Una fábula al modo de Oscar Wilde

Cuando ya esta sociedad del espectáculo ha desplazado el tema docente de los grandes medios. Cuando nuevamente se ha barrido bajo la alfombra la problemática educativa, alimentando, una vez más, ese pichón de Everet, vale la pena insistir machaconamente en la necesidad de encarar la realidad. Hoy he optado por la herramienta de imitar a Oscar Wilde y su conocido relato que manejara muchas veces en las aulas.

En un pequeño país, de un continente conflictivo, rico, pero inundado de pobres, una tierra donde día a día miles se empeñaban con ahínco en buscar su destino, había un rey que se encargaba de educar a los súbditos.

Ya tenía muchos años encima. Vivía rodeado por una corte compuesta de nobles que exhibían orgullosos sus títulos. Por acá un doctor, por allá un magister, más allá un licenciado. No faltaban los diputados y senadores en ese grupo..

Entre ellos se movían algunos pajes que conformaban a su vez pequeñas cortes.

El palacio tenía habitaciones ricamente decoradas en las que vivía el soberano y su corte pero, más allá el panorama se ensombrecía. Junto a viejas construcciones, se alzaban otras más modernas pero escasas, todo ello combinado con cobertizos, habilitados apresuradamente y donde se amontonaban los súbditos. Es estos era frecuente que el frío y la lluvia se sentara junto a cada educando compartiendo la misma silla y que fallara la electricidad y cientos de inconvenientes más. Aquel era un palacio de muy agudos contrastes.

El Rey, buscaba consejo en la corte la que, insistentemente, se limitaba a proclamar las virtudes de las acciones reales utilizando todos los medios a su alcance. Los súbditos mostraban un marcado desconcierto. Por una parte se sentían insatisfechos pero no encontraban la manera de expresarlo. A pesar de que muchos almacenaban en sus memorias, recuerdos muy emotivos, todos sentían que la realidad era otra, muy diferente a la que se les mostraba.

Cada vez que el Rey abandonaba sus aposentos y pisaba los calles de la realidad, era rodeado, de inmediato, por sus cortesanos que le susurraban sin parar halagos en sus oídos. A los efectos de evitar que las piedras de los caminos llegaran a lastimar los pies reales, se los alfombraba previo a su pasaje. Por esta razón su andar era silencioso y sin entrar en contacto con el suelo duro de realidad.

Cuando desde algún rincón se escuchaban gritos y protestas, se hacía que el Rey mirara en otra dirección, mientras los guardianes silenciaban a los revoltosos. Estos eran pocos y rápidamente eran controlados y sometidos a diferentes formas de exilio.

Entre los más reiterados elogios se insistía en resaltar sus ricas ropas. Todos elogiaban la elegancia y el buen gusto de su vestimenta. Los más audaces señalaban la necesidad de ajustar aquí y allá algunas de las prendas a los efectos de que las mismas ganaran en gracia. Últimamente los cortesanos habían encontrado nuevas expresiones con las que halagar al soberano. Así era frecuente escuchar eficiencia, eficacia, pertinencia y por sobre todo y todas las expresiones: calidad. Cada una de estas palabras, eran colocadas como joyas en el ropaje real.

Cierta tarde paseaba el Rey por la calle, procurando encontrar más ejemplos de calidad con que adornarse. Marchaba, muy erguido y orgulloso mirando distante su entorno, cuando desde una vereda, un docente y un alumno, sin mirarse, sin ponerse de acuerdo gritaron con diferentes acentos: ¿Dónde va ese personaje decrépito y vestido con harapos? La pregunta fue repetida muchas veces por un eco que se fue extendiendo y ganando en sonoridad.

El Rey quedó aturdido y al mirarse en el espejo del pueblo, vio su real condición. Ese rey llamado SNEP (Sistema Nacional de Enseñanza Pública), a partir de entonces vivió en medio de la angustia sin encontrar una salida a su condición. Pese al esfuerzo de sus cortesanos de asegurarle que todo cambiaría, a las delegaciones extranjeras que llegaban con pesados cofres repletos de promesas y soluciones, el Rey seguía sintiendo aquellas palabras y viendo una y otra vez su imagen reflejada en el espejo de este tiempo. No atinaba a hacer algo que cambiara la situación, solo se limitaba a sobrevivir y esperar. Espera que nosotros le señalemos que ha llegado la hora de abdicar.

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