Sirios y Uruguayos campeones de América y del Mundo

 

Como dice el título dice uno de los himnos del fútbol uruguayo. Otro dice que los de afuera son de palo, pero esta vez supimos cumplir y los de afuera no son de palo.

Soy bisnieto de un musulmán hijo de terratenientes tabacaleros, un europeo macedonio que formó parte de la oficialidad del ejército otomano en la primera guerra mundial. Habiendo terminado la guerra, formada una Turquía “moderna” y por temas políticos, mi bisabuelo terminó huyendo a Montevideo en plena crisis mundial del 29. A los pocos años se casó con mi bisabuela lituana, granjera que emigró a América con una esperanza, quizá, de riqueza y mejor vivir.

Soy hijo de un chileno, que a fines de los 60´ encontró el amor en Uruguay y se quedó.

Nací y viví en el Cerro, La Villa Cosmópolis, rodeado de extranjeros e hijos de extranjeros. Pepe el almacenero gallego, su hijo jugaba conmigo. La vecina de al lado descendiente de canarios, o Yarife, la otra almacenera del barrio siria-libanesa. Los lituanos que pululaban casi a uno por cuadra con su club y su iglesia propia; los rusos de la calle Río de Janeiro casi Francia; los griegos, su club y un gran amigo de mi abuelo materno; Paula, mi compañera de colegio nieta de yugoslavos; Maurico, otro compañero de clase y judío; vecinos descendientes afros; descendientes de guaraníes; mi bisabuela Ita, descendiente de griegos mestizados con indígenas argentinos de Entre Ríos y que vivía a la vuelta de mi casa; los armenios de la esquina; los Nikitchenko, unos rubios enormes que sus hijos, también enormes, eran basquetbolistas de Verdirojo; los tanos de la bodega de vinos Lingerie y los vascos de la otra Bodega Aguerre. O los yanquis que trajeron el frigorífico Swift al Cerro y que frente hicieron un hermoso campo de golf. En ese frigorífico se formó como sindicalista mi abuelo materno, siendo años después fundador de la primera central de trabajadores en Uruguay.

Salgado, Ismail, Mikalaukaite, Balzami, Maresca, Arizabalo son mis apellidos, de mis abuelos y de mis primos uruguayos. Todos mezclados, unos rubios, otros castaños, otros morochos.

Se dice que los uruguayos somos descendientes de los barcos, y no es por negar los ancestros charrúas, guaraníes, guenoas, chanáes y otros que no sobrevivieron por su reducida cantidad, por enfermedades y por un tristemente conocido genocida de apellido Rivera, que mataba cumpliendo órdenes del Estado. Sin dudas hay muchos descendientes, principalmente, de guaraníes en Uruguay, pero entre la primera guerra mundial y la segunda, la población creció el doble y básicamente por inmigrantes europeos desde Portugal a Rusia, y por gente de medio oriente.

Por supuesto que hoy ya casi no hay almaceneros gallegos y sí taiwaneses o chinos.Todo cambia, así es, menos ese sentir uruguayo de recibir al extranjero como a uno más.

En estos días me he sentido muy orgulloso de mi pueblo uruguayo: es que llegaron cinco familias sirias con unos treinta y tres hijos. No sé si hubo algún arreglo o sencillamente es casualidad, pero al igual que los primeros 33 orientales y su cruzada independentista – debo aclarar que no eran realmente 33 ni todos orientales de la Banda Oriental o la Provincia Oriental, ya que habían guaraníes, porteños de Buenos Aires y vaya a saber que más- ahora llegaron 33 niños, tampoco orientales del Uruguay, pero que lo serán muy pronto. Seguramente se casarán con uruguayos y tendrán hijos más uruguayos que sirios, como sucedió antes con los armenios, rusos o lituanos, o los sirio-libaneses…¡ y todos!

Me siento orgulloso que hoy los de afuera no sean de palo, que ese grito haya quedado en Maracaná en el 50, donde un grupito de uruguayos rodeado de doscientos mil brasileros jugaron al fútbol con orgullo. Esa misma pelota del Maracanazo que hoy se le regaló a los niños sirios que jugaban entre la muerta y el dolor, allá muy lejos, tan lejos que se suele mirar para otro lado.

Esa pelota de un deporte tan extranjero y tan uruguayo como cada uruguayo, como el mate guaraní con el termo bajo el brazo y de alpargatas, o con la camiseta de Peñarol o Nacional –y por qué no de Rampla, Cerro, Defensor, Bella Vista o cualquier otro- en cualquier rincón del mundo.

Orgulloso de esa gente que salió a la calle a recibir con banderas y carteles, niños, adultos, ancianos saludando y sonriendo al pasar en un ómnibus los nuevos integrantes de la familia uruguaya.

Orgulloso a la distancia, porque hoy, como mis antepasados y como muchos uruguayos migrantes en estos momentos, lo veo desde afuera y no me siento de palo, todo lo contrario. En parte volví a uno de mis orígenes del otro lado de la cordillera, en el sur chileno, pero no es lo mismo. Fui muy bien recibido, no tengo quejas respecto a eso, pero acá no hay escuela de Varela, acá la educación es un bien de consumo –dicho por el anterior presidente-, se segrega, se clasifica a la gente, y uno se siente apretujado de corazón al ver estas cosas todos los días en este bello y enormemente rico Chile.

Por eso mi orgullo me inflama el pecho al ver que ese pequeñito país entre dos gigantes, un país sin riquezas materiales, pero que ha dado el ejemplo una y mil veces, ustedes han recibido a estos refugiados como a los campeones de América del 2011, o a los casi campeones del mundo del 2010, o a los campeones del 50 que dijeron que los de afuera son de palo, pero debo agregar que para un uruguayo eso sólo es válido en el fútbol.

Lautaro Salgado, uruguayo por el mundo.

 

 

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