servicio de los ciudadanos, cuya custodia está a su cargo.

La segunda precisión tiene que ver con la constatación de un hecho curioso: no se puede criticar al Poder Judicial. Existe como un consenso generalizado al respecto. Derrotada transitoriamente en los hechos, la tesis marxista, sobre el carácter ideológico de los tres poderes del Estado, al servicio siempre de las clases dominantes, se impuso la creencia contraria sobre la independencia montesquieuana de los tres poderes del Estado.

Yo creo que el Poder Judicial uruguayo carece de los rasgos de corrupción de las magistraturas de otros países. O por lo menos de la corrupción venal, porque hay otros tipos de corrupciones, la del amiguismo, la de castigar al adversario ideológico, y sobre toda la que lleva a la defensa de los intereses corporativos, infección ésta que aun carece de vacunas efectivas.

Criticar entonces fallos y considerandos de los administradores de justicia es una tarea más difícil que limpiar los establos de Augías y a veces más peligrosa que un triple salto mortal sin red de protección. Sobre todo cuándo se trata de un hombre público o que tiene tratos permanentes con la comunidad y además es asiduo visitante de los juzgados penales, tanto como actor o como demandado, por la actividad del servicio público informativo que lleva a cabo.

Hay una norma no escrita en la sociedad uruguaya que aconseja eludir toda crítica por justa que fuera a quienes invisten el más temido de los poderes: el poder de condenar o absolver sin apelación alguna fuera del círculo togal. Me hice experto en desoír esa advertencia y en rehuir la sabia norma virreinal de callar y obedecer como fórmula para evitarme problemas y por ende porto con orgullo los castigos de mi cívica imprudencia.

Y no me mueve la paranoia en esta afirmación. La padecí sin atenuantes en mi cuerpo y en mi alma.
El 17 de marzo de 1996, hace 18 años, publiqué una crítica severa a un fallo injusto de 4 cuatro jueces uruguayos que permitió “al corrupto presidente del Paraguay, Juan Carlos Wasmosy, apoderarse por un día de toda la tapa del diario La República”.
Afirmé en aquella oportunidad: “Ser juez implica una inmensa responsabilidad. Al detentar el más absoluto de los poderes, el de punición, el magistrado se convierte en un ser vulnerable a la tentación del amiguismo, de la venganza, del subjetivismo, en fin, de las pasiones contra las razones. Son legión los magistrados uruguayos que supieron superar la tentación y administraron justicia con la pasión de la equidad y la razón de la legalidad que juraron aplicar sin desviación. Son los herederos de aquellos a los que se refería el humilde campesino de Sans Souci que querelló sin temor al emperador Federico II de Prusia, afirmando a quien lo quisiera oir, que “todavía quedan jueces en Berlín”. Pero también hay otra estirpe de jueces, los que anteponen el espíritu de cuerpo al acto de justiciar de acuerdo a derecho, los sobornables, los arrogantes, los genuflexos, los que hacen suyo el feroz apotegma “para los amigos todo, para los enemigos la ley”, los que aplaudieron con su conducta el 27 de junio de 1973 su propia clausura como poder independiente de la usurpación. Los que crecieron a la sombra del poder de facto, escalando posiciones construidas con la angustia de múltiples fallos injustos y digitados, los que permitieron la instalación en el país, de la ausencia de garantías y la indefensión jurídica, mientras la mayoría de sus colegas en la magistratura perdían cargos, honores y salarios sin perder empero  la dignidad. Y también están los que se equivocan por ineptitud, ignorancia o impericia. La historia universal está llena de terribles errores judiciales”.  Hasta aquí mi editorial de antaño.

La respuesta no se hizo esperar. Dos meses después el 23 de mayo de 1996, la jueza penal Zulma Casanova, basada en un dictamen del Fiscal Miguel Langón, nos envió a la cárcel a mi hermano Carlos y a mí, por el delito de atentado al honor de un jefe de estado extranjero, tipo penal  aplicado por primera vez en la historia judicial del país, dictando procesamiento con prisión, en violación de la norma que impide la prisión de periodistas en el ejercicio de sus funciones hasta que haya sentencia definitiva en su contra, e impidiendo tanto el fiscal como la jueza la presentación de las pruebas de la estafa del Presidente Wasmosy, que yo llevaba conmigo.
Pero para el caso que nos ocupa, lo grave no fue la injusta prisión por informar por un acto de corrupción en la represa de Itaipú  que posteriormente quedó plenamente comprobada. Lo grave fue que en los considerandos del procesamiento,  la jueza Zulma Casanova, reprodujo la crítica que yo había hecho hacía dos meses al Poder Judicial, exhibiéndola como una especie de agravante causal para procesarnos con prisión. Otra vez la tentación de la revancha del espíritu de cuerpo herido por una crítica, irrumpía impunemente sin obstáculo alguno. Yo declaré a los medios, sin titubeos, que se había instaurado en la justicia uruguaya el delito de opinión. Pero…!marche preso!

Nobleza obliga, bueno es también reconocer, la autocorrección del propio Poder Judicial, que espero se exhiba nuevamente al culminar la apelación de los procesados de hoy.
La sentencia de la jueza Casanova y el fiscal Langón fue anulada de cabo a rabo por el Tribunal de Apelaciones, un año después, el 3 de abril de 1997, separándose del fuero penal a la jueza Casanova y amonestándose la conducta del Fiscal Langón, que a la postre le impidió su designación como Fiscal de Corte, impulsada por su amigo el Presidente Sanguinetti. Demás está decir que en base a este injusto procesamiento el Parlamento derogó el artículo 138 del Código Penal, sobre atentado al honor de un jefe de estado extranjero, por anacrónico, antijurídico e inconstitucional.

La moraleja de estos ejemplos es que el Derecho no puede ser aplicado contra el que actúa de buena fe, contra el que sirve a la comunidad, contra quien no obtiene ningún beneficio personal, contra quien carece de dolo en su actuación, y mucho menos ser aplicada contra el sentido común, contra la vida misma. Como es el caso de los ciudadanos procesados que enaltecieron la función pública, Lorenzo y Calloia.

Y como bien dijo, un adversario ideológico que respeto, excelente  jurista y liberal a la antigua de los que ya quedan pocos, don Leonardo Guzmán, “los delitos no pueden ser construcciones intelectuales, los delitos los crea la vida”.

Estos procesamientos los creó la no vida. Están reñidos con la existencia. Pertenecen al mundo de la ficción. No existen.

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