La inmortalidad del cangrejo

Con Pensar en la inmortalidad del cangrejo es divagar. Es lo que hace alguien que se pone a pensar en estos tópicos casi filosóficos y hasta metafísicos. Bien, lo que sucede es que los hombres vemos a los demás seres, especialmente los raros cangrejos, como seres sin conciencia y sin alma, por lo cual, podemos creer que la vida del cangrejo es absurda por estar carente de conciencia de su existencia, de la muerte, y por lo tanto podemos inferir que un cangrejo es todos los cangrejos, por lo que el cangrejo es inmortal. ¡Valla novedad! Lo mismo podríamos pensar de las moscas, o de todo ser que no sea el hombre. Porque hombres somos y sólo podemos inferir que este es el único “bípedo implume” poseedor de conciencia de sí mismo. Sólo por la sencilla razón de que las fronteras biológicas nos impiden comunicarnos con los demás seres vivos con la misma facilidad que lo hacemos entre nosotros. Pero todas estas son proyecciones generadas por nuestra supina ignorancia. Tal vez esto pueda ser remediado en el futuro con estudio y paciencia. Por ahora, desde nuestra orgullosa ignorancia, postulamos que somos los únicos capaces de divagar en torno a la vida y la muerte.
La muerte existe, por lo menos para los demás. Se la ve operar en otros, nunca la veremos en nosotros mismos. Es lo inverso de nacer, nacemos nosotros, pero se mueren siempre los demás. Y eso no es negación de un fenómeno que es natural, solo que eso no forma parte de las experiencias vitales, nadie vive para contarlas, ni para que se lo cuenten, como en el caso del nacimiento.
La gente toma actitudes insólitas ante este fenómeno por falta de explicaciones satisfactorias, de esperanza de trascendencia o de convicciones religiosas firmes. Los que se aferran a una religión tienen una solución perfecta para este asunto que concluye en los homenajes fúnebres y los rituales de memoria póstuma en los cementerios.
Siempre se puede pensar lo contrario. Y esa fue tal vez el sentir de una amiga, al morir su madre, tuvo la insólita actitud de tomarle una foto dentro del cajón, y, como era ciega, le puso los lentes negros que usara. No vi como quedó la foto, tengo en mente el acto tendiente a registrarlo, tal vez, postergando para “mas adelante” su comprensión.

La sociedad de consumo ha hecho de la vida una pasantia consumista, atados a la noria del trabajo-consumo, la vida deja pocos recuerdos, uno o a lo sumo dos hijos, que en cuanto pueden, se enganchan también a la noria y nos olvidan. Y no es un reproche, es una situación creada por nuestras mutaciones culturales. La muerte no es el problema, el problema es la deposición final de los restos, de eso que, instantes antes era una persona , en horas se convierte en un problema de higiene ambiental. Ya no existe “el más allá” por el que preocuparse, el asunto es el molesto” más acá”. Por ello muchos toman la iniciativa de dejar autorizada y paga su cremación y que los deudos depongan sus cenizas en algún lugar de aprecio para el generador de las mismas.

Lo confirman las estadísticas, la ruina de los floristas y la brevedad desabrida de los velorios, los cultos funerarios están en extinción. El que consigue enterrarse “dignamente”, es decir que tenía “donde caerse muerto”, ha de tener la certeza de que igual tiene ganado el olvido eterno, podrán, por previsión propia, seguir abonando las expensas de la necrópolis, pero no espere de los vivos visitas, tal vez, con los años, bajen a hacerle compañía alguno de sus deudos. Pero nadie tiene el cielo comprado y la tierra menos. El mundo está superpoblado y las ciudades crecen, las vivópolis desalojan a las necrópolis.
Los antiguos hombres americanos, los que debían mudar cada tanto de territorio debido al agotamiento de las tierras de cultivo o por las exigencias estacionales de la caza, no hacían túmulos ni cementerios, cargaban en sacos los huesos de sus antepasados, siempre dispuestos a emigrar con ellos a los nuevos lugares de residencia. Consideraban que estas reliquias formaban parte del la comunidad de los vivos.
Otras culturas mas sedentarias, con economías agrícolas, como en el antiguo Egipto, o de las grandes civilizaciones americanas. ,momificaban a los muertos y constituían cultos funerarios estables, los cuales aún hoy, con ropaje cristiano, perduran entre los mejicanos, que hacen del dos de noviembre un día de convivencia entre los muertos y los vivos, extraño a la necrofobia europea.
La verdadera muerte: el olvido.
Para este residuo decadente de “occidente”, el alma, para el caso de existir, se ha liberado de la materia definitivamente, no la necesita ni nadie se lo reclama. Y esto va de acuerdo a la superficialidad y la inmediatez que impone nuestra cultura a nuestras existencias de “homoconsumidor”. Para este hombre solitario, sin comunidad aunque viva entre multitudes, el tiempo comienza y termina con él. Se vuelve desechable cuando deja de ser parte del ciclo “producir-consumir”, cuando se desengancha pasando a retiro, o por muerte.
Un anticipo del problema higiénico de la muerte se presenta en forma de asilos y guardería de ancianos, porque esta cultura, no vamos a caer en la blasfemia de llamar a esto civilización, le ha prolongado la vida mas allá, mucho más allá, de su tiempo productivo. Dura más que su obsolescencia programada por la genética, debido a las condiciones sanitarias destinadas a prolongar su vida productiva. Pero se justifica su existencia dentro del circuito económico, como consumidor de sustancias y servicios de salud, que pasan a ser los generadores de una industria medico- sanitaria, que absorbe los recursos generados por los sistemas previsionales. Los viejos tienen ahorros, jubilaciones, pensiones, o bienes a liquidar, por lo cual la industria sanitaria tiene en ellos su principal fuente de recursos. La duración, y recalco el concepto, puesto que, como dice el poeta, “durar no es vivir”, vivir es honrar la vida”. Y esto es construcción social, serás recordado por tus obras, no por tu efímera existencia.Durar en un CTI o en un geriátrico, no es “honrar la vida”, es durar impelido por la existencia de una industria.

Pero, esto no fue siempre así, aún entre nosotros. Hubo un tiempo en el que los hombres construían su identidad cultivando la memoria de sus antepasados, cuidando sus reliquias, sacralizando la tierra a la cual habían retornado. Esa comunión con la tierra los inducía a cuidarla. Ese milagro de la vida merecía su adoración. De ahí los antiguos mitos fundacionales, las parejas primigenias eran, en muchas culturas americanas, hijos del sol y de la luna, porque era evidente que estos ordenaban nuestra existencia, esos dioses fundadores fueron los que trajeron a sus manos algo del sol con el fuego, el laboreo de la tierra y la sincronización de su vida con los siclos lunares. Calendario y agricultura origen de todas las ciencias humanas. Adorar al sol, la luna o considerar a la tierra madre de la vida, está en la naturaleza de todos los agrupamientos humanos a lo largo de milenios.
Esta civilización trata a la «madre tierra» como una meretriz, y como tales han de ser considerados sus vástagos.
La mutación judeo-cristiana.

¿Cómo surge esta civilización entorno al mito de “la sagrada familia”? Deviene como resultado de la representación no solo antropomórfica, que ya la había en las deidades greco-latinas, antropocéntrica y la síncresis con los cultos semíticos introducidos el Imperio Romano por griegos conversos al judaísmo. Fue de esas colonias africanas del Imperio que se “contaminaron” griegos y romanos. Pero se necesitaría un largo proceso de descomposición política para que esta propuesta antropocéntrica se volviera dominante. Y esto recién se consolida cuando el Imperio Romano cae en el siglo VDC. Cuando el caos social producido por la caída de Roma y ocupadas las tierras del imperio por las tribus bárbaras, el estado desaparece, impera el “sálvese quien pueda”. La sociedad antiguamente estructurada en función de los dioses patrios de Roma, es remplazada por un culto familiar. El dios de los judíos encarnado en un hombre dará sentido a una sociedad en la que los hombres están librados a su suerte, los dioses romanos han sido derrotados por una multitud de dioses tribales bárbaros, y comienza a ser popular el culto familiar del dios vuelto hombre que introdujeron en Roma griegos y romanos retornados de Palestina. Pero, una creencia no se vuelve masiva si no resuelve los problemas de su tiempo. Y es el cristianismo el que va a resumir y superar esa crisis en el seno de un imperio. Y esto fue lo que sucedió: lentamente se va recomponiendo la unidad cultural, porque la política supone la primacía de una tribu sobre todas las demás, sobre la base de la latinización de las lenguas bárbaras y la imposición del cristianismo como aglutinador de las comunidades desde su base: la familia.

Así como en Sicilia, punto de entrada de todos los invasores de la península italiana, se explica la existencia de la mafia como una cultura de la resistencia a las imposiciones, este fenómeno de guerra permanente, de desolación y muerte, redujo al ser humano al culto de la familia. Luego, durante la Edad Media, otros agrupamientos familiares más complejos irán tomando cuerpo por medio de las asociaciones defensivas entre clanes.
La Iglesia como mediadora entre la vida y la muerte.
La muerte no era un negocio, lo prohibía la Iglesia, los campos santos estaban abiertos a todos los cristianos, cuando cristianos éramos todos, a ningún bautizado se le negaba acceso al camposanto. En el Montevideo fundacional, y hasta fines del siglo XIX, no existía el comercio de la muerte, salvo para aquellos que estuvieran dispuestos a pagarlos por humana vanidad, que siempre la hubo, era de justicia dar a la Iglesia por la vanidad póstuma del finado y sus deudos. Esto se transformaba en obra pública, educación y asistencia social, cementerios vecinos de hospicios, hospitales y capillas daban fe de ello.
Aún se ven por la campaña pequeños “camposantos”, con algunos ruinosos panteones invadidos por los árboles nativos, talas y coronillas vivificando antiguas sangres blandiendo al cielo, como brazos, huesudas ramas en plegaria o demanda de antiguos sueños, amparando vidas aladas que dan vida al cielo. Y, pese a que sus signos de identidad se perdieron en desgastadas piedras, o en oxidadas cruces, nos conmueve esa esperanza, esa ilusión, hoy ingenua ilusión, de eternidad.

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