García Márquez, la Cabal y Sancho Panza

Cuando alguien muy grande muere nos deja un enorme vacío que muchas veces se llena de modo inmediato con sensación de desgano, incertidumbre y parálisis.

Siendo colombiano nunca conocí a García Márquez. Nunca lo vi en la vida, y tampoco conozco de modo personal a ninguno de sus amigos. Esto incluye a Fidel Castro y al rey de España. A Carlos Alberto Montaner y a Daniel Ortega. Por ello tengo la independencia para referirme al nobel sin aproximaciones personales de él ni de sus amigos.

Tal condición me permite adentrarme sin remilgos ni limitaciones a su literatura, faceta de su existencia con la que sin duda alcanzó la inmortalidad.

Dentro de miles de años, lo aseguro, algún lector se inspirará con esta frase de “El amor en los tiempos del cólera”:

“Es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.

O con este pasaje de “Cien años de soledad”:

“Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas las fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas por un colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.”

O aquella de “El general en su laberinto”, narrando la salida de Bolívar de Bogotá:

“Para calzarse no tenía más que las pantuflas caseras y las botas de charol que llevaría puestas. En los baúles personales de José Palacios, junto al botiquín y otras pocas cosas de valor, llevaba El contrato social de Rousseau, y El arte Militar del general italiano Raimundo Montecuccoli, dos joyas bibliográficas que pertenecieron a Napoleón Bonaparte y le habían sido regaladas por sir Robert Wilson, padre de su edecán. El resto era tan escaso, que todo cupo embutido en un morral de soldado. Cuando él lo vio, listo para salir a la sala donde lo aguardaba la comitiva oficial, dijo: “Nunca hubiéramos creído, mi querido José, que tanta gloria cupiera dentro de un zapato”.

Alguien que haya conocido su obra solo por encima, como es mi caso, podría pasarse años enteros encontrando perlas de inigualable belleza literaria y asombrosa poesía.

Y al contrario, quien por razón de la pereza que produce leer, o con cierta olímpica vocación por la ignorancia, se refiera al genio de la literatura, solo encontrará en García Márquez a un pervertido comunista, a un francotirador de la palabra o a un terrorista del idioma.

Es el caso de la señora Cabal(Congresista colombiana de derecha) quien en un trino de odios, cuando los seres queridos del escritor recién muerto soltaban las primeras lágrimas, solo atinó a decir: ¡Pronto estarán juntos en el infierno! En referencia a una fotografía en la que aparecen Fidel Castro y García Márquez.

A esta ilustre señora le encaja, como anillo al dedo, un pasaje del Quijote en el que Sancho saluda a su mujer al retornar a ese lugar de la Mancha de cuyo nombre no me acuerdo, pero sí del pasaje, el cual dice así:

“A las nuevas de esta venida de Don Quijote acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y así como vio a Sancho lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que el amo.

-Gracias sean dadas a Dios- replicó ella-, que tanto bien me ha hecho; pero contadme ahora amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías? ¿Qué saboyana me traéis a mí? ¿Qué zapaticos a vuestros hijos? –No traigo nada de eso-, dijo Sancho-, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento y consideración.

-De eso recibo yo mucho gusto- respondió la mujer- ; mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia. –En casa os los mostraré-, mujer –dijo Panza- , y por ahora estad contenta; que siendo Dios bien servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que puede hallarse. Quiéralo así el cielo marido mío; que bien lo habemos menester. Más decidme: ¿qué es eso de ínsulas que no lo entiendo?-

No es la miel para la boca del asno -respondió Sancho-

Paz en la tumba de García Márquez.

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