Entre el bullicio y la serenidad

Foto: Pixabay
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Hay días en los que quiero escribir y no puedo y por más que lo intento no fluye, las palabras se esconden. Las ideas se hacen nudos ciegos en mi cabeza y no las puedo desenredar. Enciendo incienso, humo mi habitación, me preparo un té, realizo algunos ejercicios para estirar los músculos, respiro profunda y lentamente. Lo vuelvo a intentar.  Y pasan los minutos y las tres líneas en la hoja en blanco no avanzan, entonces sé que no es día para escribir. El vaso está vacío, no debo escribir cuando el bullicio no me permite expresarme. Necesito el silencio.

 

Por esa razón mis textos los publico un día cualquiera a cualquier hora, porque es escribiéndolos y publicándolos, si guardo un texto lo más probable es que no lo publique. Tampoco puedo releerlos, si los vuelvo a leer después de escritos ya no me gusta lo que escribí y pierdo el interés por completo, que ni tocarlo quiero. Yo misma no puedo decidir sobre qué escribir, nunca sé lo que escribiré hasta que fluye en esa hoja en blanco, mi escritura es del alma no del cerebro.  Tampoco puedo escribir por encargo, me bloqueo completamente y porque también no me gusta que la gente me diga sobre qué escribir. Defiendo completamente el derecho de mi escritura a ser ella misma.

Ese tiempo de silencio puede durar un día, tres días, semanas, (aunque hace unos años duraba meses) en los que me alejo de la computadora. Y cuando la vuelvo a encender puede ser un relato o un artículo de opinión lo que escriba. Porque la poesía, la poesía solo viene a mí cuando ella quiere. Días en la madrugada, me despierta a deshoras solo para que la escriba, días al atardecer, en la noche, por eso siempre tengo una libretita y un lapicero conmigo, porque llega de un pasón y se va. Como un chaparrón, como el ventarrón, como una pasada de nube, como niebla de alborada, como el rocío de las flores de las diez que al medio días comienzan a doblar sus pétalos.  Pero para que ella llegue yo debo estar en completo silencio, no me visita si el vaso está lleno o a medio llenar, debe estar completamente vacío. Y llega pasa saciarme, para calmar mi sed, para cobijarme, para llenar de flores los tiestos vacíos.

No puedo escribir mecánicamente, decir tal día a tal hora escribiré un texto sobre tal cosa. No puedo. Mis letras son como yo. No importa si es relato, poesía o artículo de opinión, todas tienen mi personalidad, mi carácter. Son toscas como yo. Rudas y ariscas. Honestas eso sí.  Quien quiera conocerme solo tiene que leer mis letras, ni en persona podría ser tan real como lo soy escribiendo.

Hay días en los que no puedo escribir, las palabras no danzan, no hay armonía. Y poco a poco voy aprendiendo a ser paciente, a esperar, a respirar pausado para darles su espacio y no ahogarlas, para que no se aburran de mí. Y guardo distancia y las dejo solas, libres para que vuelvan a mí cuando sientan que necesitan de mi compañía. Antes cuando ellas se iban yo agonizaba, no podía respirar, me sentía encarcelada, abandonada, relegada y sufría mucho por la inexpresión porque ya sé lo que es estar ahí. Pero escribiendo he ido aprendiendo a esperar, a vivir cuando ellas no están, aunque las extrañe. A entender que el vaso vacío y el silencio son necesarios para vivir porque ponen pausa, bajan el ritmo y forman un equilibrio entre el bullicio y la serenidad.

 

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