El "Liberaij", el edificio convertido en guarida de los gángsters porteños

En medio de un infierno de sangre y pólvora, cayeron en su ley: el gatillo

El tiroteo comenzó a las tres de la madrugada de ese día y luego fueron casi catorce horas de pólvora y sangre en medio de una vorágine indescriptible. Roberto Juan Dorda, Marcelo Brignone y Carlos Mereles, fueron prácticamente acribillados después que ellos mismos habían agotado todas sus municiones y cayeron «en su propia ley», la del gatillo. Del lado de los agentes policiales las víctimas mortales fueron dos: el comisario Washington Santana Cabris y el agente Héctor Horacio Aranguren. Pero esto es sólo la culminación de la historia. El comienzo y el entretejido de la telaraña de su desarrollo también tuvieron tintes dramáticos. El año 1965 fue un año trascendente y en cierta forma dramático para nuestro país. El Banco Trasatlántico había dado quiebra fraudulenta provocando una profunda crisis financiera y además la ciudadanía se preparaba para aprobar uno de dos proyectos de reforma constitucional para volver al sistema presidencialista y abandonar el del Colegiado por su inoperancia ejecutiva. Fue justamente en esos años, de quiebras bancarias fraudulentas, que Montevideo «saltó» a los titulares escandalosos de la prensa internacional a raíz de lo ocurrido en el edificio «Liberaij» y los pistoleros argentinos encerrados en una «ratonera» de la que solamente muertos pudieron salir.

«Tres porteños formadores»

Los protagonistas de esta historia formaban parte de una de las bandas más «pesadas» del hampa argentino, conjuntamente con el tristemente célebre Enrique Malito, que fuera muerto un mes después de estos hechos en un tiroteo en la ciudad de La Plata. Cuando la Policía argentina los tenía acorralados huyeron hacia nuestro país y aquí obtuvieron la protección de Yamandú Raymond, un conocido «bagayero» y otros elementos del malevaje criollo.

Desde el principio se dieron la gran vida, por que andaban con mucha «guita» encima y en aquellos ambientes del bajo, de los piringundines, garitos clandestinos y prostíbulos, cualquier fulano con plata era bienvenido y tratado y si era «porteño» -como los pistoleros de referencia- mejor, porque tenían fama de » formadores» con las minas, incautos para la timba aunque creían sabérselas todas y «buenas gargantas» para el escabio.

Todo les anduvo bien hasta el 2 de noviembre en que fueron interceptados por dos agentes y al exigírseles identificarse en una operación de rutina, mataron a mansalva a uno de ellos, el veterano vigilante Cancela, que ya estaba tramitando los papeles para retirarse a disfrutar de un merecido descanso tras largos años de servicio.

Desde ese preciso momento, la persecución de los tres porteños se hizo también aquí en Montevideo, implacable. Es entonces que realmente comienza a gestarse el infierno de la calle Julio Herrera y Obes.

Una voz en el teléfono

Era la medianoche del 4 de noviembre cuando una persona llamó a la Jefatura Central de Policía y pidió una entrevista con uno de los jerarcas de la repartición a quien conocía, ya que tenía varios antecedentes policiales y su nombre era familiar en voluminosos prontuarios. Se sabía que quien estaba al otro lado del teléfono -que no era un delincuente vulgar- podía manejar información importante, por lo cual fue inmediatamente recibido pero no en el local de la Jefatura.

El informante dijo al jerarca policial con el que hizo contacto, que un grupo de pistoleros llegados desde la Argentina lo tenía presionado obligándolo a protegerlos por lo cual había recibido una muy importante cantidad de dinero (unos $ 80.000, se supo después, que por entonces era una pequeña fortuna) para buscarles un buen escondite. Algunas informaciones periodísticas posteriores indicaron que también había manifestado que lo tenían presionado por que habían secuestrado a su esposa y su hijo, pero después esa versión fue totalmente desmentida. Lo que si dijo fue que no quería comprometerse en proteger criminales y que si la policía le aseguraba la vida y además el secreto de su identidad estaba dispuesto a llevarlos donde le indicasen para entregarlos. Dijo también que el no contaba con ninguna casa o apartamento para ubicarlos.

Tras un breve intercambio de opiniones los jefes policiales decidieron considerar su propuesta aceptándola en todos sus términos y le indicaron que los llevara al apartamento 9 de la calle Julio Herrera y Obes 1182, en el edificio «Liberaij», cuyas llaves (por relaciones nunca aclaradas con la cúpula policial) fueron obtenidas rápidamente.

Mordieron el anzuelo

El informante partió con las llaves sin ser seguido aparentemente por los efectivos de seguridad. Sobre las siete de la tarde llegó con los tres pistoleros hasta las inmediaciones del lugar. Aquellos, sin embargo, que no confiaban totalmente en nadie, dispusieron estacionar el vehículo a unos 200 metros del edificio y avanzar a pie. Dos de ellos llegaron y directamente entraron al inmueble dirigiéndose al apartamento 9. El restante caminó lentamente con el informante y estuvo unos cinco o seis minutos parado en la puerta, previendo que pudiera tratarse de una «ratonera». Brignone, que fue el que se quedó en la puerta controlando, observó todo el entorno del lugar y comprobó que todo estaba tranquilo en apariencia. Solamente un peón de mudanza entraba en una casa de la vereda de enfrente, un mueble que aparentaba tener un peso superior a sus fuerzas. Nunca imaginó que realmente se trataba de un agente camuflado que había sido destacado allí para verificar si efectivamente la operación se concretaba. Poco después subió también Brignone con el informante al apartamento 9, abrieron una botella de whisky y brindaron. A las siete y media el hombre que los había llevado hasta allí les propuso acompañar la bebida con algunas milanesas que se ofreció ir a buscar. A las ocho menos cuarto llamó a la Jefatura informando que los tres ya estaban adentro. Regresó, bebió y comió con ellos. Finalmente la confianza había ganado a los tres porteños. Rato después el informante les propuso ir a buscar más whisky y algo de vino y comida para que no les faltara más tarde. Salió al pasillo, caminó hacia la calle y ya no volvió más. A las diez y media la Policía llegaba a la puerta del edificio «Liberaij».Y allí sí, comenzaría a desatarse el infierno.

(Continúa el domingo 5/12)

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