Reflexiones de un hombre

por Max Wolf Valerio  

Tanto la transexualidad como la bisexualidad ocupan umbrales heréticos de la experiencia humana. Confundimos, iluminamos y exploramos las regiones límite. Cuestionamos porque parecemos estar quebrando leyes inviolables. Leyes que se sienten «naturales». Y es muy posible, dado que no somos la norma y ni siquiera el promedio, que la función que tengamos sea la de subvertir normas o leyes, quebrar la ley adormecida y nada imaginativa de los promedios.

Rachel Pollack, escritora transexual que se dedica a la ciencia ficción, dice con frecuencia que la identidad transexual es una experiencia de revelación. A mí me gusta catalogarla como crimen pasional, blanco móvil para gente aburrida y de mente estrecha a la que le gusta hacer escándalo, una subversión necesaria e inevitable de la ley cotidiana de los promedios. Después de todo, el cambiar de sexo es un acto casi salvaje de modificación corporal que ocupa un espacio cargado, que va mucho más allá de la obsesión actual de nuestra cultura por la «seguridad».

Transexuales y bisexuales podemos celebrar la capacidad de los seres humanos de experimentar revelaciones y reivindicar el hecho de hacerlo. La persona bisexual rompe la regla de que se debe elegir entre hombre y mujer; la persona transexual viola la regla por la cual se debe ser en forma distintiva y fácil de reconocer, hombre o mujer durante toda la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. La idea de que las personas tienen dentro suyo la capacidad y el deseo de alterar en forma radical su sexo biológico y su género social –o la capacidad de amar y desear tanto a hombres como a mujeres, o a personas de un sexo y luego a las de otro– es vivido por mucha gente como una herejía. Como la reivindicación testaruda de una revelación única y asombrosa.

Celebro la capacidad y el derecho humanos a cambiar, redescubrir, reinventar y continuamente experimentar revelaciones; a reevaluar y renunciar a cualquier aspecto de mí mismo que ya no sea auténtico; a vivir más allá de mis propios miedos y nociones preconcebidas así como de aquellas que pertenecen a las personas que me rodean. Sin duda alguna, cualquier cosa puede revelársenos en cualquier momento. Sin duda alguna, esto suele suceder. Y aunque no soy en realidad bisexual en este momento, reivindico el derecho a cambiar de idea.

Me miro al espejo, sin camisa, con los pantalones colgando por debajo de los huesos de mis caderas. Las cicatrices se están borrando y el contorno del pecho se ve liso. Mis pectorales tienen definición, los pezones y aureolas están bien ubicados, ni demasiado arriba ni demasiado abajo.

Mis aureolas son pequeñas como la parte interior de una moneda; parecen ser del tamaño adecuado. Cuando giro hacia el costado hay una pequeña muesca entre mis pectorales, músculos definidos, simetría. Si hago ejercicio, van a ser más notorios. Cuando lo hago, los resultados se ven inmediatamente. Es diferente de antes, cuando era mujer.

Una antigua novia una vez me señaló que la mayoría de los hombres cuentan historias de guerra: «Cuando yo estuve en el frente…», mientras que yo diría «Cuando yo era mujer…»

Durante 32 años viví dentro de un cuerpo de mujer. Aunque resistí a la femineidad con suerte dispar durante toda mi vida, aprendí a hablar el idioma de las mujeres, a andar entre ellas sin ser visto. Yo era parte de su mundo y a la vez estaba apartado de él, extraño y par, sintiéndome varón por dentro pero viviendo la vida de una mujer. Aprendí mucho. Lo que aprendí sigue conmigo, aun cuando me transformo, aun cuando mis sostenes emocionales cambian y mi cuerpo se recrea de femenino en masculino.

Soy un agente provocador ubicado tras las líneas enemigas, un traductor.

Esto es lo realmente impensable, un cambio de sexo. Las clínicas y los médicos no tratan de convencerte de que lo hagas: harán todo lo que esté a su alcance por disuadirte.

Siempre han existido personas como yo, en todas las épocas, en todos los continentes. En algunas culturas se nos permitía asumir los roles y estilos de vida del género que preferíamos, pero ahora podemos ir más lejos de lo que nunca pudimos.

Gracias al descubrimiento y a la síntesis de las hormonas sexuales –estrógeno y testosterona– que inducen el desarrollo de características sexuales primarias y secundarias, femeninas y masculinas, puedo hacer más que simplemente vivir en el mundo desempeñando un rol masculino. Puedo volverme bioquímica y hormonalmente masculino, y transformarme físicamente en un hombre.

Mi vida es uno de los extravagantes experimentos del siglo XX.

Nunca sabes con quién estás hablando. Nunca sabes lo que algún día harás, y de qué eres capaz.

Cambiar de sexo es un acto por el que se subvierte la implacable autoridad de la naturaleza, por el que se descubre y se manifiesta la oculta cacofonía de la naturaleza, su subtexto de sabotaje y disolución. Los hombres transexuales somos reales. La naturaleza es un paradigma en evolución, que incluye tendencias en conflicto y descubrimientos que se van intensificando; las personas transexuales enfrentamos a la naturaleza con un espejo de esos que se usan en los parques de diversiones y que cambian las formas. Reimaginamos la identidad, la sexualidad, el sexo biológico y el género. Logramos hacer realidad en nuestras vidas los sueños que tuvimos en la infancia.

Me doy un baño en la maquinaria deliciosa y sensual de la diferenciación sexual.

Tengo buen aspecto con el rudo perfume de los límites que se desmoronan.

He pasado por varios ritos de pasaje. Algunos me han tomado por sorpresa. Aunque ya no estoy sometido a acoso sexual en las calles, he sido amenazado con violencia física explosiva más veces como varón que como mujer.

Vivo mi vida dentro de una paradoja permanente.

Ambigüedad y peligro.

El posmodernismo me va bien. Y la brujería…

Un chamán tiene tres marcas que indican que él o ella ha completado su iniciación: cicatrices, un nombre nuevo, un secreto.

En muchas culturas las personas transexuales, transgénero e intersexuadas fueron chamanes y embaucadoras profesionales.

He donado mi cuerpo a la ciencia.

La transexualidad es un fenómeno. Algo asombroso con encubiertas paradojas en su interior. Incognoscible. Muy alejado de las creencias y prácticas aceptadas por la cultura. Instiga a reexaminar la identidad, así como los métodos y las prácticas que nos permiten conocer o percibir identidades.

La identidad como voluntad, como capacidad de reestructurar el mismo cuerpo que habita.

Las personas transexuales somos agentes provocadores en los límites de una cultura que se arroja violentamente de cabeza a un siglo donde la tecnología va a producir una escalada de interfases entre la tecnología por un lado, nuestros cuerpos y consciencias por el otro. Somos la expresión más extrema de manipulación corporal, la que llega más lejos, casi como si ese cuerpo, esa tira de carne humana, fuera un pedazo de plástico, o cualquier otra sustancia casi sintética maleable. Reestructuramos nuestras glándulas, nuestros fluidos corporales, nuestra piel, nervios y genitales. Nuestras vidas son recuperadas por la ciencia, en ese oblicuo punto de referencia que es parte de un arco de transformación en permanente expansión.

Somos ladrones y ladronas de tecnología por voluntad de un destino inescrutable y delicioso. Hay quienes lo llaman elección, y quienes lo llaman destino.

¿Cuántas personas han tenido la experiencia de vivir como hombre y también como mujer? ¿De sentir las agitaciones hormonales, de vestir la piel y los músculos, los cambiantes estados de ánimo, las cargas sociales, espirituales e históricas de
ambos sexos?

Porque hemos vivido lo imposible, lo que antes era sólo posible como sueño, debemos exigir que se nos conozca y se nos entienda como precursores, como exploradores, a la vez que como hombres y mujeres valientes, intensamente humanos, simplemente gente. Somos profetas de una red rica y compleja de percepciones, diálogos, instrumentalidades radicalmente violentas de transformación del sexo, el género, las modificaciones corporales y la identidad. Los arquetipos antiguos nos susurran o nos cantan que estamos conectados en nuestra esencia con imágenes arcaicas, perdurables del hombre y la mujer, aun desde el interior de nuestras aparentes contradicciones. Intensificamos los arquetipos de masculinidad y femineidad para así poder ver a través de ellos, para vivir más allá de ellos, para reconfigurar su significado entera y completamente.

Al convertirme en hombre me convertí en todos los hombres, y desarrollé una compasión nueva por la masculinidad y por la femineidad tal como son vividas en esta cultura. Lo que antes me parecían posturas sexistas o juegos de roles vacíos, adquirieron para mí la textura y las vulnerables complejidades de un esplendor apasionado, vivido con riqueza, real. Real en tanto perdurable, razonable, enraizado en experiencias vividas, ni producto de una conspiración ni de una falsificación. Una realidad con contradicciones, sentimientos genuinos y significado insoluble, aunque difícil.

He llegado a una comprensión más completa de por qué la gente actúa como lo hace. Ya no soy tan rápido para juzgar a los hombres ni tampoco a las mujeres. Ya no tengo sutiles sentimientos de superioridad por estar del lado «políticamente correcto». Ya no soy tan dogmático ni estoy tanto a la defensiva. Me siento mucho más humano, aunque en verdad soy mucho más espectacular y extraño que nunca. Me siento tan libre ahora que he hecho lo que constituía mi más profunda voluntad y que he hecho pedazos mi antigua vida en el proceso.

Debido a mi transformación tuve que examinar una y otra vez mis preconceptos acerca de la sexualidad, las diferencias entre hombres y mujeres, las construcciones biológico-sociales y las bases de la identidad de género, los impulsos motivadores que van construyendo la cultura.

Esta es una de las grandes oportunidades que la transición nos brinda a las personas transexuales, si estamos a la altura del desafío: libertad, conocimiento, y la capacidad de tomar parte en el misterio. El misterio en que se convierten nuestras vidas una vez que hemos cambiado de sexo y escapado de todas las expectativas acerca de cómo y quiénes somos; y el misterio que descubrimos es el mundo cuando tomamos parte en él desde el punto de vista de extraños absolutos, ajenos y a la vez cercanos a cada sexo. El mundo es una red que se estira y se sacude, llena de instintos con raíces en lo biológico, flashes de formas de pensamiento intuitivo, abstractas, que condifican y crean la cultura, secuencias incompletas de sueños, anhelos que buscan y destruyen todos los supuestos, todos los pensamientos dogmáticos, todo lo que querríamos que fuera. Es una jungla y en ella estamos, vivos con la certeza de sabuesos en zona de guerra.

He cambiado mi sexo. Las generaciones futuras de transexuales lo harán en forma más completa a medida que la biotecnología se vaya refinando. Los alcances antes impensables a que ha llegado esa transformación nos han acercado en forma más profunda al resto de la humanidad. En los márgenes, en la periferia, es donde se ve con más facilidad el centro.

Ser transexual no es un movimiento político unilateral, ni una religión ni un grupo de culto. No es mi tarea educar a la sociedad o cambiarla para que tome la forma de una masa utópica, y probablemente distópica, de cosas multigenéricas. Creo que las personas transexuales debemos continuar luchando por nuestros derechos civiles, por una atención sanitaria que sea competente y accesible, por el derecho a vivir como somos con respeto y dignidad.

Cambiar de sexo es algo radical porque es extremo, de largo alcance y mágico, no por su supuesta afinidad con ninguna ideología política en particular. No me intresa ningún «movimiento» santificado donde ser «transgénero» se convierte en un estilo de vida autorreferente o algo atado a un conjunto supremo de valores políticos.

Me interesa la búsqueda, la imaginación, la transmutación de energías psíquicas elementales. No tengo un hacha con la que amenazarlas para que abandonen el supuesto sistema «bipolar» de géneros. A mí me gusta ser un tipo y me gusta cuando las mujeres disfrutan de eso y cuando les gusta ser mujeres. La dinámica hombre/mujer me excita mucho. Chico/chica como la rutina animal. Básico. Anticuado. Bipolarizado…

La política de izquierda y la de derecha me aburren, y me parecen de alcance limitado. Demasiado arte malo, demasiados cadáveres. Mao, Stalin y Hitler pensaron que controlaban los pensamientos, cuerpos y destinos de la gente para bien de todos. Creyeron en la totalización de la identidad, en una utopía estructurada.

Yo estoy del lado de la lucidez y del hambre de la naturaleza, del demonio de Blake cuya «energía es deleite eterno», así como del inconsciente primal, traviesos, que empuja a Pan a maltratar y seducir a cualquier diosa del sexo que se te ocurra con sus grandes manos peludas y su flauta. Estoy del lado de la tecnología y de los grandes sueños que inflaman a la gente de esperanza y de placer, el futuro, una escalada de inventos biológicos que no podemos ni imaginar todavía.

Libertad, áspera y estimulante. Nada parecida a la terapia. Nada sentimental ni trillado, ni sermones ni melosidades. Nada tan fácil, tan seguro, tan fórmula. Ninguna zona de descanso que se presente como verdad.

Estoy buscando una experiencia impredecible, que me retuerza violentamente el cuerpo.

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